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– Quinto Delio -dijo la reina (Delio no tenía ni idea del significado de la palabra faraón)-, te damos la bienvenida a Egipto.

– Vengo como embajador oficial del imperator Marco Antonio -dijo Delio, y siguió el ritual acostumbrado en estos casos-, y traigo saludos para los dos tronos de Egipto.

– Qué impresionante -dijo la reina, y sus ojos se movieron de una forma siniestra.

– ¿Eso es todo? -preguntó el niño, cuyos ojos aún brillaban más.

– Eh… desdichadamente no, su majestad. El triunviro Marco Antonio requiere tu presencia en Tarsus para responder a unos cargos.

– ¿Cargos? -preguntó el muchacho.

– Se dice que Egipto ayudó a Cayo Casio, y por lo tanto violó el estatus de amigo y aliado del pueblo de Roma.

– ¿Cuál es el cargo? -preguntó Cleopatra.

– Uno muy serio, su majestad.

– Entonces iremos a Tarsus para responder en persona. Ya puedes marchar de nuestra presencia, Quinto Delio. Cuando estemos dispuestos para el viaje te lo haremos saber.

¡Eso fue todo! Ni invitaciones a cenar ni recepciones para que él pudiese presentarse en la corte; sin duda, debería haber una corte, no un monarca oriental, que podría funcionar sin los varios centenares de sicofantas que le decían a él (o ella) lo maravilloso que él (o ella) era. Pero allí estaba Apolodoro, que lo sacó con firmeza de la habitación, al parecer, para librarlo a su fortuna.

– El faraón navegará a Tarsus -dijo Apolodoro-, por lo tanto, tienes dos opciones, Quinto Delio: puedes enviar a tu gente por tierra y viajar con ellos o puedes enviar a tu gente por tierra y navegar a bordo de nuestras naves reales.

«¡Ah! -pensó Delio-. Alguien los avisó de mi llegada. Hay un espía en Tarsus. Esta audiencia no es más que un engaño destinado a ponernos a Antonio y a mí en nuestro lugar.»

– Navegaré -respondió con altivez.

– Una sabia decisión. -Apolodoro se alejó, y Delio se marchó a paso rápido para enfriar su temperamento, muy abusado. ¿Cómo se atrevía? La audiencia no le había dado la oportunidad de valorar los encantos femeninos de la reina ni siquiera de descubrir por sí mismo si el muchacho era realmente el hijo de César. Tenía la impresión de que eran un par de muñecas pintadas, más extrañas que aquella cosa de madera que su hija arrastraba por la casa como si fuese humana.

«El sol calienta. Quizá -pensó Delio- me vendrá bien remar entre las suaves olas de aquella preciosa cala delante de mi palacio.» Delio no sabía nadar -algo extraño para un romano-, pero un chapuzón con el agua hasta los tobillos era inofensivo. Bajó unos escalones de piedra caliza y se apoyó en un peñasco para desabrocharse sus zapatos senatoriales marrones.

– ¿Te apetece un baño? A mí, sí -dijo una voz alegre; la voz de un niño, pero profunda-. Es la forma más divertida de quitarse toda esta porquería.

Sorprendido, Delio se volvió para ver al rey niño, vestido sólo con taparrabos y el rostro todavía pintado.

– Tú nada, yo chapoteo -respondió Delio.

Cesarión caminó en el agua hasta que le cubrió la cintura y luego se tumbó hacia adelante para nadar, moviéndose sin temor hacia aguas profundas. Se zambulló y salió a la superficie con un rostro que era una curiosa mezcla de negro y rojo óxido; luego, abajo y otra vez arriba.

– La pintura es soluble al agua, incluso en sal -dijo el chico, ahora con el agua hasta las caderas, mientras se frotaba el rostro con las dos manos.

Allí estaba César. Nadie podía discutir la identidad del padre después de haber visto al niño. «¿Este muchacho es el que Antonio quiere presentar al Senado y pedir que lo confirme como rey de Egipto? Cualquier romano que hubiera conocido a César y vea a este chico reclutará más adeptos para la causa que el casco de una nave recoge percebes. Marco Antonio quiere eclipsar a Octavio, que sólo puede imitar a César con sus botas de gruesas suelas y sus gestos. Cesarión es real; Octavio, una parodia. ¡Oh, astuto Marco Antonio! Derriba a Octavio mostrándole César a Roma. Los soldados veteranos se derretirán como hielo al sol, y tendrán mucho más poder.»

