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Harold Johnson es el actual representante brontosaurio del Consejo, y sé por el calendario oficial, que olvidaron quitarme cuando me expulsaron de la junta directiva, que cualquier reunión de urgencia mantenida durante los meses de otoño se supone que debe celebrarse en su espacioso sótano forrado con paneles de madera. Me estremezco al pensar en otra reunión en compañía de esos bufones engreídos, pero es la única oportunidad que tengo si quiero echarle un vistazo a los documentos. Eso suponiendo que logre meterme en esa reunión. Tengo un pían en mente y podría dar resultado siempre que Harold no haya cambiado su habitual tendencia anal en los últimos nueve meses.

Ei tráfico es fluido y recorro la 450 a una velocidad considerable. En Los Ángeles hay dos velocidades: Atasco Hora Punta y A Toda Pastilla. Debido a los constantes problemas de tráfico de nuestras autopistas entre las siete y las diez de la mañana, y las tres y las siete de la tarde, cualquier posibilidad de que reproduzcamos los experimentos de Chuck Yeager con la barrera del sonido durante las horas menos concurridas es aprovechada debidamente. Noventa kilómetros por hora es un chiste, cien es coser y cantar, ciento diez es la velocidad mínima real, a ciento veinte ya se adquiere una razonable respetabilidad, y ciento treinta y cinco es la realidad. En estos momentos viajo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. Durante toda mi vida automotriz he recorrido estas autopistas a más de ciento treinta kilómetros por hora -al menos cuando mi coche era capaz de soportarlo-, y jamás me han multado.

Hasta hoy. Esas luces que parpadean en mi espejo retrovisor no son decoraciones navideñas, y esa sirena no es un ejercicio antiaéreo. Me aparto hacia el arcén y me detengo lo antes posible.

¿Cuál es el procedimiento apropiado en estos casos? No quiero meter la mano en la guantera en busca de los documentos del coche; revolver los papeles y sacar cosas que no vienen a cuento es algo que pondrá nervioso a ese poli, y un tío nervioso con un arma en la mano es alguien a quien no tengo ningún interés en conocer. Abrir la puerta del coche resulta probablemente una mala idea también, de modo que alzo los brazos por encima de la cabeza y abro bien los dedos de ambas manos. Es probable que me parezca a un alce.

Observo a través del espejo retrovisor lateral que el oficial, un tío corpulento de unos cuarenta y pico de años, con un bigote en forma de manillar, se acerca cautelosamente hacia mi vehículo. Utiliza el mango de su porra para golpear el cristal de la ventanilla y lo bajo rápidamente; vuelvo a alzar la mano un momento después.

– Puede bajar las manos -dice, arrastrando las palabras. Obedezco sus órdenes. La saliva se extiende entre los labios del oficial, una delgada línea plateada que brilla bajo el sol. Tengo que hacer un considerable esfuerzo para apartar la mirada.

– Exceso de velocidad, ¿verdad? No tiene sentido negarlo.

– Sí.

– Y usted me multará por eso, ¿verdad?

– Sí.

Naturalmente, debería discutir con él. Defenderme por mí, por mis temerarios hábitos al volante. Casi demasiado tarde me doy cuenta de que ni siquiera es mi coche -me he tomado la libertad de robar el Ford Explorer de Dan, ya que él no volverá a utilizarlo nunca más, y yo ya no tengo ningún transporte personal- y tendré serios problemas para tratar de explicarle a este poli por qué estoy conduciendo un coche que pertenece a un oficial de policía recientemente asesinado.

Las cosas serían mucho más sencillas si este poli fuese un dinosaurio, pero su absoluta falta de olor me confirma que se trata de un ser humano. En caso contrario podría explicarle lo de la urgente reunión del Consejo y liquidar este asunto.

Pero el tío me mira de un modo extraño, con la cabeza inclinada hacia un lado, con un movimiento que me recuerda a Suárez y al conductor de la grúa.

– Es un velocirraptor, ¿verdad? No suelo encontrarme con muchos de ustedes en mi trabajo.

