– ¡Lo echo de menos, lo echo de menos! -dijo Antonio mientras las incontenibles lágrimas rodaban por sus mejillas.
– Era mi más tenaz enemigo -replicó Cleopatra con expresión implacable.
En los idus de Sextilis, Cleopatra convocó un consejo de guerra. «¡Qué pocos somos, qué pocos!», pensó mientras ayudaba con mucho cariño a Marco Antonio a sentarse en la silla curul de marfil.
– Tengo un plan -le anunció a Canidio, Poplicola, Sosio y Marco Lurio, los únicos legados superiores que quedaban-. Sin embargo, puede que algún otro también tenga un plan. Así que me gustaría escucharlo antes de hablar. -Su tono era humilde, parecía sincera.
– Yo también tengo un plan -dijo Canidio, muy agradecido de esta inesperada oportunidad de ventilar aquello sin necesidad de convocar él mismo un consejo.
Habían pasado meses desde que había podido hablar con Antonio, que se había convertido en una caricatura de lo que había sido. Culpa de ella, de nadie más. ¡Pensar que una vez él había sido su campeón! Bueno, ya no lo sería nunca más.
– Habla, Publio Canidio -dijo la reina.
Canidio también se veía envejecido, a pesar de su cuerpo atlético y de su amor por el trabajo físico. Sin embargo, no había perdido un ápice de su franqueza.
– Lo primero que debemos hacer es abandonar la flota, y con eso no me refiero a salvar todos los barcos que podamos. Todos los barcos, incluidos los de la reina Cleopatra, deben ser abandonados.
Cleopatra abrió la boca y después la cerró. ¡Que Canidio explicase su ridículo plan y luego atacaría!
– Retiraremos el ejército de tierra a marchas forzadas hasta la Tracia macedónica, donde tendremos espacio para maniobrar, espacio para presentar batallas en el terreno que escojamos. Estaremos en la posición perfecta para reunir tropas adicionales de Asia Menor, Anatolia e incluso Dacia. Podemos utilizar las siete legiones macedónicas, que en este momento se encuentran alrededor de Tesalónica; buenos hombres, Antonio, como tú sabes. Sugiero la zona que hay detrás de Anfipolis, donde el aire es limpio y seco. Este año ha sido lo bastante lluvioso como para asegurar que no habrá tormentas de polvo, como ocurrió cuando luchamos en Filipos. La cosecha estará a punto para cuando lleguemos allí, y será abundante. La marcha dará tiempo para que nuestros soldados enfermos recuperen fuerzas, y la moral subirá con el solo hecho de que estemos abandonando este terrible lugar. Dudo de que Octavio y Agripa puedan marchar a la velocidad de César; Octavio, según he escuchado, se está quedando sin dinero. Bien podría incluso decidir no librar una campaña tan lejos de Italia con el invierno muy cerca y unas dudosas líneas de abastecimiento. Nosotros marcharemos por tierra, mientras que él tendrá que llevar a sus flotas desde el Adriático hacia el alto Egeo. Nosotros no vamos a necesitar flotas, y cerrando la Vía Egnatia, Octavio tendrá que depender de los barcos para el suministro.
Canidio se interrumpió, pero cuando Cleopatra se dispuso a hablar, levantó la mano con un gesto tan autoritario que ella se quedó en el intento. Los demás estaban pendientes de cada una de sus palabras, los muy tontos.
– Su majestad -prosiguió Canidio, que ahora se dirigió a ella-, sabes que he sido tu más firme partidario. Pero ya nunca más. El tiempo ha demostrado que una campaña no es lugar para una mujer, sobre todo cuando esa mujer ocupa la tienda de mando. Tu presencia ha sembrado la discordia, la furia y la oposición de los hombres. Por tu presencia hemos perdido a muchos hombres de valor e incluso un valioso tiempo. Tu presencia ha robado a las tropas romanas su vitalidad, su voluntad de ganar. Tu sexo ha creado tantos problemas que, incluso si fueses un Julio César (cosa que claramente no eres), tu presencia sería una pesada carga para Antonio y sus generales. Por lo tanto, digo con toda firmeza que debes regresar a Egipto de inmediato.
