– Dan, Dan, Dan… Venga…, no…, Dan…
Estoy susurrando, estoy farfullando, estoy hablando conmigo mismo sin saber lo que estoy diciendo mientras paso las manos sobre el cuerpo de Dan y busco algún signo de vida. Apoyo la nariz contra su pellejo inerte; quiero encontrar algún olor, quiero encontrar alguna fragancia, ¡cualquier cosa! Manipulo los broches debajo de mi cuello, los botones se abren, me quito rápidamente la máscara del disfraz para oler mejor. Vuelvo a intentarlo. Esta vez no hay ningún obstáculo que me Impida olfatear; localizo sus glándulas odoríferas y tiro de ellas todo lo que puedo…
Vacías. Ningún olor.
El sargento Dan Patterson está muerto.
Cierro sus ojos, los párpados internos primero, pero odio tener que acomodar el resto del cuerpo. Habrá que llamar a la policía en el momento oportuno y no les gustará nada que haya entrado en la casa por la fuerza, perjudicando ostensiblemente el escenario del crimen. Mejor será que deje su cuerpo… Mejor será que lo deje todo como está.
Dan no se entregó sin luchar; el estado calamitoso del estudio así lo prueba. Pero no sé si se trata de orgullo por el coraje demostrado por Dan, la tristeza que me produce su muerte, o ambas cosas, lo que forma un nudo en el centro del pecho, que me presiona con fuerza la garganta.
__Ahí va la excursión de pesca, ¿eh? -le pregunto al cuerno inerte de Dan-. Jodido cabrón; ahí va nuestra excursión de pesca.
Las heridas son incisiones directas y profundas, puñaladas, algún corte ocasional. No alcanzo a ver las marcas reveladoras del ataque perpetrado por un dinosaurio como las que aparecían en las fotografías del cadáver de McBride: heridas curvas producidas por la acción de las garras, cortes paralelos ocasionados con un objeto afilado, depresiones cónicas como resultado de múltiples mordiscos, o las profundas muescas provocadas por las púas de una cola.
Según el reproductor de CD, hace cuatro horas que está sonando el mismo disco, lo que me permite situar la muerte de Dan en ese tiempo, a menos que el asesino haya puesto el disco de los Creedence después de haber acabado el trabajo como una especie de ritual postmortem de los años sesenta.
La gruesa cola marrón de Dan, advierto ahora, ha sido liberada de las correas de la serie G, pero desde su posición confinada debajo de la faja del torso, dudo de que tuviese alguna oportunidad de utilizarla durante su defensa. Todos los indicios -las heridas defensivas en las palmas de las manos de Dan, el rastro de sangre que cubre el suelo de la habitación distribuido de forma regular, la ausencia de signos de una entrada violenta en la casa aparte de mi reciente intrusión, el orden que hay en el resto de la casa excepto en el estudio- apuntan a un ataque por sorpresa de alguien a quien Dan conocía o creía conocer, alguien a quien invitó a su estudio, tal vez para comer algo o escuchar un par de discos. Y entonces una puñalada, un navajazo, un rápido ataque; Dan retrocede intentando defenderse, tratando de quitarse el disfraz, de liberar sus garras y la cola, pero resulta demasiado lento y es demasiado tarde. Luego todo acaba, simplemente, silenciosamente.
En el aire se percibe la fragancia de un nuevo olor que busca estimular algunos pelos nasales. Por un instante me despisto pensando que Dan ha resucitado como Lázaro y quiere coger un trozo de pizza, pero aunque pronto me doy cuenta de que no se trata del olor de Dan, aun así me resulta familiar. Con la nariz abriendo el camino, el cuerpo siguiéndola sin rechistar, busco en el suelo debajo del sillón de Dan Paso los dedos por la alfombra, y las tachuelas expuestas me hieren las yemas cubiertas de látex.
