– Por favor, adelante.
– La única fantasía posible, no me viene otra a la mente, es amarte esta noche.
– Pero cómo, ¿a eso lo llamas poco serio? -demuestro aplomo para ganar tiempo.
– Mira, Josefa, tú hablaste de tu foso: ahora te hablaré del pozo mío. Cada vez que esa palabra me viene, pienso en las relaciones humanas. Un pozo sin fondo. El único pozo sin fondo de todos los que hay, sin tope conocido ni especificado, sólo sus aguas viscosas.
– Javier, aquí la escéptica soy yo.
– Vivo atormentado por esa viscosidad. Entonces, cuando me encuentro con la tibieza, la reconozco de inmediato. Y me parece un crimen largarla, dejarla ir.
– La tibieza… no es que abunde, en realidad. Es un lujo raro.
En un minuto se me vinieron encima, como una avalancha, todos los ingredientes que han compuesto mi vida estos últimos años. Se enfrentan a esta tibieza. ¿Son compatibles? Pienso en mis afectos enturbiados, en mis relaciones ya no inocentes, en las envidias, las rabias, las luchas por el poder o el prestigio: por la fama. Detrás vienen el pragmatismo, mi desenfrenado individualismo, mi ambigüedad, mi miedo a disentir, mi autocensura… y todo ello reposa en una aterradora dimensión de mortalidad. (Veo el tedio. Violeta, por primera vez, nunca había tenido tiempo de verlo. Queda tan poco tiempo real. ¿Para qué deseché lo inútil? Total, ¿para qué todo si nos vamos a morir?)
– No te angusties, Josefa Ferrer, y asumamos de una vez este impulso animalesco de los dos. ¿Eso es?
Mentira. Nunca es solamente eso.
– Vamos -le digo.
Los muros de las habitaciones del Santo Domingo tienen un color indescifrable: es blanco, es crema, es cáscara, es mantequilla.
– Apaga la luz -le pedí, con voz de pocas concesiones-. Hace muchos años que no hago el amor con otro y no estoy en edad de hacerlo con la luz prendida.
Javier se rió y la apagó.
Cerré los ojos.
Esa última mañana en Chile. Andrés había salido tan buenmozo, habría querido tocarle una pierna, así, estirar solamente la mano, atravesar la gabardina, sentir sus músculos duros. Sin embargo, otra mano me toca el cuello, baja a mis pechos. ¿Y por qué solamente los muslos de Andrés? ¿Por qué no los de Javier, también duros y hermosos? ¿Cuántos años me restan para que me encuentre añorando salvajemente un cuerpo deseado e imposible, cuánto para que mi mano sea aún bienvenida en la pierna de otro? Dios, ¡el tiempo! Y la dimensión se borra, la extiende otra mano, ponme la mano aquí, Macorina, la que juega con mi pezón, el derecho, el favorito. ¿Cómo podré respirar, tragar, estar viva, cuando por la mañana me contemple en el espejo y no sea capaz de desnudarme esa misma noche frente a un hombre? Son estos músculos, estas piernas las que se cuelan por la cama del Santo Domingo. ¿Qué hice todos estos días, estos largos días, que no supe distinguir como tal ese involuntario desplazamiento de mi deseo? No estiré las manos porque creí que no sabría articularlas: ahora lo sé, y estas piernas están a mi alcance, buscándome, abriéndome. Quiero mirarlo, ver su desnudez mestiza como no he querido ver otra, allá abajo se hace sentir, desnudo este hombre grande y oscuro, ay, que me clave, con la luz apagada, que me atraviese, ojos negros, pene grande y fuerte, lo presiento, incrustarme ahí, ahí abajo donde me llaman las palpitaciones, descerrajándome tomo este cuerpo, no sólo el de Andrés, por qué sólo para el de Andrés si soy múltiple, soy la leche, soy la miel, que me claven fuerte, una enorme espada ensartándome para asegurarme que estoy viva, que me queda tiempo, un girasol, una trompeta de amor, calor, químico el color, aún puedo desbordarme, el derrame hará que la vagina y el alma se me junten, cogida hasta perder el control. Ardo. Me quemo.
18.
En estos días se celebran veinticinco años desde que el hombre pisó por primera vez la luna.
