Chipre fue añadida a Siria, Cyrenaica, Grecia, Macedonia y Creta, El territorio de Cleopatra se había reducido exclusivamente a Egipto. En junio, Octavio y Estatilio Tauro embarcaron al ejército con destino a Pelusium, la entrada a Egipto. El viento del sur tardó en venir, así que la navegación fue lenta. Cornelio Gallo debía acercarse a Alejandría desde Cyrenaica. Todo estaba en marcha para la derrota final de Cleopatra, la Reina de las Bestias.
XXVII
Antonio y Cleopatra acabaron navegando juntos a Paraetonium. Aún no había bajado del Cesarían cuando Casio Parmensis subió para decirles que los soldados, que viajaban muy apretados en las naves, estaban bebiendo agua mucho más rápido de lo que el prefecto había estimado. Por lo tanto, toda la flota tendría que fondear en Paraetonium para llenar los barriles.
El humor de Antonio era mejor de lo que Cleopatra había esperado; no había ninguna señal de aquella gris melancolía en la que había caído durante aquellos últimos meses en Actium, ni tampoco tenía la derrota en su mente.
– Tú espera, amor mío -le dijo jovialmente mientras las flotas se preparaban para zarpar de Paraetonium con los barriles de agua a tope y los estómagos de los soldados llenos de pan, algo de lo que no se disponía en el mar-. Tú espera. Pinario no puede estar muy lejos. En el momento que llegue, Lucio Cinna y yo te seguiremos a Alejandría. Por mar. Pinario tiene la suficiente capacidad para transportar a sus veinticuatro mil hombres y una buena flota para aumentar la de Alejandría.
Le dio un fuerte beso en la boca y se marchó a esperar en Paraetonium hasta que Pinario apareciese.
Sólo la separaban doscientas millas de Alejandría y de Cesarión; ¡cuánto los había echado de menos Cleopatra! «Aún no está todo perdido -se dijo a sí misma-; aún podemos ganar esta guerra.» Ella comprendía que Antonio no era un almirante, pero en tierra creía que tenía una posibilidad. Marcharían a Pelusium y allí derrotarían a Octavio, en la frontera de Egipto. Entre los soldados romanos y su ejército egipcio dispondrían de cien mil hombres, más que suficientes para aplastar a Octavio, que no conocía la disposición del terreno. Debería ser posible dividir su fuerza en dos y derrotar a cada mitad en batallas separadas.
No obstante, ¿cómo combatiría la indignación que se había instalado entre los alejandrinos? Aunque en los últimos años se habían mostrado más tratables, ella conocía la volatibilidad de Antonio, y temía un alzamiento si su reina entraba en la bahía como una mujer derrotada, sin la compañía de sus flotas egipcias, como un ejército romano refugiado. Así que, antes de que apareciese a la vista la ciudad, llamó a sus capitanes y a los legados de Antonio y les dio breves órdenes, y unió sus esperanzas al hecho de que las noticias de Actium aún no hubiesen llegado a los alejandrinos.
Decoradas y engalanadas, las naves entraron en la gran bahía, acompañadas por el sonido de marchas triunfales para los vencedores que regresaban a casa. Sin embargo, Cleopatra no se arriesgó. La flota fue anclada en la rada y sus ocupantes mantenidos a bordo hasta que se hiciese un campamento cerca del hipódromo; ella misma navegó en el Cesarión alrededor de toda la bahía colocada en la proa, con su traje de tela de oro que superaba el resplandor de sus alhajas. Los aplausos estallaron cuando los alejandrinos corrieron a verla; tambaleante de alivio, comprendió que los había engañado.
Cuando entró en la Rada Real vio a Cesarión y a Apolodoro que la esperaban en el muelle.
¡Oh, cómo había crecido! Ahora parecía más alto que su padre, y era ancho de hombros, delgado pero musculoso. Su abundante cabello no había oscurecido, aunque su rostro, alargado y de pómulos altos, había perdido todos los rasgos infantiles. ¡Era Cayo Julio César revivido! El amor emanó de ella como algo parecido a la adoración; las rodillas le temblaron hasta que sus piernas no pudieron sostenerla sin necesidad de apoyo y sus ojos quedaron cegados por las súbitas lágrimas. Con Charmian a un lado e Iras al otro, consiguió bajar las escalerillas y echarse a sus brazos.
