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El resto de colegas sacerdotes estaban presentes, además de todos los lictores de servicio en Roma; el espectáculo de togas a rayas rojas y púrpuras, capas redondas y yelmos de marfil, pontífices y augures con las togas levantadas para cubrir sus cabezas era impresionante.

Los feciales llevaban togas rojo oscuro sobre los torsos desnudos como era la costumbre en los comienzos, y las cabezas también estaban sin cubrir. El verbenarius llevaba hierbas y tierra recogidas en el Capitolio y estaba cerca del pater patratus, cuyo papel estaba limitado al final de la ceremonia. La mayoría de estos largos procedimientos eran declamados en un lenguaje tan antiguo que ya nadie lo comprendía, y por un fecial que había perfeccionado la jerigonza; nadie quería cometer un error, porque incluso hasta el más insignificante suponía realizar de nuevo toda la ceremonia desde el principio. La víctima del sacrificio era un pequeño jabalí que un cuarto fecial mataba con un cuchillo de pedernal más antiguo que Egipto.

Finalmente, el pater patratus entró en el templo y saltó cargado con una lanza con la punta en forma de hoja cuyo astil era negro debido al paso del tiempo. Bajó los diez escalones del primer tramo y se detuvo delante de la pequeña columna con la lanza preparada para lanzarla, su cabeza de plata resplandeciente al frío y brillante sol.

– ¡Roma, tú estás amenazada! -gritó en latín-. Aquí delante de mí hay un territorio enemigo protegido por generales romanos. Declaro que el nombre del territorio enemigo es Egipto. Con el lanzamiento de esta lanza, nosotros, el Senado y el pueblo de Roma nos embarcamos en una guerra santa contra Egipto en las personas del rey y la reina de Egipto.

La lanza dejó su mano, voló por encima de la columna y aterrizó en el iugerum de espacio abierto llamado territorio enemigo. Se había colocado una única bandera, y el pater patratus era un soberbio guerrero; la lanza se clavó, vibrante, con la cabeza hundida en el suelo detrás de la bandera izada. Los presentes arrojaron pequeñas muñecas de lana a la lanza.

De pie a un lado, con el resto del Colegio de Pontífices, Octavio contempló la escena y se sintió complacido. Aquello era impresionante, absolutamente una parte del mos maiorum. Roma estaba ahora oficialmente en guerra, pero no contra un romano. El enemigo era la Reina de las Bestias y Ptolomeo XV César, regentes de Egipto. ¡Sí, sí! Qué afortunado había sido al poder hacer que Agripa fuese el pater patratus, ¿y Mecenas no tenía un magnífico aspecto, aunque un tanto obeso, como verbenarius?

Regresó a casa rodeado por centenares de clientes y, por una vez, disfrutó muchísimo. Incluso los plutócratas -¿por qué los ricos aparentaban ser siempre los menos dispuestos a pagar impuestos?- parecían estar aquel día con él, aunque eso no duraría más allá del primer pago de impuestos. Había concretado los arreglos para el pago de impuestos con los pergaminos ciudadanos, que detallaban los ingresos de cada hombre y eran actualizados cada cinco años. Los censores se ocupaban de este cometido por ley, pero habían tenido una poca participación durante algunas décadas. Incluso la última década el triunviro en Occidente, Octavio, había asumido las tareas de censor y se había asegurado de que los impuestos de cada ciudadano estuviesen al corriente. Pero cobrar este nuevo impuesto era una tarea complicada porque no disponía de grandes locales; sólo el Porticus Minucia en el Campo de Marte.

Pretendía que el primer día de pago fuese algo así como una fiesta. No podría haber alegría, pero sí un ambiente patriótico; las columnatas y los terrenos del Porticus Minucia estaban adornados con banderas rojas con las siglas «SPQR» y carteles con una figura femenina con el pecho desnudo, cabeza de chacal y manos como garras que destrozaban una de esas banderas rojas; otros mostraban a un joven horrible y con aspecto de cretino que llevaba la doble corona y al pie decía: «¿ES ÉSTE EL HIJO DE DlVUS JULIUS? ¡NO PUEDE SER!»

