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Publio Canidio fue el único entre los legados que contempló la imperiosa necesidad de llevar la mayor parte de estas reservas de comida y trigo alrededor del Peloponeso por barco, pero Antonio, que estaba de un humor de perros, tardó varios días en aprobar la orden, que primero llegó al este antes de poder ser ejecutada. Y eso llevó tiempo.

Y el problema era que Antonio y Cleopatra no tenían tiempo. Era sabido que al final del invierno y a principios de la primavera las ventajas estarían con aquellos que permanecieran en el lado oeste del Adriático y que nadie en la tienda de mando de Antonio creía que Octavio y sus fuerzas podrían o querrían cruzar el Adriático hasta el verano. Pero aquel año todos los «oses acuáticos, desde el padre Neptuno hasta los lares Permarini, estaban del lado de Octavio. Soplaron fuertes vientos del oeste, tan inusuales como fuera de estación, lo que significaba ventajas para Octavio e inconvenientes para Antonio, que se veía impotente para impedir que Octavio navegase o desembarcase donde quisiese.

Mientras los transpones de tropa cruzaban el Adriático desde Brundisium, Marco Agripa mandó la mitad de sus cuatrocientas galeras para atacar la base de Antonio en Modona. Consiguió una victoria total, sobre todo porque, después de matar a Bogud, hundió la mitad de sus naves y puso la otra mitad a su servicio. Después, Agripa hizo lo mismo con Sosio en Leucas. No obstante, Sosio consiguió escapar. Antonio y Cleopatra estaban absolutamente desabastecidos de trigo y de comida que viniese por mar, no importaba su punto de origen. Así pues, la única manera de alimentar a las fuerzas de tierra y de mar era por tierra, pero Antonio se negó en absoluto a que sus soldados romanos fueran utilizados como bestias de carga o incluso de líderes de las bestias de carga. ¡Que los indolentes egipcios de Cleopatra hiciesen algo por una vez! ¡Que ellos organizasen el transporte terrestre!

Todos los burros y las mulas, en el este del país, fueron requisados y cargados hasta lo máximo tolerado. Pero los capataces egipcios tenían muy poco respeto por los animales: no les daban agua y miraban indiferentes cómo morían mientras las caravanas cruzaban las montañas de Dolopia. En estas circunstancias, los griegos se vieron obligados por millares y a punta de espada a cargar los sacos y ánforas de suministros y caminar las ochenta terribles millas entre el final del golfo de Malis y la bahía de Ambracia. Entre estos desgraciados porteadores había un griego llamado Plutarco que sobrevivió a este padecimiento y, con el transcurso de los años, entretenía a sus nietos con los horribles relatos que suponía cargar aquel trigo a lo largo de ochenta penosas millas.

Para finales de abril, Agripa controlaba el Adriático y todas las tropas de Octavio habían desembarcado sanas y salvas alrededor de Epirote Toryne, a sotavento de Corcira. Después de decidir que Corcira fuese su base naval principal, Octavio avanzó hacia el sur con sus fuerzas de tierra en un intento por sorprender a Antonio en Actium.

Hasta ese momento todas las decisiones erróneas de Antonio habían surgido por el efecto adverso que Cleopatra ejercía sobre sus legados. Pero entonces cometió un error irreparable: reunió a todas las naves que tenía dentro de la bahía de Ambracia, cuatrocientas cuarenta naves incluso después de las pérdidas provocadas por Agripa. Dado el tamaño y la lentitud de sus naves, era imposible, excepto en las condiciones ideales de tiempo, sacar las flotas encerradas en la bahía a través de una boca de menos de una milla de ancho. Mientras Antonio y Cleopatra se veían impotentes, el resto de sus bases cayeron en manos de Agripa: Patrae, todo el golfo de Corinto y el Peloponeso occidental.

Los esfuerzos de Octavio para avanzar rápidamente y sorprender al ejército terrestre de Antonio fracasaron; llovía, el suelo era fangoso y sus hombres enfermaban de resfriado y gripe. En base a los informes de sus exploradores, Antonio y el asesino Décimo Turullio salieron con varias legiones y caballería gálata y derrotaron a las legiones que iban en cabeza; Octavio se vio obligado a detenerse.