Sin dedicar un segundo a pensarlo, sin preguntarme cómo diablos ha podido descubrir este ser humano nuestra existencia en el planeta, mis instintos se ponen en estado de alerta total; la saliva fluye generosamente dentro de la boca mientras me preparo para cortarle el cuello. Una de las primeras cosas que aprende un dinosaurio cuando es pequeño es que los fallos de seguridad deben ser solucionados de inmediato. Cualquier ser humano que, de cualquier manera, pueda sospechar nuestra presencia debe ser tratado en consecuencia, lo que habitualmente significa una sentencia de muerte rápida y segura.

Echo un vistazo hacia ambos lados de la autopista. Los coches pasan continuamente, y no hay ninguna barrera visual a lo largo del arcén. Incluso aunque pudiese acabar con este poli, me verían al instante. Necesito encontrar un lugar seguro, un sitio protegido donde me pueda hacer cargo de esta situación y…

– Un velocirraptor me salvó la vida en Vietnam -dice el poli con verdadero orgullo-. El mejor cabrón e hijoputa que he conocido en mi vida. -Extiende la mano a través de la ventanilla abierta-. Don Tuttle, Triceratops. Encantado de conocerle. -Atónito, estrecho su mano.

– ¿Usted…, usted es un dinosaurio? -pregunto. La boca se seca cuando mis glándulas salivares hacen un descanso para tomarse un café.

– Así es -dice el poli. Entonces, advirtiendo mi expresión de sorpresa, se da un golpe en la frente y dice-: Hombre, pensó que… el olor, ¿verdad? -Asiento-. Me sucede todo el tiempo. Sé que tendría que acostumbrarme a decirlo, pero…

El oficial Tuttle me da la espalda, se agacha hasta el nivel de la ventanilla y aparta los mechones de pelo que adornan su disfraz. Accionando los botones camuflados con destreza, retira la piel de los hombros y me muestra el pellejo verde oscuro que cubre la parte posterior de la cabeza. Una larga y profunda cicatriz recorre toda la extensión de su cuello, de oreja a oreja, como si fuese una gargantilla de carne con dos triángulos dentados en cada extremo.

__Una bala -dice-. La única vez que me hirieron, pero supongo que con una vez es suficiente. La bala entró por un lado y salió limpiamente por el otro.

– Hostia.

– No; en realidad no sentí nada. Sólo me arrancó un puñado de nervios. -Cubre su pellejo natura! con el traje de látex y vuelve a abrocharlo en su lugar-. También me hizo polvo las glándulas odoríferas. Un par de médicos dinosaurios del hospital del condado pensaron que era mejor quitarlas que intentar colocarlas nuevamente en su sitio.

«Durante un tiempo llevé esas cápsulas aromáticas unidas a una batería. Funcionan como esos cazos para cocinar a fuego lento, ¿las conoces? Mi esposa las tiene por toda la casa. Los médicos conocían a un Diplodocus farmacéutico, y éste las preparaba para mí. El tío decía que las hacía regularmente, pero según mí esposa olían a monedas viejas de cinco centavos. Yo no sabía de qué cono estaba hablando… ¿Monedas viejas? Sin embargo comprendí el significado; simplemente no olían… bien, ¿sabe? Es mejor continuar sin ellas y aceptar las cosas como vienen.

– Lo siento -le digo, ignorando cuáles son las condolencias apropiadas por la pérdida de la producción de feromonas. Me pregunto si existe alguna tarjeta de marca de pureza.

– No tiene importancia -dice con indiferencia-. Lo único es que debo cuidarme de los dinosaurios que piensan que no soy lo que realmente soy, ¿sabe?

– Sí, claro. -Y ahora que ya estamos en un terreno más familiar…-. Oficial -Don-, oficial Don, en cuanto a mi exceso de velocidad, realmente siento mucho que…

– Olvídelo -dice, rompiendo la multa. El confeti cae al suelo en una pequeña lluvia, pero dudo que se multe a sí mismo por arrojar basura en la autopista.

– Gracias -digo, cogiendo su garra y sacudiéndola con auténtica gratitud-. Tenía tanta prisa por llegar a la reunión del Consejo que…

– ¿Ha dicho una reunión del Consejo?