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Un minuto. Dos. Silencio. Me quedo escuchando junto a la puerta y hago un esfuerzo, pegando mi oreja falsa contra el grano de la madera. Música, tal vez un ritmo regular repitiéndose monótonamente. Es posible que Dan esté dormido -tan profundamente, imagino, que no puede oír los pesados golpes de la bestia de bronce-, pero lo más probable es que se encuentre en su pequeño jardín de hierbas trasero y ha elevado el volumen de la música para oírla desde el exterior de la casa. Me dirijo hacia la parte trasera.

Los arbustos y las zarzas tratan de detenerme, extendiendo sus largas y espinosas garras para desgarrarme el disfraz. Evito con mucho cuidado las púas más peligrosas y me abro paso a través de la maleza. Finalmente llego a la alta valla de madera que limita el modesto jardín de Dan. No hay espacio entre las tablillas, pero un nudo en la madera me proporciona una excelente mirilla y, como si fuese un perverso entrenado, echo un vistazo.

Orégano, aíbahaca, salvia y sus secuaces culinarios se elevan desde la tierra, abriéndose paso hacia el sol, buscando su energía. He pasado muchas tardes probando las delicias de este bien cuidado pedazo de tierra. Veo flores a mi izquierda, y lo que parece ser un huerto de zanahorias a mi derecha; pero no hay ningún sargento del Departamento de Policía de Los Ángeles a la vista. Cierro la mano hasta formar un puño tenso, y golpeo la madera llamando a Dan otra vez.

Si no hubiese visto su coche en el camino particular, sí él no estuviese avisado de que yo vendría a verle hoy, en este vuelo, a esta hora exactamente, podría pensar que Dan no estaba en la casa o en la ciudad, que se había decidido por una rápida excursión para-alejarse-de-todo-por-un-rato.

La brisa me trae una mezcla fugaz de aromas…

Las fragancias vuelan por el aire, llenan mis fosas nasales, y puedo reconocer todo lo que hay en esa zona: las hierbas, las flores, el coche que hay en el extremo de la calle, los productos químicos de una casa de revelado de fotos en una hora, los pañales sucios de un bebé cuatro casas más abajo, y el ácido olor a vinagre de esa amarga, amarga viuda de estegosaurio que vive en la casa de al lado y que siempre visita a Dan después de haber bebido unas cuantas copas.

Pero no percibo el olor a Dan. Ahora estoy preocupado. Ha llegado el momento de entrar en la casa por la fuerza.

Mientras regreso a la puerta principal, me doy cuenta de que no hay manera de que pueda pasar a través de esa rodaja de roble sin tener un hacha. Aparte de la relativa imposibilidad de derribarla con mi escaso peso, si hay algo que el trabajo le ha enseñado a Dan es a asegurar una casa con numerosas cerraduras. Regreso al jardín.

Al alejarme del porche estoy a punto de resbalar cuando mis ojos descubren una pequeña mancha oscura en el suelo, y mi cuerpo realiza una pirueta instintiva para verla mejor. Es sangre. Tres, cuatro gotas como máximo, pero definitivamente sangre. Está seca, pero es reciente. Podría sacar mi equipo de disolución y realizar un rápido examen químico para determinar si se trata del fluido de un dinosaurio, pero me temo que ya conozco la respuesta. Me dirijo hacia la valla.

El flujo de adrenalina borra todo rastro de fatiga y escalo las tablillas de madera con toda la gracia y habilidad que me permiten mis agotados músculos; los días de mi primera escalada de vallas han quedado muy lejos. Cuando llego a la parte superior e intento balancearme para pasar al otro lado, mi pierna izquierda se engancha con un reborde y caigo pesadamente de cabeza en el huerto de albahaca de Dan. La fragancia es embriagadora. Me levanto, tambaleándome, y retrocedo lo más rápidamente que puedo, aunque mi boca comienza a trabajar de forma autónoma. Lanza mordiscos al aire donde debería estar la albahaca.

