La información de los conserjes resulta barata, especialmente si no sienten demasiada simpatía por los residentes del edificio. Chet, el tío que trabaja en el turno de noche en el edificio del Upper East Side donde vive Judith McBride, me informa sin problemas dónde puedo encontrar a la señora después de que un billete se deslice discretamente en su bolsillo.
– La señora McBride está en el baile de beneficencia de Halloween en el Four Seasons -me informa, enmascarando con una sonrisa cualquier aversión que pueda sentir por McBride. Y luego, todavía con esa irritante sonrisa en los labios, añade-: Esa zorra sería incapaz de reconocer la beneficencia aunque la cogiera del cuello.
Me aparto de Chet, me meto en un taxi y le pido al conductor que nos larguemos de allí a toda pastilla.
El hotel Four Seasons es agradable… si a uno le gustan esa clase de establecimientos. Yo soy hombre del Plaza. Glenda y yo recorremos los opulentos corredores, vestidos tanto para el hotel como para la festividad que se celebra, buscando el salón de baile correcto. Finalmente nos damos por vencidos y le pedimos ayuda al conserje; el hombre no es ni tan amable ni tan educado como Alfonse, aunque nos conduce al lugar que estamos buscando.
En una gran pancarta que cuelga orgullosamente sobre la entrada puede leerse: «Bailes de disfraces para los niños.» Detrás de un imponente juego de puertas dobles, de cinco metros de alto y doradas hasta el pomo, alcanzo a oír la música de una banda: batería, trompetas, trombones, todos en un ritmo regular de 3/4. Una voz apagada resuena a través del corredor; canturrea una letra que habla de noventa y nueve mujeres a quienes amó en su vida.
– Una vez que estemos dentro, quédate detrás de mí -le digo-. Yo buscaré a Judith. Tú… -Yo robaré algo de comida. Cojo una puerta, y Glenda la otra. Empujamos. Y el sonido nos golpea como si fuese una onda expansiva. Una auténtica ráfaga de música nos hace retroceder contra las puertas abiertas. La banda, la multitud, el ruido increíble, impiden por un momento todo pensamiento, y sólo puedo mirar. ¿Trescientas, cuatrocientas, quinientas, un millar de personas? ¿Cuántas criaturas se mezclan en este salón? Cualquiera que sea la cantidad, muchos de ellos son dinosaurios, ya que una vez que la onda de sonido ha remitido, la segunda onda de olores me da de lleno y, más allá del olor a sudor y alcohol, puedo captar el pino y el dondiego de día, y la inconfundible dosis de hierbas.
Glenda se las arregla para sacudirse el aturdimiento y se aleja por el salón en busca de la comida. Yo me muevo en la dirección contraria. Echo un vistazo a los invitados y trato de localizar algún sonido, olor o visión que me resulte familiar. Las vestimentas son mucho más elaboradas que las que lucían en el Worm Hole -estos tíos tienen pasta para gastar en tonterías como éstas-, y me asombran los detalles artesanales de algunos de los atuendos. Una mujer, cuyo aliento está tan cargado de ron que puedo olerlo a diez metros, se acerca tambaleándose hasta mí y eructa finamente en mi cara. Lleva puesto lo que parece ser un gran escritorio, con dos cajones donde debería estar el estómago y una mesa justo debajo de la barbilla sobre la que apoya los brazos. Una Biblia ha sido pegada en el fondo de uno de los cajones, al igual que un par de gafas en la mesa.
– ¡Adivina qué soy! -me grita en la oreja.
– No lo sé.
– ¿Qué? -vuelve a gritar.
Me veo obligado a unirme al griterío.
– ¡He dicho que no lo sé!
– ¡Soy una mesilla de noche!
