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La carrera acabó en empate. Ninguno de los dos bandos consiguió hacer que el otro virase contra viento. En cambio, las dos escuadras finales se enzarzaron en un combate. El Antonia y la nave insignia de Agripa, Divus Julius, fueron los primeros en entrar en acción, y en cuestión de minutos seis pequeñas liburnas habían sujetado con garfios al Antonia y lo arrastraban. Cuando tuvo tiempo para mirar, Antonio vio que diez de sus galeras también estaban en problemas, sujetas por las libaras. Algunas ardían, y poco importaba que no pudiesen ser embestidas con los espolones y hundidas cuando el fuego podía hacer esa misma labor. Los soldados de las seis liburnas comenzaron a saltar como lapas a la cubierta del Antonia; Antonio decidió abandonar la nave. No obstante, aún tuvo tiempo para contemplar cómo Cleopatra y sus transportes habían salido de la bahía y navegaban hacia el sur a vela, ayudados por el fuerte viento del noreste. Un salto a la barca y se marchó, moviéndose entre las liburnas en una embarcación famosa por su velocidad.

Nadie a bordo del Divus Julius advirtió la presencia de la barca, a media milla de distancia para el momento en que el Antonia se rindió. Lucio Gelio Poplicola y las otras dos escuadras situadas a la derecha de Antonio se apresuraron a rendirse sin presentar combate, mientras que Marco Lurio, al mando del contingente del centro, viró sus naves y remó de vuelta a la bahía. En el extremo sur de su línea de combate, comandado por Cayo Sosio, las naves colocadas a la izquierda de Antonio siguieron el ejemplo de Lurio.

Fue una debacle, una batalla ridícula. Con más de setecientas naves en el mar, se habían enfrentado entre ellas menos de veinte.

Era tan increíble aquello que, de hecho, Agripa y Octavio estaban convencidos de que ese final del enfrentamiento era una trampa, que, por la mañana, Antonio emplearía alguna otra táctica. Por lo tanto, aquella noche la flota de Agripa permaneció a la espera en el mar, y perdió toda oportunidad de alcanzar a Cleopatra y a los cuarenta mil soldados romanos.

Cuando al día siguiente no se produjo ninguna estratagema inteligente, Agripa fue hasta Comarus y él y Octavio fueron a ver a los cautivos.

De Poplicola se enteraron de la sorprendente verdad: que Antonio había desertado de su puesto de mando para seguirá la fugitiva Cleopatra.

– ¡Todo es culpa de «aquella mujer»! -gritó Poplicola-. ¡Antonio nunca tuvo la intención de luchar! Tan pronto como el Antonia se rindió, saltó por la borda a una barca y salió a toda velocidad para reunirse con Cleopatra.

– ¡Imposible! -gritó Octavio.

– Te lo juro, yo mismo lo vi. Cuando lo vi., pensé, ¿Por qué voy a poner en peligro a mis soldados y tripulaciones? Rendirse de inmediato me pareció más honorable. Espero que tomes buena nota de mi buen sentido común.

– Lo pondré en tu memorial -dijo Octavio con un tono divertido, y le ordenó a sus germanos-: Quiero que lo ejecuten inmediatamente. Ocupaos de ello.

Sólo Sosio se libró de este destino; Arruntio intercedió por él, y Octavio le escuchó.

Canidio había intentado persuadir al ejército de tierra para que atacase el campamento de Octavio, pero nadie, salvo él, quería luchar. Tampoco las tropas querían levantar el campamento y marchar hacia el este.

El propio Canidio desapareció mientras los representantes de las legiones negociaban una paz con Octavio, que envió a los reclutas extranjeros a sus casas y buscó tierras en Grecia y Macedonia para los romanos.

– No quiero que ni uno solo de vosotros contamine Italia con vuestras historias -le dijo Octavio a los representantes de las legiones-. La clemencia es mi política, pero nunca volveréis a casa. Sed como vuestro amo Antonio y aprended a amar a Oriente.

Cayo Sosio tuvo que hacer el juramento de alianza, y fue advertido de que nunca debía contradecir la versión «oficial» de Octavio de lo ocurrido en Actium.

– Te he perdonado con una condición: silencio durante todo el camino hasta la pira. Recuerda que la puedo encender en cualquier momento.

