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Me encojo de hombros.

– Esas cosas pasan todo el tiempo.

– Es seguro, pero eso no lo hace más fácil. Y a Donovan le afectó más que a mí. Se volvió depresivo. Donovan era muy bueno en eso, encendiendo y apagando su felicidad. La mayoría de sus momentos bajos no duraban mucho tiempo, y yo había acabado por acostumbrarme a soportar esa situación junto a éclass="underline" largos días sin dormir, música melancólica… Pero esa vez la depresión continuaba semana tras semana. Se mostraba indiferente en casa, en el trabajo, en la cama… Las semanas se convirtieron en meses, y pronto comencé a darme cuenta de que evitaba las cosas. Me evitaba a mí.

– ¿Cómo?

– La boda, por ejemplo. Habían pasado sólo seis meses, y Donovan, que había estado planeando este acontecimiento como si se tratase de la invasión de Normandía, no parecía mostrarse tan… intenso como antes. Era como si se estuviese cuestionando algunas cosas. No a mí, no mis motivos, sino a sí mismo. Unas semanas más tarde descubrí que se había estado acostando con Judith McBride.

– ¿Servicio de detectives? -pregunto.

– Sentido común -contesta Jaycee-. Lo había tenido todo el tiempo delante de los ojos, pero no me había molestado en verlo. -Suena familiar-. De hecho, una jauría de zorras de sociedad, que se pasaban todo el tiempo hablando de sus falsas uñas humanas y sus nuevos peinados, mis llamadas «amigas», casi me lo habían arrojado sobre el regazo durante un mes.

»"Hoy he visto a Donovan y a Judith durante el almuerzo -me dijo una de ellas-. Lo pasamos de maravilla."

»Y yo sonreía y asentía, y continuaba participando de la conversación, dando por sentado que ella los había visto como jefa y empleado, negociando quizá algún contrato, o algo por el estilo.

»Bien, finalmente comprendí lo que estaba pasando, ¿y puedes culparme por sentirme destrozada? Cinco años de mi vida por el desagüe, y todo por una vieja zorra, que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo que aprovecharse de un velocirraptor emocionalmente destrozado.

Le pregunto si le dijo algo a Donovan, si le hizo saber sus sospechas, y ella sacude la cabeza.

– Quise hacerlo una y otra vez; quería acercarme a él, pedirle que me hablase, pero nunca lo conseguí. Era como si yo no dijera nada…

– Tal vez no fuese verdad -acabó la frase por ella.

– Exacto. De modo que me sentaba en mi casa, me sentaba en las reuniones del Consejo, me sentaba en los restaurantes, mantenía la boca cerrada y me mostraba casi tan abatida como Donovan.

– ¿Y luego? -La historia ha empezado a atraparme. A pesar de ese alto nivel de resentimiento que intento mantener, el relato está debilitando mi determinación.

Jaycee echa un vistazo al apartamento invadido por la oscuridad.

– ¿Tienes algo de hierba? -pregunta, humedeciéndose los labios con esa lengua lujuriosa.

– Estoy limpio. Y si yo no mastico, nadie lo hace. Lo que quiero saber es dónde encaja tu pequeño número del disfraz.

– A eso voy -dice Jaycee-. Yo estaba dispuesta a romper con Donovan, marcharme del apartamento, seguir con mi vida. SÍ no perdonar, al menos olvidar. Y entonces tuvimos una reunión de urgencia del Consejo.

– Estoy familiarizado con esas reuniones.

– Esta reunión estaba relacionada con Raymond y sus relaciones cada vez más evidentes y abiertas con mujeres humanas. En el grupo había cierta preocupación y, lo admito, yo era una de las voces más activas. Raymond se había estado exhibiendo por toda la ciudad con varias de sus secretarias, algunas conocidas, incluso una o dos profesionales pertenecientes a una destacada agencia de acompañantes, y todo el asunto estaba simplemente… mal. Entretanto, el Consejo estaba buscando alguna manera de cogerle con las manos en la masa para imponerle una jugosa multa…, y estamos hablando de un montón de pasta. Cuarenta, cincuenta millones de pavos era la cifra de la extorsión. Yo no sabía con quién estar más cabreada, si con Raymond o con el Consejo.

»El único problema era cómo cogerle con las manos en la masa. Se decidió que era necesario tener a alguien dentro. Alguien que pudiese conseguir que Raymond diese un paso en falso y nos permitiese estar allí para tener una prueba física del momento.

– Una trampa -digo.

