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– Sin menta -le digo a la camarera.

Glenda me mira con una expresión de sorpresa.

– ¿Sin menta? -pregunta-. Te encanta la menta.

Señalo la carpeta de tres argollas que lleva debajo del brazo.

– ¿Qué tienes para mí?

– Esta mierda estaba oculta, y bien oculta.

– ¿Borrada?

– Eso creo. Pero quienquiera que haya destruido el material, lo hizo de prisa, o bien no pensó en los archivos temporales. Utilicé un restaurador de archivos para recuperar la información y tuve éxito con la mayor parte.

Glenda es un fenómeno con los ordenadores; al menos lo es más que yo. El polvoriento PC de Ernie está en mi casa; en la actualidad espera a ser redamado por el banco, pero como no ha sido usado desde que Ernie murió excepto como otro lugar donde dejar mis platos sucios, el tío encargado de los embargos puede llevárselo en cualquier momento.

– Muéstrame qué es lo que tenemos.

Las primeras hojas son notas de las entrevistas de Ernie escritas a mano; algunas están impresas en tinta negra.

– Ernie las escaneó -me explica Glenda-. Eso es lo que hacemos en J &T. Tenemos ese jodido programa que convierte nuestra letra manuscrita en texto, pero aún no había aprendido la caligrafía de Ernie, así que quedó de este modo.

Se me hace un pequeño nudo en la garganta cuando miro las vueltas, los giros y los garabatos de la escritura quebrada de Ernie. Su caligrafía era realmente horrorosa y no era infrecuente que tuviese que pedirme ayuda para descifrar algunas partes ilegibles de sus notas. Es casi como si él estuviese sentado ahora a mi lado, pasándome un bloc sobre el que acabara de garabatear alguna cosa.

«Vincent… ¿aquí dice: el testigo afirma haber abrazado a la víctima, o el testigo afirma haber apuñalado a la víctima?»

– De lo que he podido descifrar de su jodida escritura, parece que Ernie hablaba con la misma gente que tú: la señora McBríde, esa mamífera cantante de clubes nocturnos, unos cuantos empleados, incluso ese forense. Puedes comprobar sus notas y ver si encuentras alguna contradicción.

– Lo haré. ¿Qué más tienes?

– La basura habituaclass="underline" cuentas de gastos, planillas de nóminas, unos cuantos garabatos que no he podido descifrar, una agenda…

– Dame eso…, la agenda.

Glenda busca entre las fotocopias y me da tres hojas que parecen haber sido copiadas de un organizador personal de alguna clase. Las fechas están impresas en la parte superior de las páginas (en este caso, 9, 10 y 1 i de enero); la sección inferior está dividida en incrementos de media hora con un espacio para anotaciones. Las páginas están en blanco en su mayor parte, aunque también se han apuntado algunas citas.

EÍ 9 de enero, por ejemplo, Ernie se reunió con Judith McBride y cuatro de los máximos ejecutivos de la Compa ñía McBride. El 10 se encontró con Vallardo y Sarah, y también con otras personas cuyos nombres no me dicen absolutamente nada. Pero el 11, el día en que fue asesinado por un taxista que se dio a la fuga en algún callejón miserable, a la diez de la mañana, apenas unas pocas horas antes de que su cabeza quedara reventada contra el duro pavimento de una calle de Nueva York, Ernie tenía concertada una cita con el doctor Kevin Nade!. Y sólo tres días después de aquello, cuando volé a Nueva York presa de una furia etílica e irrumpí en el depósito de cadáveres exigiendo ver a mi socio y mejor amigo, y al forense que había practicado la autopsia y había decidido que se trataba de un simple homicidio, Nadel se había marchado de vacaciones a las Bahamas durante dos meses y estaba ilocalizable.

Una pequeña nota aparece escrita en la esquina de la cita de las diez; es demasiado pequeña y borrosa como para ser leída a simple vista.

– ¿Tienes una lupa? -le pregunto a Glenda.

– Tengo bifocales.

– Eso bastará.

