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– ¿Quién comenzó la aventura? -repito la pregunta. Me siento como un padre que trata de descubrir cuál de sus hijos hizo pedazos el florero de la sala de estar.

– Fui yo -reconoce Judith finalmente.

– ¿Le sedujo?

– Si quiere decirlo de ese modo.

– ¿Por qué Donovan? ¿Por qué no alguien que no estuviese comprometido ya en una relación afectiva?

Ahora Judith no es capaz de sostener mi mirada. Mira hacia e] director de la banda y su largo morro de carnosaurio se apoya en mi hombro.

– Donovan y Raymond… estaban muy unidos.

– ¿Por eso lo eligió?, ¿por la amistad que tenía con su esposo?

– Sí. Mí intención no era herir a Raymond, quiero que eso quede claro. Pero si alguna vez descubría lo que estaba pasando…, un poco de dolor no le vendría mal. Elegí a uno de sus confidentes para que se sintiese traicionado como yo me había sentido traicionada. En muchos sentidos, fue una decisión de negocios.

– Tenía la impresión de que Donovan trabajaba a sus órdenes en el Pangea, que tenía poco contacto con su esposo.

– Profesionalmente no lo tenía. Donovan se encargaba de gestionar los espectáculos del club, nada por lo que Raymond pudiese tener problemas con él. Pero habían sido amigos durante algún tiempo, compañeros de golf. Eso fue cuando nos mudamos a Nueva York.

– ¿Hace unos quince años?

– Así es.

– ¿Y dónde vivían antes?

– En Kansas. O, por favor, era deprimente, no quiero hablar de ello.

Me parece justo. Yo tampoco quiero hablar de Kansas.

– ¿Jaycee lo descubrió?

– Sabe -dice Judith con tono meditativo-, en aquella época yo pensaba que habíamos hecho un buen trabajo ocultándole nuestra relación.

– Pero no fue así.

Ella sacude la cabeza.

– No, no lo hicimos. Ahora lo sé.

– ¿Oh, si? ¿Y cómo es eso?

– Simplemente lo sé. Jaycee desapareció dos semanas después.

– Y pocos meses después de aquello…

– Despedí a Donovan -admite Judith.

– Muy amable de su parte. Donovan debió sentirse muy feliz: sin mujer, sin trabajo, sin ninguna razón para seguir adelante.

– Usted no lo entiende -dice Judith-. Sin Jaycee, Donovan cambió por completo. El club estaba desatendido, los libros eran un desastre. El…, él era…

– ¿Un inútil?

No obtengo respuesta. El fox-trot termina, pero la banda no nos da respiro. Comienza a interpretar un tango, y mi cuerpo parece recibir una sacudida eléctrica: ia espalda recta, las rodillas ligeramente flexionadas, el brazo rodeando la cintura de carnosaurio de Judith.

– ¿Baila el tango? -pregunto, y ella responde girando entre mis brazos para un comienzo perfectamente sincronizado. Algunas otras parejas salen a la pista y, aunque hay bastante gente, la señora McBride y yo somos Ginger y Fred; giramos y nos detenemos en los lugares precisos en el momento adecuado.

– Se mueve bien -dice Judith.

– ¿Por qué me dijo que a su esposo lo habían matado a balazos?

– Porque así fue. -Se lo preguntaré otra vez…

Sus manos se sueltan de las mías, presionando contra mi pecho mientras lucha para apartarse de mí. Pero la tengo bien cogida de la cintura y no irá a ninguna parte. La obligo a seguir bailando.

– Usted cree que lo entiende todo -dice despectivamente-, pero no es así; no tiene ni idea.

– Tal vez pueda ayudarme. Puede empezar por decirme por qué me mintió.

– No le mentí. Le mostraré las fotos que tomaron en el lugar del crimen, señor Rubio, y verá los orificios de las balas, verá…

– Ya he visto las fotos tomadas en el lugar del crimen -digo, y esto hace que cierre la boca-. He visto las auténticas fotos.

– No sé a qué se refiere.

– Me refiero a las fotos que no fueron manipuladas, a las originales, -Ahora tengo la boca junto a su oreja, y susurro casi con violencia al disfraz sobre el disfraz-. Las fotos en las que aparece su esposo casi partido por la mitad por las marcas de las garras, los mordiscos que cubren el costado del cuerpo… Ella deja de bailar. Los brazos caen a los lados del cuerpo y comienza a temblar.

– ¿Podemos seguir hablando de esto en otra parte?

– Será un placer.

Llevo a la señora McBride fuera de la pista de baile y recibimos algunos aplausos por nuestros esfuerzos. Me lleva sólo un minuto localizar una puerta para salir del salón, y pasamos a un pequeño patio donde hay una fuente, unos cuantos árboles y un banco. Los acordes del tango desaparecen detrás de otra puerta insonorizada. Judíth, resoplando, comienza a quitarse el disfraz de carnosaurio, y expone su cabeza y su torso al fresco aire otoñal. Ahora es una mujer con piernas verdes y gordas, y una cola; tiene el aspecto de un dinosaurio borracho que ha comenzado a quitarse el disfraz por el lado equivocado.

– ¿Tiene un cigarrillo? -me pregunta. Le doy todo el paquete, y enciende uno. El humo forma volutas encima de su cabeza, y ella da profundas caladas.

– ¿Por qué manipuló las fotos? ¿Por qué le dijo a Nadel que mintiese?

– No lo hice -dice Judith-. Le pedí a alguien que lo hiciera.

– ¿A quién?

Judith masculla un nombre.

– ¿Quién? -pregunto, parado junto a ella-. Hable más alto.

– Vallardo. Le pedí a Vallardo que se hiciera cargo de los detalles.

Ahora comienzan a llenarse todos los espacios en blanco; el dinero era para eso, los depósitos en la cuenta de Nadel. No puedo creer que las piezas hayan encajado tan rápidamente.

– Verá, no puedo arrestarla -digo-, no oficialmente. Pero puedo escuchar su confesión y puedo asegurarme de que los polis la traten bien.

Judith se levanta y camina por el pequeño patio.

– ¿Confesión? ¿Qué diablos tendría que confesar?

– Asesinar a su esposo continúa siendo un delito, señora McBride.

– ¡Yo no hice semejante cosa!

La indignación brota de Judith como súbitos rayos de sol entre las nubes, y la descarga está a punto de chamuscarme.

– Muy bien, entonces… ¿tiene una coartada?

– ¿Qué clase de investigador es usted? ¿No ha hablado con la policía? Fui la primera persona a la que interrogaron; naturalmente que tengo una coartada. Aquella noche estaba presidiendo un acto de beneficencia delante de doscientas personas. La mayoría de ellas también se encuentran aquí esta noche. ¿Le gustaría que alguien fuese a buscarlas para que usted pueda acusarlas a ellas también de asesinato?

Estoy confundido. No es así como se suponía que debían salir las cosas.

– Pero ¿por qué encubrirlo…? Judith suspira y vuelve a sentarse en el banco. -Dinero. Siempre es el dinero. -Tendrá que esforzarse un poco más. -Volví a casa después de la fiesta de beneficencia, y allí estaba, en el suelo, muerto, como ya le he explicado antes. Y vi las heridas, vi los mordiscos, los terribles corles. Y supe al instante que si corría la noticia, el Consejo caería sobre nosotros. Creo que ahora comienzo a entenderlo. -Asesinato entre dinosaurios.

– Eso siempre supone una investigación por parte del Consejo. Y ellos habían estado buscando durante años un pretexto para arrancarnos hasta el último céntimo. No necesito explicarle cómo funcionan estas cosas. No sé quién mató a mi esposo, señor Rubio, pero sí sé que hay una posibilidad de que quienquiera que fuese el responsable tenía… negocios ilegales con Rayrnond, negocios a los que tendría que haber respondido con su fortuna. Así pues, a fin de impedir cualquier investigación oficial a cargo del Consejo…

– Usted consiguió que Nadel y Vallardo conspirasen para manipular las fotografías y las autopsias, de manera que coincidiesen con la conclusión de que la muerte había sido causada por un ser humano…Ningún asesino dinosaurio, ninguna investigación, ninguna multa.

– Ahora ya lo sabe. ¿Es tan horrible aspirar a la protección de mi patrimonio? Sacudo la cabeza. -Pero ¿qué hay de Ernie? ¿Por qué mentir sobre él?