– ¡Oh, Cesarión, Cesarión! -dijo ella entre sollozos-. ¡Hijo mío, la alegría de verte es insuperable!
– Has perdido -dijo él.
A ella se le cortó el aliento.
– ¿Cómo lo sabes?
– Está escrito en tu rostro, mamá. ¿Si hubieses ganado, por qué ninguno de los barcos de tu flota ha venido contigo, por qué estos transportes de tropas están tripulados por romanos y, sobre todo, dónde está Marco Antonio?
– Lo dejé a él y a Lucio Cinna en Paraetonium -respondió ella, y lo cogió del brazo y lo obligó a caminar a su lado-. Espera que llegue Pinario desde Cyrenaica con su flota y otras cuatro legiones. Canidio se quedó en Ambracia; el resto, desertó.
Él no dijo nada, caminó con ella al interior del gran palacio y luego la dejó a cargo de Charmian e Iras.
– Báñate y descansa, mamá. Nos reuniremos más tarde para cenar a última hora.
Ella tomó un baño de forma rápida. No podía haber descanso, por lo tanto, al retrasar la cena le daría tiempo para hacer lo que debía hacer. Sólo Apolodoro y los eunucos del palacio conocían el secreto, que debía ser mantenido así a petición de Cesarión; él nunca lo aprobaría. El intérprete, el registrador, el comandante nocturno, el contable, el juez y todos los designados para los respectivos departamentos fueron reunidos y ejecutados. Los líderes de las bandas desaparecieron de los barrios de Rhakotis, los demagogos del ágora. Ella tenía preparada su historia para las preguntas que Cesarión formularía cuando advirtiese que todos los burócratas eran hombres nuevos. Los viejos, le diría ella, habían sido dominados por un súbito ataque de patriotismo y se habían marchado para servir en el ejército egipcio. Oh, él nunca lo creería, pero careciendo de la rudeza para imaginar el camino escogido, asumiría que habían escapado para evitar la ocupación romana.
La cena fue suntuosa; los cocineros estaban tan entusiasmados como el resto de Alejandría. Aunque, cuando la mayoría de los platos fueron devueltos a la cocina sin probar, y nadie les dio ninguna explicación, se extrañaron.
Cometidos los asesinatos, Cleopatra se sintió mejor y pareció compuesta. Relató la historia de Éfeso, Atenas y Actium sin ningún intento de justificar sus propios errores. Apolodoro, Cha'em y Sosigenes también escucharon, más conmovidos que Cesarión, cuyo rostro permaneció impasible. «Ha envejecido diez años al escuchar estas terribles noticias -pensó Sosigenes-; sin embargo, él no echa las culpas a nadie.»
– Los amigos y los legados romanos de Antonio no me obedecieron -dijo ella-, y aunque les molestaba mi sexo, creo que era mi condición de extranjera lo que estaba en la raíz de su animosidad. Pero ¡estaba en un error! Era mi sexo. No soportaban ser mandados por una mujer, no importaba su rango. Así que en ningún momento dejaron de presionar a Antonio para que me enviase de regreso a Egipto. Al no comprender por qué, me negué a marchar.
– Bueno, todo eso es el pasado y ahora no importa -manifestó Cesarión con un suspiro-. ¿Qué piensas hacer ahora?
– ¿Que harías tú? -preguntó ella, dominada por una súbita curiosidad.
– Enviar a Sosigenes como embajador a Octavio e intentar hacer la paz. Ofrecerle todo el oro que quiera para dejarnos en nuestro pequeño rincón del Mare Nostrum. Darle rehenes como garantía y permitirles a los romanos el envío de inspectores para asegurarse de que no estamos armándonos en secreto.
– Octavio no nos dejará en paz, te doy mi más solemne palabra.
– ¿Qué piensa hacer Antonio?
– Reagruparse y luchar.
– ¡Mamá, eso es inútil! -gritó el joven-. Antonio ya ha pasado su mejor momento y yo no tengo la experiencia de él para liderar esta guerra. Si lo que decís respecto a ser una mujeres verdad, entonces estas tropas romanas que están aquí en Alejandría nunca te seguirán. Sosigenes debe llevar una delegación a Roma o donde esté Octavio e intentar negociar la paz. Cuanto antes, mejor.