Necesitando con desesperación obtener una victoria, Antonio se aseguró que sus soldados lo aclamasen imperator en el campo (por cuarta vez en su carrera) y exageró tremendamente su éxito. Entre las enfermedades y las raciones cada vez más míseras, la moral en sus campamentos era muy baja. Su cadena de mando estaba muy afectada, algo que debía agradecer a Cleopatra. Ella no hacía ningún intento por mantenerse al margen, y recorría la zona regularmente para criticar, comportándose con una helada altivez. Según su forma de ver, ella no hacía nada malo, y aunque su relación con los romanos databa de dieciséis años, aún no había llegado a comprender el concepto de igualitarismo, que no incorporaba ninguna reverencia automática de ningún hombre o mujer, incluso una nacida para llevar la cinta de la diadema. Al culparla por la grave situación en la que se encontraban, los legionarios vulgares le silbaban y le gritaban; también le ladraban, como una jauría de perros. Ella no podía ordenar que fuesen castigados. Los centuriones y los legados, sencillamente, no le hacían caso.

Octavio acampó en un terreno seco cerca de la cabecera norte de la bahía y conectó su gran campamento con la base de suministros de la costa adriática con unas largas fortificaciones. Se llegó a un punto muerto, con Agripa bloqueando la bahía desde el mar y Octavio privando a Antonio de la oportunidad de reubicarse donde el terreno fuese menos pantanoso. El hambre alzó todavía más su terrible cabeza, a la que siguió la desesperación.

Un día, cuando los vientos del oeste dejaron de soplar con tonta constancia, Antonio envió una parte de su flota al mando de Tarcondimoto. Agripa salió de inmediato a su encuentro con sus liburmas y lo atacó. Tarcondimoto murió en el combate; sólo un súbito cambio en la dirección del viento permitió a la mayoría de la flota de Antonio regresar al interior de su prisión. Agripa se extrañó ante el hecho de que la salida había sido comandada por un cliente-rey y que ninguna embarcación llevase tropas romanas, pero interpretó el movimiento como una duda en la mente de Antonio de que pudiese ganar.

La verdad es que era el resultado de las diferencias en los consejos que un desilusionado Marco Antonio todavía mantenía regularmente. Antonio y los romanos querían una batalla terrestre, pero Cleopatra y los clientes-reyes querían una batalla naval. Ambas facciones veían que estaban atrapados en una situación imposible de ganar, y ambas facciones comenzaban a ver que debían abandonar la invasión de Italia y decidirse por regresar a Egipto para reagruparse y plantear una mejor estrategia. Sin embargo, para poder hacer esto, primero tenían que infligir a Octavio una derrota lo suficientemente grande como para permitirse una retirada en masa.

Aún llegaba comida suficiente a través de las montañas para mantener a raya la hambruna, pero tuvieron que repartir raciones pequeñas. En cuanto a esto, Cleopatra sufrió una derrota que rápidamente le puso en contra a los contingentes no romanos: setenta mil hombres. Antonio estaba suministrando raciones más grandes a sus sesenta y cinco mil soldados romanos pero no lo bastante en secreto. La noticia llegó a oídos de los clientes-reyes, que pusieron el grito en el cielo y la odiaron por ello. También consideraron a Cleopatra débil, puesto que no había sido capaz de persuadir u obligar a Antonio a que abandonase esta injusta práctica. El paludismo y las diarreas hicieron estragos en los campamentos mientras avanzaba el verano. Nadie, romano o no romano, había tenido la previsión -o el entusiasmo- de hacer maniobras con las fuerzas terrestres o de ejercitar las fuerzas navales. Casi ciento cuarenta mil hombres de Antonio permanecían ociosos, hambrientos, enfermos y descontentos. Esperaban que alguien en el mando pensase en una manera de salir de la bahía. Ni siquiera clamaban por una batalla, una clara señal de que habían renunciado a la guerra.