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– Había esperado que pudieses quedarte en casa -le dijo Livia Drusilia a su marido.

– No, querida, ésa nunca fue una posibilidad. No puedo dejar que Cleopatra comience a armarse. Incluso ahora que el Senado está de regreso estoy a salvo contra la insurrección. Una vez que las tropas de Capua comprendan que sus representantes, de alguna manera, nunca vuelven a sus filas, se comportarán. Además, con Agripa de visita en Capua regularmente, ningún ambicioso senador podrá reunir un ejército.

– Las personas comienzan a acostumbrarse a tenerte al frente de Roma -comentó ella con una sonrisa-. Incluso he escuchado a algunas decir que les traes buena suerte, que has conseguido, contra toda probabilidad, mantenerlos a salvo: primero Sexto Pompeyo, ahora Cleopatra. A Antonio apenas si se le menciona.

– No tengo idea de dónde está, porque no está en Alejandría con «aquella mujer».

Un misterio que se resolvió pocos días más tarde cuando llegó una carta de Cyrenaica de Cayo Cornelio Gallo.

En el momento en que llegué a drene, Pinario me rindió su flota y sus cuatro legiones. Había recibido órdenes de Antonio de marchar al este a través de Libia a Paraetonium, pero al parecer no le agradó la idea de mudar a Cato Uticensis y de recorrer centenares de millas a lo largo de una costa desierta. Así que se quedó allí. Cuando me mostró las órdenes de Antonio, comprendí por qué no había marchado. Antonio quiere una sonora batalla, aún no ha terminado. He pedido transportes, César, y una vez que lleguen cargaré las legiones a bordo para un viaje a Alejandría, escoltadas por la flota de Pinario. Aunque no antes de la primavera, y no antes de recibir aviso de tu parte sobre cuándo comenzar. Ah, se me olvidaba decirte que Antonio tiene la intención de reunirse con Pinario y sus fuerzas en Paraetonium.

– El típico poeta -protestó Agripa-. Ni pizca de lógica.

– ¿Cómo está Atica? -preguntó Octavio para cambiar de tema.

– Muy mal, desde que su tata se lanzó sobre su espacia. Es curioso. Se comporta más como su viuda que como su hija. No come, bebe demasiado, descuida a la pequeña Vipsania como si no le gustase la niña. La mantengo vigilada porque no quiero que se corte las venas en el baño. Su dinero lo recibiré yo. He intentado convencerla para que se lo deje a Vipsania; tú no tendrías ningún problema en conseguir una excepción de la lex Voconia de mulierum hereditatibus, pero ella se negó. Sin embargo, si algo le ocurre a ella, le daré a Vipsania su fortuna como dote.

Así fue cómo Octavia heredó otra niña más; Ática se envenenó y murió en agonía tres días más tarde de que Agripa hablase de ella a Octavio, que dejó a su hermana la tutela de Vipsania. Hombre de palabra, Agripa transfirió a la niña la fortuna de Ática, algo que la convirtió en una presa matrimonial muy apetecible.

Octavio había descubierto en sí mismo un amor por los niños que, si bien no se podía equiparar con el de Octavia, era fuerte y protector. Cuando Antillo intentó escapar y fue traído de regreso no fue castigado. Cada vez que Octavio estaba en la casa para cenar, todos los niños participaban de la comida. Desde la incorporación de Vipsania eran doce, y Octavia no había exagerado cuando le había dicho a su hermano que necesitaría otro par de manos maternas.

Para Livia Drusilia era el momento de planear con quién se casaría cada niño; arrinconó a Octavio y lo obligó a escuchar.

– Por supuesto, Autillo y tullo tendrán que buscar esposa en otra parte -dijo con aquella expresión positiva y competente en su rostro que le decía a Octavio que no debía discutir-. Tiberio puede casarse con Vipsania. Su fortuna es inmensa, y a él le gusta.

– ¿Qué hay de Druso?

– Tonilla. Se gustan el uno al otro. -Carraspeó y adoptó una expresión severa-. Marcelo debería casarse con Julia.

Octavio frunció el entrecejo.

– Son primos hermanos, Livia Drusilia. Divus Julius no aprobaba el casamiento de primos hermanos.

