– Hasta ahora funciona -dijo Agripa, y bebió un trago del odre-. ¿Qué pasó después?
– Antonio llega a la nave de Cleopatra y sube a bordo. Perdona el cambio al presente; siempre me ayuda cuando estoy bordando algo cuya verdad nunca se sabrá -dijo el maestro de los bordados-. Pero, de pronto, vuelve a los sentidos, ve en su mente el desastre que ha dejado atrás. ¡Le enseñaré al irrumator por acusarme de cobardía en Filípos! Ahora es su turno; ve el desastre que ha dejado atrás con tanta cobardía. Clama de angustia, se quita su paludamentum por encima de la cabeza y permanece sentado en la cubierta durante tres días sin moverse. Cleopatra le da antídotos, le suplica que baje a su camarote, pero él no se quiere mover, demasiado derrumbado ante su cobardía. ¡Miles de hombres muertos y él es el responsable!
– Suena como uno de esos horribles poemas épicos que compran las muchachas -opinó Agripa.
– Sí, así es. Pero ¿apostarías por que toda Roma e Italia no se lo creen?
– No soy tan tonto. Lo compraría incluso en papel caro. En cuanto Mecenas le agregue unas cuantas frases floridas será impecable.
– Desde luego tendrá que servir para frenar el resentimiento contra mí por haber ido a la guerra. A la gente le gusta recibir algo a cambio de su dinero.
– Un tema espinoso, César. ¿Cómo harás para pagar tus deudas? Ahora que Cleopatra ha sido derrotada no tienes excusa para continuar cobrando tus impuestos. Sin embargo, mientras ella viva no tendrás paz. Se estará armando para otra intentona, esté Antonio con ella o no. Es el supuesto hijo de Divus Julius el que ella quiere que gobierne el mundo, no Antonio. Así que, ¿el dinero?
– Me dispongo a exprimir a los clientes-reyes de Antonio hasta que se pongan morados y los ojos se les salgan. Finalmente, invadiré Egipto.
Agripa miró al sol entre los árboles y se levantó.
– Es hora de volver, César. No queremos que nos sorprendan aquí en la oscuridad. Según Ático (y él debe de saberlo), el bosque está lleno de osos y lobos.
Trescientas naves de guerra de Antonio no sufrieron daños, aunque todos los transportes de tropas se habían ido con Cleopatra. Al principio, Octavio había pensado en quemarlas todas. Se había enamorado de las letales y pequeñas liburnas, y estaba convencido de que todas las futuras guerras navales se librarían con liburnas. Los enormes quinquerremes eran obsoletos. Luego decidió retener sesenta de los leviatanes de Antonio como una medida contra la piratería, que comenzaba a crecer en el extremo occidental del Mare Nostrum. Los envió a Forum Julii, la colonia marítima de veteranos de César en la costa donde la provincia gala se encontraba con Liguria. Los demás fueron embarrancados y quemados dentro de Ambracia, y dieron tal número de espolones que muchos de ellos también tuvieron que ser quemados. Los más imponentes fueron guardados para adornar una columna delante del templo de Divus Julius en el foro romano, pero los otros fueron enviados a través de Italia para recordarles a los contribuyentes que la amenaza había sido muy real.
Agripa debía regresar a Italia y comenzar a aplacar a los veteranos, quienes en los últimos años se habían vuelto truculentos después del servicio que había supuesto una gran victoria. El Senado también fue enviado a casa, y se marchó agradecido; no había sido una cómoda estancia en ultramar, incluso para aquellos que habían poblado el Antisenado de Antonio. La clemencia estaba a la orden del día; una vez ejecutados los almirantes de Antonio, el indiscutible gobernante de Roma anunció que sólo tres hombres todavía en fuga serían decapitados: Canidio, Décimo Turullio y Casio Parmensis, estos dos últimos porque eran los dos asesinos de Divus Julius que aún vivían.