Si la empujo, caerá al suelo y provocará un alboroto, de modo que simplemente me excuso y me deslizo por una abertura entre dos donuts en la multitud. Me rodean unos rinocerontes, y sus cuernos se me clavan en el costado; me vuelvo buscando una salida. Pero me encuentro con un contingente de alienígenas, con grandes ojos negros y amenazadores. Tratan de cogerme con sus brazos largos y finos, y sus vasos llenos de gin-tonic. Miro en la otra dirección: Abbott y Costeño discuten, brincan, caen de culo al suelo; Nixon afirma una y otra vez ante Abe Lincoln, con voz dolida y aguda, que él no es un estafador; hay una hucha repleta de billetes que salen por la ranura superior…
Y un carnosaurio, un auténtico carnosaurio, no alguien disfrazado como tal. El resto del salón de baile se desvanece, cayendo en alguna suerte de abismo visual, mientras todas las luces giran y proyectan sus haces sobre el dinosaurio que habla animadamente con Marilyn Monroe. Mi primer pensamiento es que, con las prisas propias de la celebración de Halloween, alguien ha olvidado ponerse el disfraz, como suele sucederles a los niños dinosaurios que, una vez que les han colocado la piel humana, se olvidan de que también necesitan ponerse ropa, y salen a la calle prácticamente desnudos.
Sin que se trate de un esfuerzo consciente, mis pies me han llevado al otro extremo del salón, y cuando llego a escaso medio metro del dinosaurio, puedo olerlo: oler las naranjas, oler el cloro, olería a ella, a Judith McBride, sin disfraz y hablando como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Puedo entender la compulsión, la increíble necesidad de liberarse de grapas, cinturones y fajas, pero no aquí, no ahora, no delante de todos estos mamíferos. Sin detenerme a pensar en las consecuencias, o en las convenciones sociales, me acerco a Judith y la cojo por un bien musculado brazo de carnosaurio.
– Ella volverá enseguida -le explico a una azorada Marilyn, quien vista más de cerca se parece más a un Marvin, y me llevo a Judith a una de las zonas menos pobladas del salón de baile.
– ¿Qué demonios está haciendo presentándose así? ¿Es que se ha vuelto loca?
Judith está desconcertada.
– Esta vez, señor Rubio, creo que tendré que hacer que le echen de aquí.
Levanta una mano -su pata delantera- hacia un invisible protector en la distancia, pero la cojo antes de que complete el movimiento ascendente, aferrando los dedos en mi toma de kung-fu.
– No puede hacer esto…, estoes…, es la violación número uno, la más importante… Salir sin disfraz…
– Es Halloween.
– A la mierda la celebración, no puede arriesgar la seguridad sólo porque a algunos mamíferos les guste hacer el ridículo.
– Puedo asegurarle que no estoy arriesgando nada.
– Usted sabe muy bien a lo que me refiero…
– Y usted no me está escuchando. Es Halloween. Éste es… un disfraz, un disfraz de dinosaurio. Nada más.
Mis dedos se aflojan; la pata acabada en garra cae a un costado.
– Eso no es posible -digo-. La boca… se mueve cuando habla. Es igual que… los dientes…, la lengua…
Judith se echa a reír y el disfraz de carnosaurio se sacude de arriba abajo.
– He pasado más tiempo con este disfraz del que usted haya dedicado probablemente a su casa, señor Rubio. Debía esperar que fuese realista. En cuanto a su aceptación…, bueno, usted debería saberlo.
– ¿Es… un disfraz?
– Puedo prometerle, le juro, que lo que llevo es un disfraz de dinosaurio.
__De modo que es una dinosaurio vestida como un ser humano vestido como un dinosaurio -digo, manteniendo la voz baja, aunque en esta noche y en este lugar nadie se lo pensaría dos veces si me escuchase.
– Algo así -dice ella y, para demostrarlo, se desprende de un trozo de piel justo por debajo de la cintura, retirando una costura que no había visto antes. Debajo alcanzo a ver una capa de carne humana descolorida, el tono de piel natural del disfraz de la señora McBride.
– Bonito disfraz -digo sin ninguna convicción.
Pero mis palabras hacen que se eche a reír, y el hecho de que se ría es mucho mejor que llamar a sus guardaespaldas para que me arrojen en el recipieníe del ponche.
– ¿Baila? -me pregunta, dirigiéndose hacia la pista.
La banda está tocando un fox-trot, y creo que recuerdo los pasos.
– Si puede perdonarme -digo-, sería un honor para mí. -Una charla informal mientras bailamos puede ser la introducción perfecta para mis próximas preguntas.