– Ella siempre tiene asientos reservados. -Cruza las piernas y se arregla la falda-. ¿Qué me he perdido?
Obligándome a hablar en un susurro de biblioteca, trato de ilustrar a Sarah acerca de los principales puntos del argumento de Manimaclass="underline" El Musical. El problema es que no hay muchos.
– Veamos… Tenemos a este tío que vaga por la ciudad; es humano, pero también es un felino. Y también hay algunos traficantes.
Los dos resistimos en silencio una serie de canciones que hablan de leopardos, leones, tejones y tráfico de drogas («Compra un gramo o compra un kilo, / la cocaína hace girar el mundo»). Y más leopardos, hasta que, finalmente, todo adquiere sentido poco antes del entreacto con un doctor Chase particularmente malhumorado, que lamenta su miserable condición de criatura de dos mundos. El público aplaude -Sarah y yo nos sumamos con indiferencia- y se encienden las luces de la sala. Quince minutos para estirar las piernas antes del segundo acto.
– ¿Quieres tomar algo? -pregunto-. Puedo tmerte algo del bar.
Sarah sacude la cabeza.
– No te permitirán beber en la sala. Iré contigo.
Cuando finalmente conseguimos abandonar el patio de butacas -los hombres miran lascivamente a Sarah, empapándose de ella durante todo el trayecto, y aunque ella no es de mi especie, me siento orgulloso de ser su acompañante-, las pocas barras del Prince Edward ya están llenas de gente, ansiosa por tener una perspectiva diferente de la segunda mitad de la obra. Sarah y yo nos colocamos al final de la cola, detrás de una pareja de dinosaurios disfrazados de matrimonio mayor. Sus olores -un hogar con leños de secoya ardiendo lentamente- casi no se distinguen el uno del otro, y aunque sé que sólo se trata de una antigua fábula de dinosaurios la que dice que el olor de un matrimonio se vuelve cada vez más parecido a lo largo de los años, todos los días obtengo pruebas empíricas que me inclinan a creerlo.
La pareja mayor se vuelve -seguramente han captado mi olor- y me saludan con un breve gesto de cabeza. Se trata de un amistoso cómo-está-usted que los dinosaurios ocasionalmente obsequiamos a los de nuestra especie como el dueño de un coche clásico que hace sonar la bocina ante un compañero coleccionista que también conduce un Mustang Fast-back de 1973. Pero entonces ven a Sarah -y luego huelen a Sarah o, mejor dicho, no huelen a Sarah- y las sonrisas se desvanecen, reemplazadas al instante por muecas de repulsión.
«¡Ella es una testigo! -siento deseos de gritar-. ¡Tal vez una amiga, pero nada más!» Sin embargo, no quiero protestar demasiado.
– La cola es larga -digo, buscando algo, cualquier cosa que sirva para romper el silencio.
– Así es -dice Sarah-. Si esperamos para conseguir unas bebidas, es probable que no consigamos regresar a la sala a tiempo para el comienzo del segundo acto.
– Sí. Sí. No me gustaría perdérmelo.
– ¿O sea que te gusta la obra? -pregunta ella, arrugando seductoramente la falda con su pequeño puño.
– ¿La obra? Por supuesto. Es un hombre, es un animal… es Manimal. ¿Cómo puedes perdértela?
– ¡Ah!
Parece decepcionada.
– ¿Y a tí?
– ¡Oh, sí! Por supuesto. Quiero decir, cómo puede no gustarte. Tienes leopardos y…
– Y tigres -añado.
– Exacto. Y tigres.
Estamos mintiendo. Los dos. Y ambos lo sabemos.
Atravesamos el vestíbulo riendo y cogidos de!as manos, bajamos las escaleras y abandonamos el Prínce Edward como dos colegiales que hacen novillos por primera vez.