Cleopatra, que se quitó el regio maquillaje por el método más ortodoxo, un cuenco de agua tibia, se echó a reír.

– ¡Apolodoro, esto es maravilloso! -gritó, y le dio los papeles que había leído a Sosigenes-. ¿Dónde lo has conseguido? -preguntó mientras Sosigenes los leía y se reía.

– A su escriba le gusta más el dinero que las estatuas, hija de Amón-Ra. El escriba hizo una copia adicional y me la vendió.

– Me pregunto si Delio actuaba según las instrucciones recibidas o sencillamente es esto una manera de demostrarle a su amo que se gana su pan.

– Lo último, su majestad -dijo Sosigenes, que se enjugó las lágrimas-. ¡Es tan ridículo! ¿La estatua de Serapis pintada por Nicias? Habían muerto mucho antes de que Bryaxis vertiese el bronce en el molde. También pasó por alto el Apolo de Praxiteles en el gimnasio, «una escultura de poco valor artístico», la denominó. ¡Oh, Quinto Delio, eres un idiota!

– No subestimemos al hombre sólo porque no sepa distinguir a Fidias de una copia en yeso napolitana -dijo Cleopatra-. Lo que su lista me dice es que Antonio está desesperado por tener dinero. Un dinero que yo, por mi parte, no pretendo darle.

Cha'em entró, acompañado por su esposa.

– ¡Tacha, por fin! ¿Qué dice el cuenco de Antonio?

El suave y hermoso rostro permaneció impasible; Tach'a era una sacerdotisa de Ptah, entrenada desde casi su nacimiento a no mostrar sus emociones.

– Los pétalos de loto formaron un dibujo que nunca había visto, hija de Ra. No importa cuántas veces los lancé en el agua, el dibujo siguió siendo el mismo. Sí, Isis aprueba a Marco Antonio para engendrar a tus hijos, pero no será fácil y no ocurrirá en Tarsus, sino en Egipto, sólo en Egipto. Su simiente es demasiado débil, debe alimentarse con los zumos y frutas que fortalecen la simiente del hombre,

– ¿Si el dibujo es tan único, Tacha, mi madre, cómo puedes estar tan segura de lo que dicen los pétalos?

– Porque fui a consultar el papiro sagrado, faraón. Mis lecturas sólo son las últimas en tres mil años.

– ¿Debo rehusar ir a Tarsus? -le preguntó Cleopatra a Cha'em.

– No, faraón. Mis propias visiones dicen que Tarsus es necesario. Antonio no es el dios que vino del oeste, pero tiene algo de su misma sangre. Suficiente para nuestros propósitos, que no son criar un rival para Cesarión. Lo que necesita es una hermana con quien casarse y algunos hermanos, que le serán sus leales subordinados.

Cesarión entró, chorreando agua.

– Mamá, acabo de hablar con Quinto Delio -dijo, y se dejó caer en un diván mientras Charmian corría a buscar toallas.

– ¿Eso has hecho? ¿Dónde has ido? -preguntó Cleopatra con una sonrisa.

Los grandes ojos más verdes que los de César pero carentes de la mirada peculiar de su progenitor se entrecerraron en una expresión divertida.

– Cuando fui a nadar, él chapoteaba. ¿Te lo puedes imaginar? ¡Chapoteando! Me dijo que no sabía nadar, y me confesó que él nunca ha sido un contubernalis en ningún ejército importante. Es un soldado de salón.

– ¿Tuviste una conversación interesante, hijo mío?

– Lo engatusé, si es a eso a lo que te refieres. Sospechaba que alguien nos había advertido de su llegada, pero hasta el momento en que lo dejé estaba seguro de que nos había pillado por sorpresa. Fue la noticia que navegábamos para Tarsus lo que le hizo sospechar. Así que dejé caer que a finales de abril es el momento del año cuando sacamos todos nuestros barcos de los cobertizos, los calafateamos y ejercitamos a sus tripulaciones. «¡Qué encuentro tan afortunado!», dije. Estoy dispuesto a ir en lugar de andar lidiando durante días con los barcos arriba y abajo.