La puerta trasera también está cerrada con llave. Golpeo varias veces y sacudo la puerta con todo mi peso, pero los únicos sonidos que alcanzo a escuchar son las guitarras rítmicas y el compás vibrante de los Creedence Clearwater Revíval, la voz torturada de John Fogerty llamando a su Susie Q. Foger-ty; me enteré hace poco tiempo, es un Ornithomimus, al igual que Joe Cocker y Tom Waits; de modo que uno ya se puede hacer una idea de dónde sale esa cualidad vocal. Paul Simón, por otra parte, es un fiel velocirraptor, y creo que nunca en mi vida he escuchado una mejor canción narcótica que Scarborough Fair, si bien el tomillo y el romero nunca han hecho demasiado por mí personalmente.

– ¡Dan! -grito, y mi voz se quiebra, mientras su registro asciende hacía la estratosfera-. ¡Abre la jodida puerta!

John Fogerty contesta: «… Dime que serás fiel.»

La entrada por una ventana, entonces, es mi única opción. A pesar de mi creciente paranoia, sigo conservando unos gramos de optimismo: Dan se cortó mientras preparaba la cena, corrió a buscar su botiquín de primeros auxilios, no tenía vendas, tal vez fue al hospital a que le diesen unos puntos y dejó un pequeño reguero de sangre. Mejor aún: regresaba de la tienda de comestibles, se le cayó una caja con costillas de cordero, la sangre salpicó un poco y ahora está en la casa de algún amigo asando ese manjar a la brasa. Si hago un esfuerzo por fingir, casi puedo oler el carbón-La alambrera de la ventana cede rápidamente con la ayuda de mi cortaplumas del ejército suizo, y pronto me encuentro ante un sólido, aunque fino cristal, fácilmente rompible. En general estoy muy por encima de técnicas tan rudimentarias para entrar en una casa, pero dispongo de poco tiempo, de modo que hago pedazos el cristal con el codo. No me preocupa el sistema de seguridad de Dan; sé que el código es 092474 desde que estuve unos días cuidándole la casa el pasado octubre, y si lo recuerdo correctamente, dispongo de unos generosos cuarenta y cinco segundos para desconectar la alarma.

Pero la alarma no está conectada. No oigo ese chivato (bip bip bip) que habitualmente me vuelve loco. Me gustaría oírlo. Dan nunca ha sido el más ordenado de los brontosaurios, así que no me sorprende ver sus ropas esparcidas por la sala de estar de un modo postapocalíptico: una grapa aquí, una hebilla allá, un par de calzoncillos de disfraz sobre la otomana. Aunque mi anterior olfateo en el porche delantero no alcanzó a percibirlo, hay sin duda un rastro persistente del aroma de Dan a aceite de oliva y de motor que aparece y se desvanece como un vago recuerdo. Sospecho que emana de las prendas de la sala. A través de la pared abierta de la sala puedo ver la cocina por encima del mostrador bajo, con la mesa del desayuno, más allá del monte Olimpo de platos apilados en el fregadero. Dan no está.

El dormitorio se encuentra en la planta alta y el hábito me impulsa en esa dirección. Pero Creedence me hace señas desde el estudio en la planta baja; Fogerty ha renunciado a Susie, concentrando ahora sus esfuerzos en du, du, du, y vigilando la puerta trasera. Otro círculo irregular de sangre mancha la alfombra, y se extiende en un óvalo largo y tortuoso, pasa por debajo de la puerta del estudio y se arrastra hacia el interior.

Abro la puerta y entro.

Altavoces estereofónicos tirados en el suelo disparan su música contra mí y me obligan a retroceder Fotografías convertidas en jirones de papel, marcos rotos, cristal hecho pedazos. Un tubo de televisión a un metro del aparato; una estantería derribada. Cortinas arrancadas, bombillas rotas, lámparas de lava partidas y su contenido fluyendo lentamente, lentamente sobre la alfombra; su fosforescencia extendiéndose como orugas a través de las fibras gris claro.

Y Dan está desplomado en su sillón favorito, con el disfraz medio desgarrado, el pelo medio desgreñado, restos de un bocadillo de atún y un cuenco de sopa volcado en la bandeja junto a él. El cuerpo aparece cubierto de heridas cortantes que dejan la carne al descubierto. La sangre hace tiempo que se ha filtrado a través de la ropa hasta secarse, formando manchas carmesí en su piel áspera y quebradiza. Sonríe, mirando a través del techo, hacia el cielo…