Выбрать главу

Un día, Antonio ideó la manera de salir. Abandonó su desesperación y llamó a sus subordinados para darles la explicación.

– Hemos tenido bastante buena fortuna ya que estamos cerca del río Acheron -dijo, y señaló al mapa-. Aquí está Octavio, no tan cerca como nosotros. Tiene que traer agua desde el río Oropus, un largo trayecto desde sus campamentos. La transporta con medios troncos huecos que está reemplazando con cañerías de cerámica. Agripa las trae desde Italia. Pero en este momento su suministro de agua es precario. Así que vamos a cortarle el suministro para obligarlo a retirarse de su actual posición a otra más cerca del Oropus. Por desgracia, la distancia que debemos viajar para conseguir sorprenderlo anula un ataque de infantería a toda escala, al menos al principio.

Continuó, y utilizó el dedo índice derecho para señalar las áreas relevantes, mostrándose muy confiado; el humor en la tienda de mando mejoró, sobre todo cuando Cleopatra guardó silencio.

– Por lo tanto, Deiotaro Filadelfo, te llevarás tu caballería y la caballería tracia (Rhoemetalces será tu segundo) y encabezarás la acción. Sé que tendrás que hacer una larga vuelta alrededor del este de la bahía, pero Octavio no estará vigilando aquella zona ya que está demasiado lejos. Marco Lurio se llevará diez legiones romanas y te seguirá lo más rápido que pueda. Mientras tanto, yo llevaré a la infantería en barcazas a través de la bahía y la haré acampar debajo de los muros de Octavio. No se preocupará mucho, y cuando le ofrezca batalla, no me hará caso. Está muy bien atrincherado como para preocuparse. Cuando tu infantería, Lurio, se encuentre con la caballería de Deiotaro Filadelfo, arrancaréis millas de las cañerías de Octavio y después saquearéis sus almacenes de comida en el norte. En cuanto se entere de lo que está ocurriendo, Octavio levantará el campamento para reubicarlo a lo largo del Oropus. Mientras él esté ocupado con eso (y Agripa lo esté ayudando), nosotros iniciaremos la evacuación hacia Egipto.

La excitación se extendió; era una excelente maniobra, con grandes posibilidades de éxito. Pero el desafecto había crecido desde la noticia de que las tropas romanas estaban mejor alimentadas; un comandante tracio desertó, fue a Octavio y le explicó el plan con todo detalle. Octavio pudo interceptar a la caballería con algunos de sus propios germanos. No hubo batalla. Deiotaro Filadelfo y Rhoemetalces se pasaron de inmediato a Octavio, y luego, unidos a los germanos, fueron a aplastar a la infantería, que dio media vuelta y escapó en dirección a Actium.

Cuando se enteró del desastre, Antonio reunió lo último de su caballería, un contingente gálata bajo el mando de Amintas, y salió en persona para hacer que sus legiones diesen media vuelta. Pero cuando Amintas se encontró con sus colegas y los germanos desertó, y se ofreció a sí mismo y a sus dos mil soldados de caballería a Octavio.

Denotado y desesperado, Antonio se llevó sus legiones de vuelta a Actium, convencido de que no se podía ganar ningún combate terrestre en aquel terrible lugar.

– ¡No sé cómo romper el cerco! -le gritó a Cleopatra, sin un atisbo de esperanza-, ¡Los dioses me han abandonado, y también mi suerte! Si los vientos hubiesen soplado como siempre, Octavio nunca hubiese podido cruzar el Adriático. Pero soplaron a su favor, y deshicieron todos mis planes. ¿Cleopatra, Cleopatra, qué voy a hacer? ¡Se ha acabado!

– Calma, calma -dijo ella con voz suave, y acarició el duro pelo rizado, y notó por primera vez que estaba encaneciendo. ¡Plateado casi de la noche a la mañana!