Pero no es estrictamente eso lo que me interesa. Es algo que dicen las noticias sobre el último fragmento de un cometa que se estrellará contra Júpiter. Ayer, o antes de ayer, cuatro fragmentos brillantes se estrellaron contra ese planeta. Tres ya lo habían hecho los días anteriores. El brillo fue tan intenso que saturó los instrumentos de observación. Se generaron resplandores.
Corro donde Violeta.
Escucho el apaciguador ruido de una domesticidad que fluye, que anida. Entro a la cocina. Tierna me informa que Violeta ha ido a San Juan del Obispo a buscar unas telas.
– No tenga pena, volverá para la cena.
Medito sobre la forma en que los guatemaltecos dicen «no se preocupe»: no tenga pena. Yo siento tan cerca la pena, pero no siempre estoy preocupada. La pena es más bonita.
A los veinte minutos aparece Tierna en mi dormitorio con una elegante caja transparente. Dentro hay una flor.
– Es para usted -parece excitada.
– ¿Qué flor es ésta. Tierna? ¡Es una preciosura!
– Es una orquídea, la «monja blanca», nuestra flor nacional.
Espero a que Tierna se retire para abrir el sobre. Me gusta la escritura negra sobre un papel rugoso:
¿Solo así he de irme?
¿Como las flores que perecieron?
¿Nada quedará en mi nombre?
¿Nada de mi fama aquí en la tierra?
¡Al memos flores, al menos canto!
Cantos de Huexotzingo
La firma no va en el papel, veo el nombre de Javier detrás del sobre. Una orquídea por una noche de amor. Al menos flores, al menos canto.
Se cortó la luz. Me acerco al teléfono con temor de que no funcione. (En Antigua siempre falla algo, o la luz, o el agua, o el teléfono -me lo advirtió Violeta-, pero nunca se va todo junto.)
Tomé el teléfono. Había jurado no hacerlo, para eso está Borja que llama, me comunica cuántos gramos ha subido Celeste, qué nueva gracia ha hecho Diego y qué notas se ha sacado en el colegio, cuántos milímetros de agua han caído en ese invierno lejano.
Pero hoy debo hablar yo. Una sola cosa debo decir. Una sola.
– Andrés, nos estamos perdiendo. Fue todo lo que dije.
– Sí -silencio en la línea, su respiración pesada-. ¿Es ese el costo de tu curación? -me pregunta mi marido, a miles de kilómetros de mí.
No respondo.
– ¿Estás mejor? -insiste.
– Sí.
– ¿Crees que puedes volver?
– Tengo miedo.
– Celeste y Diego te necesitan.
Silencio otra vez, confundido con unas voces lejanas.
– No quiero hablar más -es verdad, no es manipulación: no quiero hablar. O hablo de Pamela, de Javier, de Antigua, del amor, de la verdad, o no hablo nada-. Creo que he encontrado la nueva casa del molino, y tú y yo nos estamos perdiendo -no dije más.
Eso ya fue mucho. Corté la comunicación.
¿Deberé vestirme de negro, pintarme de negro, ennegrecer mi palacio y mis cortinajes?
Mi romance va del son al canto. Son las sevillanas esta vez. Me lo encontré tomando café en El Patio, después de la orquídea.
– Oye tú, andaluza, ¿conoces las sevillanas?
– Claro que sí -respondo casi arrogante.
– En la magia de tus ojos siempre me he perdido, no vivo más que en las sombras desde que te he conocido.
Ese vacío que deja el amigo que se va… sevillanas me pueblan, conozco tantas.
– No te vayas todavía -le canto en la más andaluza-. No te vayas, por favor.
Es que esa noche, la primera en el Santo Domingo, el día de la llegada de Bob… La añoranza de Violeta no lo entorpeció todo como yo anticipé. No. Las corrientes subterráneas subieron por nuestros cuerpos hasta evidenciarse indecentes. Pero ese fin de noche -ése- los protagonistas no fuimos nosotros, no. Fue mi control.
¿Sabes lo que hicimos, mexicano mío? ¿Sabes la dimensión de todo lo que rompimos? La fidelidad no es en vano. Tú me dijiste la primera noche: «No quiero forzarte y quebrar algo tan profundo en ti.» Y porque tú entendiste que era profundo, más tarde pude. Pudo tu comprensión a este cuerpo maltrecho y leal. Cuando aquella noche de la añoranza no me hiciste el amor, me dijiste: «Es muy raro encontrarse con la lealtad, es escasa, ¿sabías? Por eso no voy a insistir, es mi regalo.»