– ¡No haré tal cosa! -gritó Cleopatra, que se levantó de un salto-, ¡Cómo te atreves, Canidio! ¡Es mi dinero lo que ha mantenido esta guerra en marcha, y mi dinero significa yo! ¡No me iré a casa hasta haber ganado esta guerra!
– No has entendido lo que digo, su majestad. Digo que no Podemos ganar esta guerra mientras tú estés aquí. Eres una mujer que intenta llevar las botas militares de un hombre, y no lo has conseguido. Tú y tus caprichos nos han costado mucho, y es el momento de que te des cuenta. ¡Si hemos de ganar, debes marcharte inmediatamente!
– ¡No lo haré! -insistió ella entre dientes-. Es más, ¿cómo puedes sugerir que abandonemos las flotas? ¿Han costado diez veces más que el ejército de tierra, y quieres que se las demos a Octavio y a Agripa? ¡Eso equivale a darles todo el mundo!
– No he dicho que se las entregaremos al enemigo, majestad. Lo que sugería (pero que ahora diré con toda claridad) es que las quememos.
– ¿Quemarlas? -Ella se llevó las manos a la garganta, y aquel nudo se hacía cada vez más grande-. ¿Quemarlas? ¿Todos aquellos árboles, todo aquel trabajo, todo aquel dinero verlo convertido en humo? ¡Nunca! ¡No, no y no! ¡Tenemos más de cuatrocientos quinquerremes en condiciones de combatir y muchos más transportes que ésos! ¡No nos queda caballería, idiota! ¡Eso significa que el ejército de tierra no está en posición de combatir; está completamente paralizado! ¡Si hay algo que abandonar que sea la infantería!
– Las batallas en tierra las decide la infantería, no la caballería -dijo Canidio, poco dispuesto a ceder ante aquella loca y su pasión por obtener el valor de su dinero-. Quemaremos las flotas y marcharemos a Anfipolos.
Antonio permaneció en silencio mientras se libraba aquella batalla verbaclass="underline" Cleopatra sola contra Canidio, respaldado por Poplicola, Sosio y Lurio. Lo que decían parecía zumbar, flotar, brillar y desvanecerse. «Irreal», pensó Antonio.
– ¡No regresaré a casa! ¡No quemarás mis flotas! -gritaba ella, y la espuma saltaba por la comisura de sus labios.
– ¡Vete a casa, mujer! ¡Debemos quemar las flotas! -gritaban los hombres, los puños apretados, algunos agitándolos contra ella.
Por fin, Antonio salió de su ensimismamiento; una mano golpeó la mesa, que resonó.
– ¡Callaos todos! ¡Callaos y sentaros!
Se sentaron, temblando de rabia y frustración.
– No quemaremos las flotas -dijo Antonio con voz cansada-. La reina tiene razón, debemos salvarlas. Si quemamos todas nuestras naves, no habrá nada entre Octavio y el extremo oriental del Mare Nostrum. Egipto caerá porque Octavio sencillamente pasará junto a nosotros en Anfipolis. Navegará directamente hacia Egipto, y Egipto caerá porque nosotros no podremos llegar allí antes si vamos por tierra. ¡Pensad en las distancias! Hay mil millas hasta Helesponto, otras mil millas a través de Anatolia y mil millas más hasta Alejandría. Quizá César podría recorrerlas en tres o cuatro meses, pero sus tropas morirían por él, mientras que las nuestras se cansarían de las marchas forzadas en un mes y desertarían.
Su argumento era indiscutible; Canidio, Poplicola, Sosio y Lurio se rindieron, mientras que Cleopatra permanecía con la mirada baja y sin ninguna expresión de triunfo. Por fin comprendió que era su sexo lo que esos locos no toleraban, que no era su condición de extranjera ni su dinero. Todo su odio era por ser una mujer. A los romanos no les gustaban las mujeres, y por eso las dejaban en casa incluso si no hacían otra cosa más importante que ir a alojarse en una villa en el campo. Finalmente tenía la respuesta al acertijo.
– No sabía que era mi sexo -le dijo a Antonio después de que sus cuatro generales se hubiesen marchado, sin dejar de protestar, pero convencidos de que tenia razón-. ¿Cómo he podido estar tan ciega?
– Oh, porque tu propia vida nunca ha levantado ese velo.