Octavio pensaba marchar con sus legiones por tierra a Egipto y visitar a los clientes-reyes a su paso. Pero no pudo ser. Llegaron frenéticos avisos desde Roma para informar que Marco, el hijo de Lépido, estaba complotando para usurpar el poder. Después de haber puesto en marcha a sus legiones hacia el este, al mando de Estatilio Tauro, Octavio se enfrentó a las galernas de invierno en el Adriático y regresó a Italia. La travesía fue peor que la que tuvo lugar aquel memorable día tras el asesinato de Divus Julius, pero ahora el asma había dejado de molestarle, por lo que Octavio lo soportó razonablemente bien. Desde Brundisium viajó por la Vía Apia hacia Roma a todo galope en un carro de cuatro mulas, y dobló por la Vía Latina en Teanum Sidicinum para evitar los insalubres pantanos pontinos. Llegó allí en un nundinum, y se encontró que había sido un viaje en vano. Cayo Mecenas había acabado con la insurrección incluso antes de que Agripa llegase. Marco Lépido y su esposa, Servilia Vatia, se suicidaron.
– Qué extraño -le dijo Octavio a Mecenas y Agripa-. Servilia Vatia estuvo una vez casada conmigo.
Era verdad que los veteranos estaban inquietos y hablaban de revueltas. Octavio se ocupó de ellos mediante una caminata sin miedo a través de los grandes campamentos alrededor de Capua vestido con una toga y una corona de laureles en la cabeza. Sin dejar de sonreír y de saludar y de proclamar a viva voz su valor y lealtad a todos aquellos que podían escucharlo, buscó a los hombres adecuados y se sentó con ellos, dispuesto a una dura negociación. Como los representantes de las legiones eran siempre los hombres menos brillantes de las tropas, y tan haraganes como codiciosos, habló de dinero y tierra.
– Dentro de siete u ocho años, la tierra ya no será parte de la paga de retiro de un veterano -dijo-, así que agradeced que todos los que estáis hoy aquí recibiréis buena tierra. Estoy creando un aerarium militar, un tesoro separado y distinto del que hay debajo del templo de Saturno en Roma. El Estado pondrá dinero en él y ese dinero será invertido al diez por ciento. Los soldados también contribuirán. En este momento, mis contables están calculando cuánto dinero se necesitará para mantenerse solvente incluso mientras se pagan las pensiones. Serán pensiones generosas, acompañadas por una gratificación determinada por la hoja de servicios.
– ¡Minucias para el futuro! -dijo Tornatio, el jefe del grupo, con estudiada rudeza-. Estamos aquí para recibir tierras y grandes bonificaciones al contado; ahora, César.
– Sé que es así -replicó Octavio cordialmente-, pero no estoy en posición de complaceros hasta que vaya a Egipto y denote a la Reina de las Bestias. Es allí donde está di botín que os dará lo que reclamáis. -Levantó una mano-. ¡No, Tornatio, no! No sirve de nada discutir, y mucho menos de manera agresiva. En este momento, Roma y yo no tenemos un sestercio para daros. Mientras estéis en el campamento recibiréis comida y estaréis cómodos, pero si alguno de vosotros se dedica al pillaje, seréis tratados como traidores. ¡Esperad! ¡Tened paciencia! Vuestras recompensas llegarán, pero todavía no.
– Eso no es suficiente -afirmó Tornatio.
– Tendí a que serlo. Enviaré edictos a todos los pueblos y ciudades en Campania en estos términos: que si cualquier grupo de soldados intenta saquearlos, el Senado y el pueblo de Roma tomarán todas las medidas de represalia necesarias. No soportarán a los soldados rebeldes, Tornatio, y dudo de que tengas la suficiente influencia con todos los legionarios como para montar una rebelión a toda escala.
– Es un farol -murmuró Tornatio.
– No, no es así. Estoy enviando edictos a todos los campamentos alrededor de Capua incluso mientras hablamos. Informarán a los hombres de mi situación y les pedirán que sean pacientes. En su conjunto, la mayoría de los hombres son razonables. Comprenderán mi oferta.
Tornatio y sus colegas aceptaron y permanecieron callados al comprender que el grueso de los soldados estaban dispuestos a esperar los dos años que pedía Octavio.
– ¿Has tomado sus nombres? -le preguntó a Agripa.
– Por supuesto, César. Desaparecerán discretamente.