– ¿Quién?
– Mi agente.
– ¿Tu agente? ¿Crees que es prudente mezclar los negocios y el placer?
– A veces es lo mejor -dice Sarah, y me siento feliz y preocupado a la vez porque haya olvidado su ira para volver a la seducción. La ira no era nada divertida, aunque resultaba más fácil de controlar-. En este caso, no, no era prudente. De hecho, rompimos poco después de aquella fiesta. Lo que me dejó fuera de una relación y a Raymond aún en una.
– Judith.
Sarah aparta el nombre con un aburrido ademán, como si espantase a una mosca molesta.
– No la llamábamos de ese modo. La llamábamos señora, simplemente. Señora. Era mejor para mí, era mejor para Raymond.
– ¿McBride aún estaba enamorado de ella?
En el tiempo que a Sarah le lleva comenzar a responder, el camarero llega con nuestros platos. Mi pollo al limón está muy bien preparado, pero el surtido griego de Sarah tiene un aspecto absolutamente delicioso. Afortunadamente, estoy seguro de que no será capaz de acabárselo, y entonces podré picotear de su plato.
El camarero se marcha y ambos nos inclinamos sobre nuestras raciones, cayendo sobre la comida como un Compsognathus sobre su presa aún caliente. No me sorprende que esté tan hambriento, ya que hace más de doce horas que no me llevo nada al estómago, y aunque esta mañana mi desayuno fue un festín digno de un rey, estoy famélico.
Lo que sí me sorprende es la capacidad que muestra Sarah para hacer que la comida desaparezca de su plato en un tiempo que debe ser de récord Guinness. Moussaka, pollo a la Olimpia, pastisio, un plato de berenjenas del que jamás había oído hablar… Contemplo con creciente asombro mientras cada tenedor colmado entra en esa bella boca y vuelve a salir vacío un momento después y regresa al plato en busca de más comida. ¡Por Dios!, ¿adonde va todo eso? ¿Debajo de la mesa? ¿A un perro ambulante? Pero veo perfectamente el movimiento de su garganta al tragar, de modo que sé que está engullendo cada bocado. ¿Cómo es posible que esa bandeja llena de comida, que probablemente pesa más que la modelo, desaparezca en ese cuerpo? En esta taberna griega existe alguna retorcida perversión de las leyes de la naturaleza, un choque de la comida con la anticomida, pero que me maten si soy capaz de imaginar cómo funciona. Si hoy no hubiese resuelto la cuestión de la misteriosa desaparición de Jaycee Rolden, podría pensar que quizá Sarah se la había comido.
No puedo hablar. Sólo puedo mirar. Guau. Guau.
Diez minutos después, Sarah ha terminado la cena, y yo estoy boquiabierto.
– ¿Tienes hambre?-pregunto.
– Ya no.
Debo suponer que no. Sarah aparta el plato y, a pesar de la prodigiosa cantidad de comida que acaba de ingerir, soy incapaz de advertir ninguna protuberancia en esa barriguita. Las personas como Sarah despiertan en todo el mundo el odio de la gente preocupada por su peso, pero estoy demasiado asombrado para sentir celos de los índices metabólicos.
– ¿Dónde estábamos? -pregunto, ya que sinceramente lo he olvidado. Esa exhibición de consumo concentrado me ha llevado por los cerros de Úbeda.
– Me preguntaste si Raymond aún estaba enamorado de la señora -dice Sarah, empleando el título para referirse a Judith McBríde-, y yo todavía no te había contestado.
– Pues bien, ¿lo estaba?
Nuevamente hace una pausa, aunque yo diría que ha tenido tiempo más que suficiente para pensar la respuesta mientras digería toda Grecia. Naturalmente, es probable que se requiera una parte importante de energía cerebral para tragar de ese modo.
– ¿Alguna vez has tenido una aventura amorosa, Vincent?
– ¿Con una mujer casada?
– Sí, con una mujer casada.
– No, nunca.