– Necesito dar un paseo -le dijo Octavio a Agripa dos nundinae después de Actium-, y quiero compañía, así que no pongas ninguna excusa. Todo está en marcha, y no se te necesita.

– Tú vienes antes que cualquiera y cualquier cosa. ¿Adónde quieres ir a caminar?

– A cualquier parte menos aquí. El hedor de la mierda, los orines y tantos hombres es insoportable. Lo soportarla mejor si hubiese un poco de sangre, pero no la hay. ¡La batalla sin sangre de Actium!

– Entonces cabalguemos primero en dirección al norte hasta que estemos lo bastante lejos de Ambracia para respirar.

– ¡Una excelente idea!

Cabalgaron durante dos horas, cosa que los llevó más lejos de la bahía de Comarus, donde se acababan los bosques. Agripa se detuvo junto a un arroyo resplandeciente al sol.

Pasaba sobre un lecho de rocas con olas de espuma, y el terreno musgoso emanaba un dulce olor a tierra.

– Aquí -dijo Agripa.

– Aquí no podemos caminar.

– Lo sé, pero allí hay dos preciosas rocas. Podemos sentarnos cara a cara y hablar. Hablar, no caminar. ¿No es eso lo que de verdad quieres hacer?

– ¡Bravo, Agripa! -Octavio se rió mientras se sentaba-. Tienes razón, como siempre. Aquí hay paz, soledad y se puede reflexionar. La única fuente de turbulencia es el arroyo, y es una melodía.

– Traje un odre de vino aguado, de aquel falerno que te gusta.

– ¡El fiel Agripa! -Octavio bebió y después le pasó el odre a su amigo-. ¡Perfecto!

– Venga, suéltalo, César.

– Al menos, estos días no perjudican mi asma. -Exhaló un suspiro y estiró las piernas-. La batalla sin sangre de Actium; diez naves enemigas atacadas de cuatrocientas, y sólo dos de ellas incendiadas hasta hundirse. Quizá cien muertos, si es que hubo tantos. ¿Para esto he cobrado impuestos del veinticinco por ciento a los pueblos de Roma e Italia, el segundo año de contribución que se está cobrando ahora mismo? Seré maldecido, quizá incluso destrozado cuando todo lo que pueda mostrar por su dinero es una batalla que no fue una batalla. ¡Ni siquiera puedo presentar a Marco Antonio o a Cleopatra! Me aventajaron, huyeron. Y yo, como un tonto, pensé mejor de Antonio, y permanecí a la espera para derrotarlo en lugar de salir en su persecución.

– Venga, César, eso ya está hecho y acabado. Te conozco, y eso significa que conseguirás convertir Actium en un triunfo.

– Me he estado torturando la mente durante días, y quiero explicarte mis ideas porque tú me responderás con sinceridad. -Recogió una serie de cantos rodados y comenzó a disponerlos sobre la piedra donde estaba sentado-. No veo otra alternativa que la de exagerar deliberadamente Actium para convertirlo en algo que el propio Homero desearía cantar. Las dos flotas se enfrentaron como titanes, chocaron en toda la línea de combate de norte a sur. Es por eso que Poplicola, Lurio y el resto perecieron. Sólo Sosio sobrevivió. Dejemos que Arruntio crea que sus súplicas salvaron a Sosio; ahora ya sabes que no fue así. Antonio luchó heroicamente a bordo del Antonia y ya ganaba su parte de la batalla cuando, por el rabillo del ojo, advirtió que Cleopatra, traicioneramente, abandonaba la batalla y a él. Aún había tanta droga en su cuerpo que de pronto lo dominó el pánico, saltó a una barca y partió tras ella como un perro enamorado detrás de una perra en celo. Muchos de sus almirantes lo vieron ir tras Cleopatra, llamándola -Octavio levantó su voz en un falsete-: «¡Cleopatra, no me abandones! ¡Te lo ruego, no me abandones!» Los cadáveres flotaban por todas partes, el mar estaba del color tinto de la sangre, y había mástiles y velas enredados en el agua, pero la barca llevaba a Marco Antonio a través de esta carnicería tras la estela de Cleopatra. Tras eso, los almirantes de Antonio abandonaron la resistencia. Y tú, Agripa, incomparable en el combate, aplastaste a tus adversarios.