Glenda me pasa las gafas y las sostengo encima de la caligrafía de Ernie. Ahora su escritura aparece más grande, pero igualmente borrosa. Si mantengo los ojos en la posición correcta y esfuerzo mis músculos oculares hasta el extremo de que estén a punto de salirse de las órbitas y botar por la habitación, puedo descifrar la nota: «Recogerfotos.»

Recoger fotos.

Miro a Glenda, y ella me muestra una fotocopia en blanco y negro de unos contactos.

– Debía de referirse a estas fotos.

Las fotografías de la escena del crimen de McBride. Las auténticas fotos de la escena del crimen de McBride. Nada de higiénicas heridas de bala y sangre salpicada en el suelo en cantidades manejables; una muerte agradable y limpia, como tantas otras causadas por armas de fuego.

No, esto es algo absolutamente diferente. La sangre llena cada cuadro y cubre las paredes, los muebies, las alfombras, como si fuese un alquitranado de acetato. Debajo de los charcos rojos puedo distinguir la forma vaga de McBride, casi destrozado hasta el punto de ser irreconocible. Yace como un amasijo contra un sofá en un rincón de la habitación. Su porte aristocrático ha sido triturado bajo lo que debió de ser un ataque furioso. Veo marcas de dientes, señales de garras, surcos de colas y más, y me doy cuenta de que lo que me dijo Judith McBride y lo que me enseñó el doctor Nadel fueron una sarta de asquerosas mentiras.

Ahora tengo la prueba. Raymond McBride fue asesinado por un dinosaurio.

– Estas fotografías fueron manipuladas -le digo a Glenda.

– ¿Has visto las otras?

– En la oficina del forense. Nadel me enseñó una de estas fotos, pero la mayor parte de la sangre había desaparecido y las heridas habían sido… limpiadas, supongo. Lo arreglaron de manera que parecieran heridas de bala, que es lo que Judith me dijo que causó la muerte de su esposo. Y el médico afirmó que McBride había recibido impactos de armas de cinco calibres diferentes…

– Lo que explicaría los diferentes tamaños de las heridas recibidas durante el ataque -deduce Glenda.

– Mierda.

– Mierda.

– Alguien se tomó mucho trabajo para hacer que esto pareciera el ataque de un humano -digo-. Y apuesto a que Ernie estaba investigando todo este embrollo antes de que lo matasen.

La camarera llega con mi té helado y lo bebo de un trago. Glenda acerca su silla a la mía y mira nerviosamente a nuestro alrededor.

– Puedo quemar estos papeles. Lo sabes, ¿verdad? Podemos salir al callejón trasero, rociarlos con combustible del mechero y hacer un buen fuego. Si estás de acuerdo, yo estoy de acuerdo; quiero que sepas que podemos largarnos, y aquí se acaba la historia.

Mi respuesta llega lentamente. Quiero ser preciso.

– Vi cómo esos dos dinosaurios se cargaban a Nadel -digo-Y también estuvieron a punto de matarme a mí. Antes de eso me atacó un engendro de la naturaleza en un callejón mugriento y pude salvarme por los pelos, y antes de eso mi compañero resultó muerto en un accidente que podría no haber sido un accidente. He sido engañado, humillado y golpeado; me han quitado mi trabajo, mi vida y mis amigos. Me han expulsado de la ciudad y me han mentido.

»Y, para serte sincero, tienes razón. Debería largarme ahora mismo y olvidarme de esta historia. Deberíamos salir al callejón y preparar una buena hoguera, y luego yo debería coger el próximo vuelo a las Galápagos, encontrar unos cuantos árboles y ponerme ciego de hierba.

»Tengo muy buenas razones para dejar atrás esta jodida ciudad, y sólo los listos son los que atraviesan la puerta si volver la vista atrás. Pero es tal como Ernie solía decir: siempre es el hijoputa más imbécil el que se encuentra sentado en la cumbre de la cadena alimentaria cuando comienza la lluvia de meteoritos. Y esta vez, ese hijoputa imbécil soy yo.

Durante mi breve discurso, una sonrisa se ha dibujado en el rostro de Glenda.

Vincent Rubio -dice-, me alegra volver a verte.