Estuve cerca, sin embargo. Había estado siguiendo a la esposa de un brontosaurio, tratando de conseguir las fotografías incriminatorias habituales en estos casos, para descubrir que aunque ella no estaba viviendo ninguna aventura extra-matrimonial, se mostraba más que dispuesta a iniciar una. Me sorprendió tomando fotografías fuera de la ventana de su dormitorio y lo siguiente que supe fue que estaba bebiendo champán en el jacuzzi y escuchando una selección de éxitos de Tom Jones. Tuve que esperar a que se fuese a otra habitación para quitarse el disfraz y ponerse «una piel más cómoda» antes de abandonar la casa.
– La gente casada es simplemente eso -me dice Sarah-, casada. No puedes preguntar si un hombre casado que tiene una aventura amorosa aún sigue enamorado de su esposa, porque es una pregunta que no tiene ningún sentido. Es irrelevante si la ama, porque ella es su esposa, sencillamente.
Picoteo mi comida mientras reflexiono sobre su punto de vista y mi siguiente pregunta.
– ¿Con qué frecuencia le veías?
– A menudo.
– ¿Dos, tres veces por semana?
– ¿En el último tiempo? Cinco o seis veces. Raymond trataba de pasar los domingos con la señora, pero para entonces ella no estaba muy interesada.
– ¿O sea que lo sabía?
Sarah se echa a reír irónicamente mientras se inclina y coge una patata de mi plato.
– ¡Oh, ella lo sabía! No es ninguna tonta, lo reconozco. Tienes que ser un pedazo de granito para no darte cuenta de algo así. ¿Trabajar hasta tarde todas las noches? Sí, de acuerdo, Raymond era un hombre muy activo, pero nadie se pasa dieciocho horas en la oficina durante nueve meses.
»Creo que la señora descubrió lo que estaba ocurriendo después del primer mes, porque Raymond empezó a relajarse cuando hablaba por teléfono. Me llamaba por mi nombre y se dejó de todas esas chorradas de palabras en código. Antes de eso, parecíamos dos espías intercambiando información, y yo sabía cuándo ella entraba en la habitación porque Raymond comenzaba a llamarme Bernie y a hablar de la fantástica partida de golf que habíamos jugado el día anterior. Y yo odio el golf. Toda mi vida he estado rodeada de golfistas. Por favor, dime que tú nunca has jugado al golf.
– Dos veces.
– Pobrecito. A Raymond le encantaba ese jodido deporte. Podíamos estar en París, aspirando el aire de la primavera, paseando por el Barrio Latino, mirando escaparates y hablando con la gente, y él practicaba su swing, preguntándose qué clase de palo usaría si tuviese que golpear la bola por encima de esa tienda y a través de la ventana de aquella iglesia. Por cierto, el piso catorce de la torre Eiffel era un hierro 9.
– Entonces, ¿te llevó a París?
– París, Milán, Tokio, todos los lugares interesantes del globo. ¡Oh, éramos una verdadera pareja de la jet-set. Me sorprende que no nos hayas visto en alguna columna de sociedad.
– No leo mucho. El TP a veces.
– Fotografías en todas las revistas internacionales, Raymond McBride y su compañera de viaje. Jamás mencionaron a su esposa y jamás montaron un escándalo por eso. Es una de las cosas buenas que tienen los europeos; para ellos, el adulterio es como el queso. Las opciones son generosas y variadas, y sólo ocasionalmente apestan.
Los rumores, por tanto, eran ciertos. McBride había perdido la cabeza. No había duda de que este conocido carnosaurio había lanzado la discreción por la borda. Había exhibido a su amante humana ante los ojos del mundo, llegando incluso al extremo de permitir que las revistas los relacionasen en términos románticos. Y mientras que los Consejos Internacionales no son tan estrictos como los Consejos Norteamericanos en cuanto a las costumbres sexuales, el cruce de especies diferentes sigue prohibido en todo el mundo. Sólo se necesita un descuido de cualquiera de nosotros, del Compsognathus más pequeño en eí barrio más pequeño de Liechtenstein, y los últimos ciento treinta millones de años de un mundo libre de persecuciones podrían saltar en pedazos. Sin incluir la Edad Media, naturalmente. Los dragones, ¡por Dios…!