Una hora más tarde seguimos riendo, aunque la parte más contagiosa de nuestra risa ha desaparecido hace unos quince minutos. Durante un momento tenemos problemas, y una pulla enciende la mecha de otra. Ninguno de los dos es capaz de controlarse el tiempo suficiente como para pedir algún plato de la carta en el pequeño restaurante griego que encontramos a pocas manzanas del teatro. Finalmente me veo obligado a morderme la lengua, reprimiendo la risa pero casi reemplazándola con lágrimas y un viaje al hospital. Una de mis fundas se ha aflojado y mi colmillo naturalmente afilado se ha clavado en la lengua con una fuerza inesperada. Afortunada-mente puedo fingir una urgencia para dirigirme al lavabo, ajustarme el colmillo, asegurarme de que mi lengua no va a salir disparada de la boca y caer en el regazo de Sarah durante el transcurso de la cena, y regresar a la mesa a tiempo para el segundo plato. Ahora esperamos, hablamos y bebemos.
__No, no… -Sarán bebe un pequeño sorbo de vino, y sus labios dejan una preciosa marca roja en el borde del cristal-; no se trata de eso. Puedo entender que a alguien le guste…
– Pero no a ti.
– No a mí. El antropomorfismo es interesante y demás…
– Una palabra importante, señora…
– Pero a mí me resulta difícil aceptar la idea de toda una sociedad habitada por felinos humanoides, operando según reglas oscuras y autoimpuestas, vagando por todas partes sin que el resto de nosotros sea capaz de detectar su presencia.
– ¿No te parece realista?
– No, no me parece divertido.
Llegan nuestros platos y nos deleitamos con el hummus, el tzatziki y el tarama; rebañamos la salsa con gruesas rebanadas de pita. Nuestro camarero es auténticamente griego -para esta víspera de Halloween se ha vestido de Zorba con una chaqueta abierta en la espalda- y nos lee con verdadero deleite los platos especiales deldía. Cada palabra es una comida en sí misma. Sarah pide consejo para elegir el siguiente plato, y yo sugiero el surtido griego, pensando que siempre puedo hacerme cargo de lo que ella no pueda comer.
Incluso liego al extremo de separar cuidadosamente la albahaca y el eneldo de mis porciones -una acción casi automática- con el tenedor antes de que pueda regular mis movimientos. Cualquier cosa que estemos haciendo ahora -Sarah y yo-, de alguna manera está bien, y es la primera vez en mucho tiempo que no siento la necesidad de masticar una buena cantidad de hierba. Sarah, por su parte, me pide mi guarnición de albahaca para añadirla a su plato y, puesto que no le afectará como a mí, me siento encantado de complacerla, Entrecerrando los ojos en la tenue luz del restaurante, Sarah estudia detenidamente mi rostro y su frente se arruga de pronto con preciosas y pequeñas colinas. Sus ojos recorren mis facciones, deslizándose por la nariz, los labios y la barbilla.
– ¿Tengo comida en la cara? -digo, súbitamente cohibido. Me limpio con celeridad los labios y la barbilla con la servilleta, pasando la tela una y otra vez con la intención de absorber cualquier delicadeza griega que se las haya ingeniado para hacerse pasar por un rasgo facial.
– No es eso -dice ella, echándose a reír-. Es…, quiero decir…, el bigote.
– ¿No te gusta?
Sarah ha advertido sin duda mi expresión de dolor, ya que se retracta de inmediato.
– ¡No, no, me gusta! ¡De verdad! Es sólo que cuando te vi… la otra noche… estabas bien afeitado.
No tengo respuesta para eso. Se supone que los accesorios de los disfraces deben ser añadidos paso a paso a fin de dar la impresión de que se trata de un proceso natural -la serie Pectoral Nanjutsu, que estuve a punto de comprar durante mis años de vanagloria, por ejemplo, debe ser colocada lentamente durante varios meses-, pero los bigotes, por lo que yo sé, siempre han sido un proceso de un único día hacia el machismo.
– Es falso, ¿verdad?
– ¡Por supuesto que no! -contesto con indignación-. Es tan auténtico como el resto de mi cuerpo.
Sarah, sin dejar de reír, se inclina hacia mí y tira con fuerza de mi vello facial. Es una acción que habitualmente no provoca dolor, pero la ligera capa de pegamento debajo de mi máscara transfiere su tirón a la piel y mi exclamación de dolor es auténtica.
Sarah, avergonzada, confundida, retira la mano, y su rostro se tiñe de rojo.
– Lo siento -dice-. Realmente pensé que…,