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—Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme... —dijo al acostarse—. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Debería tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!...

—¡Ha escrito toda la noche! —cuchichea su mujer con gesto apurado—. ¡Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.

—¡Chist! —se oye a través de la casa—. ¡Chist!

Cirugía

Estamos en un hospital del zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y unos usados pantalones de lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda sostiene un cigarro que despide un humo pestilente.

En la sala de visitas entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito, que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca ante el practicante.

—Ah... Mis respetos —bosteza el practicante—. ¿Qué le trae por aquí?

—Le deseo un buen domingo, Serguei Kuzmich... Tengo necesidad de sus servicios... Con razón se dice, y usted me perdonará, en el Salterio: «Mi bebida está mezclada con lágrimas.» El otro día me disponía con mi vieja a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar un bocado; era como para morirse... Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en una muela y en toda esta parte... ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme, parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué punzadas! He pecado, no observé la ley... Mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado mi vida en la pereza... ¡Por mis pecados, Serguei Kuzmich, por mis pecados! El reverendo padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara; «Tartamudeas, Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas.» Pero ¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche?

—Ya veo... Siéntese... Abra la boca.

Vonmiglásov se sienta y abre la boca. Kuriatin arruga el ceño, mira y, entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una adornada con un resplandeciente agujero.

—El padre diácono me aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha proporcionado ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí: temo a Dios, estamos en Cuaresma...

—Es un prejuicio... —Pausa—. Hay que extraerla, Efim Mijéich.

—Usted sabrá, Serguei Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo... Para eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche... como si fuera nuestro propio padre... hasta el fin de nuestros días...

—Tonterías... —replica el practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del instrumental—. La cirugía es una cosa muy sencilla... todo es cuestión de práctica y de buen pulso... En un instante acaba uno... El otro día, lo mismo que usted, vino el propietario Alexandr Ivánich Eguípetski... También con una muela... Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico... Vivió siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores... Estuvo un buen rato conmigo... «Por nuestro Señor Jesucristo», me suplicaba, «extráigamela, Serguei Kuzmich.» ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es comprender las cosas... Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras con el pie de cabra, otras con la llave... Según los casos.

El practicante toma el pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y coge los fórceps.

—A ver, abra más la boca... —dice, acercándose al sacristán con los fórceps—. Ahora mismo... Es cosa de un momento... Tendré que hacerle una incisión en la encía... efectuar la tracción según el eje vertical... y eso es todo... —Hace la incisión—. Y eso es todo...

—Usted es nuestro protector... Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo iluminó el Señor...

—No hable con la boca abierta... Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que raigones... Pero ésta es cosa de nada... —aplica los fórceps—. Quieto, no se mueva... En un abrir y cerrar de ojos... —Efectúa la tracción—. Lo principal es agarrarla lo más hondo posible —Tira... —Para que la corona no se rompa...

—Padre nuestro... Virgen Santísima... Ay...

—Así no... así no... ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! —Tira—. Ahora... Así, así... La cosa no es tan fácil...

—¡Santos padres!... —grita—. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla?

—Esto de la cirugía... De un golpe no es posible... Ahora, ahora...

Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente... Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando... Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio.

—¡Vaya manera de tirar! —dice con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona—. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo! No veo ni la luz...

—¿Y tú por qué me agarrabas de ese modo? —se irrita el practicante—. Cuando yo tiraba, me empujabas en el brazo y no cesabas de decir estupideces... ¡Imbécil!

—¡El imbécil serás tú!

—¿Crees, mujik, que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! —Remedándole—. «¡No sabes, no sabes!» ¿Quién eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una muela y no protestó para nada... Es un hombre mucho más distinguido que tú; no me agarraba... ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes!