Todo esto por Cesarión, Rey de Reyes. César en su nueva aparición, sangre de su sangre. ¿Cómo podía él, Antonio, oponerse a ella cuando todo lo que él deseaba era complacerla? ¿Por qué sino se había embarcado en esa loca aventura de conquistar Roma, sino por el amor de Cleopatra? En su mente, ella había reemplazado a aquella campaña parta después de su retirada de Fraaspa.
«Ella estaba equivocada. Yo tenía razón. Primero, aplastar a los partos; luego, avanzar sobre Roma. Aquélla era nuestra mejor alternativa, pero ella nunca consiguió verlo. ¡Oh, la amo! Cuán errados podemos estar cuando ponemos nuestros objetivos a prueba. Cedí ante ella cuando no debí hacerlo. Dejé que reinara sobre mis amigos y colegas cuando debí haber confiscado su cofre de guerra y enviarla de inmediato de regreso a Alejandría. Pero nunca tuve el valor, y eso también es una vergüenza, una humillación. Me utilizó porque dejé que me utilizase. ¡Pobre y tonta Cleopatra! Pero ¿cuánto más pobre y tonto hace eso a Marco Antonio?»
Cuando llegó marzo y el tiempo en Alejandría volvió a ser bueno, Antonio abrió la puerta de su Timonio.
Afeitado, con el cabello cortado muy corto -¡oh, tan gris!-, él apareció sin anunciarse en el palacio y llamó a gritos a Cleopatra y a su hijo mayor.
– ¡Antonio, Antonio! -gritó ella, y le cubrió el rostro de besos.
– ¡Oh, ahora puedo vivir de nuevo! Tengo hambre de ti -le susurró al oído, y luego la dejó con ternura a un lado para abrazar a un entusiasmado Cesarión-. No diré lo que todo el mundo debe de decirte, muchacho, pero me haces sentir joven de nuevo, con el culo dolido por la punta de la bota de César. Ahora ya soy viejo y tú has crecido.
– No lo bastante para servir como legado superior; pero, entonces, tampoco Curio y Antillo. Ambos están en Alejandría, a la espera de que tú salieses de tu concha timoniana.
– ¿El hijo de Curio? ¿Mi hijo mayor? Edepol! ¡Ellos también son hombres!
– Nos reuniremos todos mañana para una espléndida cena, pero no antes -manifestó Cesarión henchido de gozo-. Tú y mama necesitáis, primero, tener tiempo para estar juntos.
Después de las más maravillosas horas de amor que ella hubiese conocido, Cleopatra permaneció junto al dormido Antonio, una libélula que intentaba abrazar un tronco, pensó ella con ironía. Encendida por el amor hacia él, lo había volcado en palabras, y luego no se había contenido para nada; en cambio, se había ahogado en las fabulosas sensaciones que había sentido por última vez cuando César la abrazaba. Pero ése era un pensamiento traidor, así que lo apartó e hizo lo imposible por darle a Antonio las muestras de amor que le harían comprender cuánto lo amaba.
Él le había dicho todo lo que estaba preparado para hacer, ansioso, sobre todo, para asegurarle que no se había emborrachado, que su cuerpo estaba sano y su mente clara.
– Esperaba que el cielo cayese sobre mí -acabó Antonio-, solo, pasivo, absolutamente derrotado. Entonces, al alba de esta mañana me desperté curado. No sé por qué o cómo. Sólo me desperté pensando que, aunque no podemos ganar ahora esta guerra, Cleopatra, podemos hacer que Octavio aún sufra por su dinero. Me dices que mis legiones todavía están aquí por mí y que tu ejército está en un campamento en el brazo Pelusíaco del Nilo. Por lo tanto, cuando venga Octavio lo estaremos esperando.
La buena armonía entre ellos no duró mucho; el mundo exterior se encargó de destruirla.
Lo peor fueron las noticias que Canidio trajo apenas comenzado marzo. Había viajado solo y por tierra desde Epirus hasta el Helesponto, había cruzado Bitinia, cabalgado a lo largo de Capadocia y pasado a través del Amanus sin ser reconocido. Incluso el último tramo a través de Siria y Judea había sido tranquilo. Él también había envejecido -cabellos blancos, los ojos azules desvaídos-, pero su lealtad a Antonio no había disminuido, y él sí que había llegado a aceptar la presencia de Cleopatra.
– Actium ha sido considerada la más colosal batalla naval jamás librada -dijo en la cena a la que asistían el joven Curio y Antillo junto con Cesarión-. Muchos miles de tus tropas romanas murieron, Antonio, ¿lo sabías? Tantos que sólo un puñado sobrevivieron y acabaron prisioneros. Tú mismo, sin embargo, luchaste incluso después de que el Antonia se incendiase. Luego tú viste a la reina que desertaba para huir a Egipto, saltaste a una barca y la perseguiste frenéticamente, abandonando a tus hombres. Te abriste paso a través de centenares de soldados romanos moribundos sin hacer caso de sus súplicas para que te quedases, sólo con la intención de alcanzar a Cleopatra. Cuando lo hiciste y ella te vio a bordo de su barco, aullaste como un perro empalado, te sentaste en la cubierta, te cubriste la cabeza y te negaste a moverte durante tres días. La reina te quitó la espada y la daga, porque tú estabas loco por la culpa de abandonar a tus hombres. Por supuesto, Roma e Italia están ahora absolutamente convencidas de que tú, en el mejor de los casos, eres un esclavo de Cleopatra. Tus más fieles partidarios te han abandonado. Incluso Pollio, aunque él no luchará contra ti.
– ¿Octavio está en Roma? -preguntó Cesarión, que rompió el asombrado silencio.
– Sí, lo está, pero por poco tiempo. Ahora está reuniendo más legiones y flotas para unirse a aquellas que le esperan en Éfeso. He escuchado que tendrá treinta legiones, aunque no más caballería de los diecisiete mil que ya tiene. Al parecer piensa navegar desde Éfeso hasta Antioquía, quizá incluso a Pelusium. No soplarán los vientos etesios, pero el austro ha llegado muy tarde en los últimos años.
– ¿Cuándo crees que llegará? -preguntó Antonio, la voz tranquila, el semblante calmo.
– A Egipto, quizá en junio. Dicen que no cruzarán el delta del Nilo por mar. Piensan marchar desde Pelusium hasta Mentís por tierra y acercarse a Alejandría desde el sur.
– ¿Menfis? Qué extraño -dijo Cesarión.
Canidio se encogió de hombros.
– Sólo se me ocurre, Cesarión, que lo que desea es aislar Alejandría por completo para que no pueda traer ningún refuerzo. Es una estrategia sólida, aunque cautelosa.
– A mí me parece errónea -sostuvo Cesarión-. ¿Agripa es el autor de esta estrategia?
– No creo que Agripa esté presente. Estatilio Tauro será el segundo de Octavio, y Cornelio Gallo avanzará desde Cyrenaica.
– Un movimiento de pinzas -señaló Curio para demostrar sus conocimientos.
Antonio y Canidio ocultaron sus sonrisas, Cesarión pareció enfadado. ¡Vaya! ¡Un movimiento de pinzas! Cuán perceptivo era Curio.
Ahora que Antonio había recuperado los sentidos, Cleopatra sintió que le habían quitado un enorme peso de los hombros, pero era incapaz de utilizar sus viejas reservas de ánimos y energía. El bulto de su garganta aún continuaba creciendo un poco, los pies y las pantorrillas se hinchaban, le faltaba el aliento y tenía algún ataque de confusión. Todo esto, Hapd'efan'e lo atribuía al bocio, sin saber cómo tratarlo. Lo mejor que podía hacer era ordenarle que permaneciese en cama o en un diván con los pies en alto cada vez que se producía el edema, por lo general, después de estar sentada muchas horas a la mesa.
Su venganza y su arrogancia le habían granjeado enemigos intratables a los dos hombres de su frontera siria, Herodes y Malcho, y Cornelio Gallo había bloqueado el oeste de Egipto. Por lo tanto, tenía que buscar más lejos a sus aliados. Envió una embajada al reino de los partos, cargada con muchos regalos y una promesa de ayuda cuando los partos invadiesen Siria. Pero ¿qué podía hacer ella por Artavasdes de Media? Iba ganando cada vez más poder a medida que se acercaba a la Media parta gracias a explotar los feudos en la corte parta. Artavasdes de Armenia, que había sido traído a Alejandría para caminar en el desfile triunfal de Antonio, aún era prisionero. Cleopatra lo ejecutó y envió a los embajadores a Media con la cabeza de Artavasdes con las órdenes de asegurar al rey que su pequeña hija Iotape continuaría prometida a Alejandro Helios, y que Egipto confiaba en que Media mantendría a los romanos a raya en la frontera armenia; para ayudar a pagar el coste de esta política envió oro.