Ella está a punto de corregirme; luego cierra la boca y asiente.

– Sí, una trampa.

– Entonces, en ese momento, fue cuando Jaycee Holden se convirtió en Sarah Archer -digo, comenzando a unir las piezas del rompecabezas.

– Muy bien, detective. Y ahora pasa usted a nuestra ronda de premios.

Ahora que pienso en ello, ciertos elementos de mi investigación se juntan, lo que da un poco más de sentido a todo este asunto. Es asombroso que no lo viese antes, pero es igual que recorrer un laberinto desde la salida hasta la entrada: las curvas y los giros están allí, pero no puedes verlos hasta que ya los has dejado atrás.

– O sea que así fue como pudiste desaparecer con esa facilidad -digo-. Tuviste la ayuda del Consejo.

– Tuve una mínima ayuda del Consejo -me corrige Jaycee-, pero se encargaron de mover algunos hilos. Sólo dos de los otros miembros del Consejo estaban al corriente de que yo era quien… me encargaría del trabajo. El resto pensó que había desaparecido, igual que todos los demás.

– Pero un simple cambio de disfraces no era suficiente, ¿verdad? -digo, pensando en el oficial Tuttle, el amable agente de policía que me perdonó esa desagradable multa por exceso de velocidad en la 405 que me había ganado a pulso-. También tenías que deshacerte de tus glándulas odoríferas.

Jaycee desliza los dedos por la pequeña cicatriz que tiene en un costado del cuello, un claro y serrado río de tejido apenas visible en su piel acanalada.

– Fue la parte más difícil para mí -reconoce-. Tenía un olor que era realmente la hostia.

Intenta una sonrisa, una lánguida, melancólica sonrisa, y por primera vez en más de una hora me encuentro atraído hacia ella en lugar de rechazado por lo que había considerado su traición.

– Miel y caramelos -conjeturo-. Ligero, etéreo.

– Jazmín -dice ella- intenso. Podría entrar en una floristería y jamás me encontrarías. Al menos, no con tu nariz. Pero mi deseo de venganza era más fuerte que el deseo de conservar mi olor, de modo que hicimos que nuestro representante Diplodocus extrajera mis glándulas para que pudiera llevar a cabo mi trabajo encubierto. Era médico y me citó en su consulta a medianoche; sólo él, yo, un bisturí y un montón de gas hilarante.

– ¿Pueden volver a colocártelas? -pregunto-. Me gusta-ría olerte alguna vez.

Ella sacude la cabeza.

– El médico las conservó cubiertas de sangre y vitaminas durante todo el tiempo que pudo, pero los tejidos murieron a los pocos meses. No sabíamos cuánto tiempo me llevaría… seducir a Raymond. Nadie pensó que la aventura amorosa durase tanto. El médico sugirió la colocación de un parche químico que pudiese imitar a la perfección el olor de un dinosaurio, pero yo… yo los había olido antes. Dicen que no puedes descubrir la diferencia, pero se equivocan. Es un olor metálico, sintético. Y no me agrada en absoluto.

»De modo que yo estaba preocupada por mis glándulas odoríferas, sí, pero la idea de acabar con Raymond, a quien yo consideraba un peón en todo este asunto, resultaba demasiado tentadora. Porque si conseguía acabar con Raymond, Judith también caería, y quería verla sufrir como yo había sufrido. ¿Fue algo malo, Vincent, desear que Judith McBride sufriese? ¿Son equivocados esos sentimientos? Me gusta pensar que hice lo que era moralmente correcto. Ojo por ojo, hombre por hombre.

Sacudo la cabeza, asiento, me encojo de hombros… He sentido antes esas punzadas alumbrando mis propias fantasías de venganza, de modo que no puedo negarle a ella esas mismas emociones.

– ¿Y el canto? ¿Ese trabajo aquí en Los Ángeles?

– Es verdad cada palabra. Aquí estoy, con mi olor extirpado, mi disfraz firmemente colocado en su sitio; mi vida anterior es una invención. Falsificamos un lugar de nacimiento, unos cuantos trabajos, todo atado y bien atado, pero cuando no puedes superar las pruebas de aptitud… No sabía escribir a máquina, no sabía Lomar un dictado, ni siquiera sabía cómo se usaba un ordenador. -Levanta los dedos de una mano y los agita en el aire-. Sigo sin saber. Soy bastante inútil, supongo. He pasado la mayor parte de mi vida profesional metida en los vertederos de la política de los dinosaurios, de modo que no había ningún lugar para mí en el mundo humano.