– Tu hija, César, es una reina sin corona. No importa quién sea su marido, si no es parte de la familia será una amenaza para ti. Aquel que se case con la hija de César es tu heredero.

– Tienes razón, como siempre. -Él exhaló un suspiro-. De acuerdo, que sean Marcelo y Julia.

– Antonia ya tiene prometido: Lucio Ahenobarbo. No es el matrimonio que yo hubiese escogido, pero ella estaba en la mano de su padre cuando se redactó el contrato de matrimonio, y tú prometiste hacerle honor.

– ¿Qué hay de la hija de Atia, Marcia?

Él aún detestaba pensar en ella y en la traición de su madre.

– Eso te lo dejo a ti.

– Entonces se casará con un don nadie, si es posible, un provinciano. Quizá incluso un simple socius. Después de todo, Antonio casó a una hija con un socius, Pitodoro de Tralles, Eso nos deja a Marcela.

– Para ella he pensado en Agripa.

– ¿Agripa? ¡Si tiene edad suficiente para ser su padre!

– ¡Eso lo sé, tonto! Pero ella está enamorada de él, ¿no te has dado cuenta? Sueña y suspira y se pasa todo el día mirando el busto de él que compró en el mercado.

– No durará. Agripa no es adecuado para una joven.

– Gerrae! Ella es morena, Ática era gris; ella tiene curvas, Ática era angulosa; ella es preciosa, Ática era muy poco distinguida. Además, lo elevará al rango de primera familia de Roma, donde pertenece. ¿De qué otra manera podría llegar allí?

Antonio sabía cuándo estaba derrotado.

– Muy bien, querida. Marcela se casará con Agripa. Pero no hasta que cumpla los dieciocho, por lo tanto, le queda otro año para desenamorarse de él. Si lo hace, Livia Drusilia, el matrimonio no tendrá lugar, así que no lo mencionaremos por el momento. ¿Está claro?

– Perfectamente -susurró ella.

Corto de dinero pero confiado en poder conseguir algo de los clientes-reyes, Octavio viajó a Éfeso, y llegó allí en mayo, al mismo tiempo que sus legiones y la caballería.

Todos los clientes-reyes estaban allí, incluido Herodes, que derrochaba encanto y virtud.

– Sabía que ganarías, César, y es por eso que resistí todos los halagos y amenazas -dijo, más gordo y con más aspecto de sapo que nunca.

Octavio lo miró con expresión divertida.

– Oh, nadie puede negar que eres un tipo listo. ¿Supongo que querrás recompensas?

– Por supuesto, pero ninguna que no beneficie a Roma.

– Nómbralas.

– Los jardines de bálsamo de Jericó, los yacimientos de bitumen de Palus Asphaltites, Galilea, Idumea, ambos lados del Jordán y la costa del Mare Nostrum desde el río Eleutero hasta Gaza.

– En otras palabras, toda la Siria Coele.

– Sí. Pero tu tributo será pagado el día que corresponda, y mis hijos y nietos serán enviados a Roma para ser educados como romanos. Ningún cliente-rey es más leal que yo, César.

– O más astuto. De acuerdo, Herodes, acepto tus términos.

A Arquelao Sisenes, cuyas contribuciones a Antonio nunca se habían materializado, se le permitió tener Capadocia y se le dio Cilicia Tracheia, una parte del territorio de Cleopatra. Amintas de Galacia conservó Galacia, pero Paflagonia fue incorporada a la provincia romana de Bitinia, mientras que Pisidia y Licaonia lo fueron a la provincia de Asia. Polemón de Pontus, que había conseguido proteger las fronteras orientales contra los medos y los partos, también conservó su reino, ampliado para incluir Armenia Parva.

Ninguno de los demás tuvieron la misma suerte, y algunos perdieron sus cabezas. Siria sería una provincia de Roma hasta las nuevas fronteras de Judea, pero las ciudades de Uro y Sidón se vieron libres de una supervisión directa a cambio de tributo. Malcho de Nabatea perdió el bitumen, pero nada más; a cambio de lo que Octavio veía como una indulgencia, Malcho debía vigilar a las flotas egipcias en el Sinus Arabicus y ocuparse de cualquier actividad inusual.