Allí, al alcance de la mano, un cuadrado de lo que parece ser estopilla u otra tela igualmente basta, de doble capa. Lo saco Es una bolsa pequeña, muy parecida a las bolsas desintegrado-ras que suelo llevar conmigo todo el tiempo. Pero ésta no irradia esa horrible peste a podredumbre, y es imposible que el olor haya mermado con el paso del tiempo; incluso las bolsas desintegradoras vacías deben ser quemadas, enterradas y olvidadas en algún remoto paraje a fin de disimular ese olor fétido.
Cloro; eso es. No puedo encontrar ningún grano olvidado en la bolsa, pero no tengo duda alguna de que ése era el contenido. Otros olores tratan de invadir mis senos nasales, luchando contra su potente adversario, pero es inútil; esa primera vaharada se ha hecho con el control y se resiste a abandonarlo. Dejo la pequeña bolsa debajo del sillón, exactamente donde la encontré; tal vez la policía sea capaz de darle más significado que yo a esa prueba.
El caos y la destrucción son incluso más evidentes desde esta posición a ras del suelo; madera astillada cubierta por grandes trozos de empapelado desgarrado, objetos aplastados como si fuesen latas de refresco vacías. Nada de lo que hay en esta habitación se salvó de la violencia, y sólo puedo esperar que los ojos de Dan se hayan apagado antes de ver ese torbellino destructor que ha arrasado sus fotografías, sus pinturas y sus trofeos de bolos.
El consuelo tardará en llegar, y será muy duro, pero al menos me queda esto: Dan Patterson murió en su sillón favorito, murió en el calor de la batalla, murió mientras comía un nutritivo almuerzo, murió en su casa, rodeado de las fotografías de aquellos seres a los que amaba, y murió mientras escuchaba a los Creedence Clearwater Revival, al Ornithomimus John Fogerty, lo que significa que inició el viaje al más allá acompañado de la voz de un hermano dinosaurio. Todos deberíamos tener esa suerte.
Quiero continuar mi búsqueda, peinar la alfombra intentando encontrar muestras de fibras. Quiero una bolsa de harina vacía de la cocina de Dan y frotar las paredes para conseguir huellas digitales. Quiero aislar esas manchas de sangre que hay en el porche delantero y extraer la prueba del ADN. Quiero una pista, cualquier pista. Pero no hay tiempo; no hay tiempo.
Lo que necesito ahora es encontrar esa importante información que me trajo de regreso a Los Ángeles en primer lugar, pero una exhaustiva búsqueda por toda la casa no revela nada interesante, excepto un cajón lleno de revistas de porno blando como Esíegolibido y Chicas Diplosexy. No sabía que Dan estuviese interesado en otra cosa que no fuesen brontosaurios, pero soy el último dinosaurio en el mundo que puede hacerse el moralista en este momento.
No obstante, no puedo encontrar las fotocopias de las que me habló Dan, y no tengo ninguna duda de que son de importancia capital, tanto para el caso del club Evolución como para todo lo que ha sucedido en los últimos días. Sin embargo, Dan mencionó algo respecto de otro juego -los originales-, y aunque no me gusta pensar en lo que debo hacer para dar con ellos, no tengo muchas opciones.
Regreso a la sala para llamar a la línea de emergencia de dinosaurios, una rama especial del 911 integrada exclusivamente por individuos de nuestra especie para hacerse cargo de este tipo de situaciones. Es un grupo diferente del que compone la línea de ambulancias y también de los equipos de limpieza, pero cumple una función similar: traer a las autoridades apropiadas en el momento adecuado.
– ¿Cuál es la emergencia? -pregunta la apática operadora.
– Hay un oficial muerto -digo. Le doy la dirección de Dan, declino revelar mi nombre y cuelgo rápidamente.
Vuelvo al estudio, donde me despido de mi amigo. Es una despedida breve, sucinta, y un momento después de haber abandonado mi boca, me olvido de lo que he dicho. Es mejor así. Si me quedo en la casa un rato más y espero a que lleguen los polis, me llevarán a la central y me meterán en una celda con un Tyrannosaurus rex pomposo y sobrealimentado, que me acribillará a preguntas hasta que me salga sangre por las orejas. No tengo tiempo para ese numerito, Debo colarme en una reunión del Consejo.