Tan pronto como el sol estuvo bien encima de Esquilino apareció una procesión encabezada por Octavio con todo el esplendor de la toga sacerdotal, la cabeza coronada con laureles en señal de triunfo. Detrás venía Agripa, también coronado, que llevaba el báculo curvo de un augur e iba vestido con la toga roja y púrpura, seguido de Mecenas, Estatilio Tauro, Cornelio Gallo, Messala Corvino, Calvicio Sabino, Domitio Calvino, los banqueros Balbo y Oppio y una legión de los más firmes partidarios de Octavio. Sin embargo, eso era insuficiente para Octavio, que había colocado a tres mujeres entre él mismo y Agripa; Livia Drusilia y Octavia vestían las túnicas de una virgen vestal, algo que ponía a la tercera, Escribonia, un tanto en la sombra. Octavio había hecho mucha alharaca al pagar más de doscientos talentos por su veinticinco por ciento, aunque no se había entregado ninguna bolsa de monedas y sí un trozo de papel, una nota de pago a sus banqueros.

Livia Drusilia se adelantó hacia la mesa.

– ¡Soy una ciudadana romana! -gritó a voz en cuello-, ¡Como mujer no pago impuestos, pero deseo pagar éste porque se necesita para impedir que Cleopatra de Egipto convierta a nuestra amada Roma en un desierto, despoblada de sus habitantes y despojada de su dinero! ¡Para esta causa doy doscientos talentos!

Octavia hizo el mismo discurso y depositó la misma cantidad de dinero, aunque Escribonia sólo pudo dar cincuenta talentos. No tenía importancia; para ese momento, la multitud, cada vez mayor, gritaba con tanto entusiasmo que casi ahogó a Agripa cuando anunció el pago de ochocientos talentos.

Un buen día de trabajo.

Pero no un trabajo tan fino y paciente como el que Octavio y su esposa habían aplicado al redactar el juramento de lealtad.

– ¡Oh! -exclamó Octavio al mirar el juramento original prestado por Marco Livio Druso sesenta años atrás-. ¡Si sólo pudiese atreverme a que la mayoría jurasen ser mis clientes, como hizo Druso!

– Los italianos no tenían patrones por aquel entonces, César, porque no eran ciudadanos romanos. Hoy, todos tienen un patrón.

– ¡Lo sé, lo sé! ¿Cuántos dioses debemos utilizar?

– Sólo Sol Indiges, Tello y Liber Pater. Druso utilizó más, aunque me pregunto por qué utilizó Marte, dado que (en cualquier caso, en aquel momento) no había ningún elemento de guerra.

– Oh, creo que sabía que vendría una guerra -señaló Octavio, con la pluma en alto-. Los lares y los penates, ¿qué te parece?

– Sí. También Divus Julius, César. Reforzará tu posición.

El juramento fue colgado por toda Italia, desde los Alpes hasta el empeine, la punta y el tacón, el día de Año Nuevo; en Roma adornaba la pared de la rostra del foro, el tribunal del pretor urbano, todas las encrucijadas que tenían un santuario a los lares y todos los mercados -de carne, pescado, fruta, verduras, aceite, cereales, pimienta y especias- y espacios dentro de las puertas principales desde Capena hasta Quirinalis.

«Juro por Júpiter Óptimo Máximo, por Sol Indiges, por Tello, por Liber Pater, por Vesta del Hogar, por los lares y penates, por Marte, por Belona y Nerio, por Divus Julius, por todos los dioses y héroes que fundaron y asistieron al pueblo de Roma e Italia en sus luchas que yo tendré por amigos y por enemigos a aquellos que el imperator Cayo Julio César Divi Filius tiene como amigos y enemigos. Juro que trabajaré por el beneficio del imperator Cayo Julio César Divi Filius en la conducción de la guerra contra la reina Cleopatra y el rey Ptolomeo de Egipto, y también trabajaré para el beneficio de todos los otros que presten este juramento, incluso a costa de mi vida, la de mis hijos, la de mis padres y de mi propiedad. Si a través del trabajo del imperator Cayo Julio César Divi Filius la nación de Egipto es derrotada, juro que me uniré a él no como cliente, sino como su amigo. Este juramento lo tomo yo mismo y se lo pasaré a todos los que pueda. Juro fielmente con el conocimiento de que mi fe proporcionará una justa recompensa. Si falto a este juramento, que mi vida, mis hijos, mis padres y mi propiedad me sean arrebatadas. Que así sea, así juro.»