Ella también había sentido la misma impotencia, un terrible temor a que sus propios dioses, además de los de Roma, habían tomado partido por Octavio. ¿Por qué sino había sido capaz de cruzar el Adriático fuera de la estación adecuada para hacerlo? ¿Por qué sino había sido dotado con un comandante tan grande como Agripa? Pero la pregunta más urgente de todas era: ¿por qué ella no había abandonado a Marco Antonio a su inevitable destino y huido a Egipto? ¿Lealtad? ¡No, desde luego que no! Después de todo, ¿qué le debía ella a Antonio? ¡Él era su herramienta, su títere! ¡Ella siempre lo había sabido! Entonces, ¿por qué ahora ella estaba con él? Él no tenía la capacidad o el valor para indagar qué los unía, nunca los había tenido. Sencillamente, al amarla, él había intentado ser lo que ella necesitaba. «Es Roma -pensó ella mientras le acariciaba los rizos-. Ni siquiera un monarca tan grande y poderoso como Cleopatra de Egipto puede sacar a un romano de un romano. Casi lo conseguí. Pero sólo casi. No pude hacerlo con César, y no puedo hacerlo con Antonio. Entonces, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué, durante estos últimos nundinae, soy cada vez más blanda con él y he dejado de azotarlo?»

Entonces lo comprendió, con el terror de una súbita catástrofe natural como una avalancha, un terremoto, un diluvio: «¡Lo amo!» Lo acunó protectoramente, besó su rostro, sus manos, sus muñecas y, estupefacta, comprendió la identidad de esa nueva emoción que había entrado en ella con tanto sigilo, la había invadido, la había conquistado. «¡Lo amo, lo amo! ¡Oh, pobre Marco Antonio, al final has obtenido tu revancha! Te amo tanto como tú me amas a mí: absoluta e ilimitadamente. Mi amurallado corazón se ha rajado, se ha abierto, para admitir a Marco Antonio, y la cuña que lo hizo fue su propio amor por mí. Él me ha ofrecido su espíritu romano, ha salido a una noche tan negra y densa que no ve más allá de mí. Yo, al aceptar su sacrificio, he llegado a amarlo. Lo que el futuro nos depare es el mismo futuro para ambos. No puedo abandonarlo.»

– ¡Oh, Antonio, te quiero! -gritó ella y lo abrazó.

A medida que avanzaba el verano, los legados abandonaron a Antonio por docenas, los senadores se pasaban a Octavio por centenares. Era tan fácil como cruzar a remo la bahía, porque Antonio, hundido en la desesperación rehusaba detenerlos. Sus súplicas de asilo siempre giraban alrededor de «aquella mujer», la causa de la ruina. Aunque un espía le informó a Cleopatra de una causa curiosa: Rhoemetalces de Tracia fue especialmente ácido en sus críticas a Antonio hasta que Octavio lo interrumpió.

– Quin taces? -dijo con tono seco-. Sólo porque me guste la traición no significa que me gusten los traidores.

Para Antonio, el peor golpe llegó a finales de julio: sin ocultar su odio por Cleopatra -de hecho, proclamándolo con voz ronca-, Ahenobarbo abandonó.

– Ni siquiera por ti, Antonio, puedo soportar otro día a «aquella mujer». Sabes que estoy enfermo, pero probablemente no sabes que me estoy muriendo. Quiero morir en un entorno romano, libre del más mínimo rastro de «aquella mujer». ¡Oh, qué tonto eres, Marco! Sin ella, hubieses ganado. Con ella, no tienes la más mínima posibilidad.

Lloroso, Antonio vio cómo el bote llevaba a Gneo Domitio Ahenobarbo a través de la bahía, para luego enviar todas las posesiones de Ahenobarbo tras él. Las incesantes objeciones de Cleopatra cayeron en saco roto.

Al día siguiente de la marcha de Ahenobarbo, Quinto Delio lo siguió, junto con los últimos senadores.

Y al otro día, Octavio le envió a Antonio una amable carta.

Tu muy devoto amigo, Gneo Domitio Ahenobarbo, murió pacíficamente anoche. Quiero que sepas que le di la bienvenida y lo traté con gran consideración. Tengo entendido que su hijo, Lucio, está casado con tu hija mayor que tuviste con mi hermana Octavia. El matrimonio será honrado, le di a Ahenobarbo mi palabra. Será interesante ver al hijo de una pareja que une la sangre de Divus Julius, Marco Antonio y los Ahenobarbo, ¿no te parece? Un metafórico tira y afloja, dado que los Ahenobarbo siempre se han opuesto a los Julio.