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Por supuesto, Cesarión sabía lo que ella estaba haciendo, había comprendido que su madre pensaba que Antonio y ella muy pronto estarían muertos, pero no dijo nada, y tampoco intentó disuadirla. Sólo el más tonto de los faraones no hubiese tenido en cuenta la muerte; no significaba que su madre y su padrastro estuviesen pensando en el suicidio, sólo que estarían preparados para entrar en el Reino de los Muertos debidamente preparados y equipados, ya fuese que sus muertes se produjesen como resultado de la invasión de Octavio o no ocurriese durante otros cuarenta años. También se estaba construyendo su propia tumba, como era lo adecuado y lo correcto. Su madre la había puesto junto a Alejandro Magno, pero él la había trasladado a un rincón pequeño y discreto.

Una parte de él estaba entusiasmada con la perspectiva de la batalla, pero otra sufría y rumiaba sobre el destino de su gente si se quedaban sin faraón. Con la edad suficiente para recordar la hambruna y la pestilencia de aquellos años que iban desde la muerte de su padre hasta el nacimiento de los mellizos, él tenía un enorme sentido de la responsabilidad, y sabía que debía vivir, no importaba lo que le ocurriese a su madre, su consorte. Estaba seguro de que se le permitiría vivir si él llevaba las negociaciones con habilidad y estaba preparado para darle a Octavio los tesoros que reclamase. Un faraón vivo era mucho más importante para Egipto que los túneles abarrotados con oro. Sus ideas y opiniones respecto a Octavio eran privadas, y nunca las había comentado con Cleopatra, que no estaría de acuerdo con ellas ni pensaría bien de él por tenerlas. Pero él comprendía el dilema de Octavio, y no podía culparlo por sus acciones. «¡Oh, mamá, mamá! Tanta codicia, tanta ambición.» Porque ella había desafiado el poder de Roma, Roma venía. Una nueva era estaba a punto de comenzar para Egipto, una era que él debía controlar. Nada en la conducta de Octavio decía que fuese un tirano; era, intuía Cesarión, un hombre con una misión: la de preservar a Roma de sus enemigos y la de proveer a su gente con prosperidad. Con aquellas metas en la mente haría todo lo que fuese necesario, pero no más. Un hombre razonable, un hombre con quien se podía hablar y hacerle ver con buen criterio que un Egipto estable bajo un gobernador estable nunca sería un peligro. Egipto, amigo y aliado del pueblo romano, el más leal reino cliente de Roma.

Cesarión cumplió diecisiete años el veintitrés de junio. Cleopatra quiso agasajarlo con una gran fiesta, pero él se negó rotundamente.

– Sólo algo pequeño, mamá. La familia, Apolodoro, Cha'em, Sosigenes -dijo con firmeza-. ¡Nada de compañeros en la muerte, por favor! Intenta convencer a Antonio para que no lo haga.

No fue una tarea tan difícil como había esperado; Marco Antonio estaba cansado, sin ningún ánimo.

– Si es la clase de celebración que el chico quiere, la tendrá. -Los ojos castaño rojizos mostraron un curioso brillo-. La verdad sea dicha, mi querida esposa, en estos días soy más muerte que compañero. -Exhaló un suspiro-. Ahora ya no falta mucho para que Octavio llegue a Pelusium. Otro mes, quizá un poco más.

– Mi ejército no podrá defendernos -dijo ella entre dientes.

– Oh, venga, Cleopatra, ¿por qué lo iba a hacer? Campesinos sin tierras, unos pocos viejos centuriones romanos que son de los tiempos de Aulo Gabinio; yo no les pediría que diesen sus vidas más de lo que Octavio lo desea. No, estoy contento de que no luchen. -Mostró una expresión grave-. Todavía más contento de que Octavio sencillamente los envíe de regreso a casa. Se comporta más como un visitante que como un conquistador.

– ¿Qué hay que pueda detenerlo? -preguntó ella con un tono amargo.

– Nada, y ése es un hecho irrefutable. Creo que deberíamos enviarle un embajador de inmediato y negociar un acuerdo.

Incluso un día antes ella hubiese estallado en un arranque de furia, pero en aquel momento no. Una mirada al rostro de su hijo en el día de su cumpleaños le había dicho que Cesarión no quería que la tierra de su país se empapase con la sangre de sus súbditos; aceptaría una resistencia final de las legiones romanas en el campamento instalado en el hipódromo, pero sólo porque esas tropas ansiaban una batalla. Se les había negado en Actium, así que la tendrían allí. No les importaba la victoria o la derrota, sólo la oportunidad de luchar.

Sí, a eso se reducía lo que deseaba Cesarión, y era la paz a cualquier precio. Por lo tanto, que así fuese. Paz a cualquier Precio.

– ¿A quién verá Octavio? -preguntó ella.

– He pensado en Antillo -respondió Antonio.

– ¿Antillo? ¡Es un niño!

– Así es. Es más, Octavio lo conoce bien. No se me ocurre un mejor embajador.

– No, yo tampoco -manifestó ella después de pensarlo un poco-. Sin embargo, eso significa que deberás escribir una carta. Antillo no es lo bastante inteligente para negociar.

– Lo sé. Sí, escribiré la carta. -Extendió las piernas, se pasó una mano por el pelo, más blanco que gris-. ¡Oh, mi querida muchacha, estoy tan cansado! Sólo quiero que se acabe.

El bulto de su garganta estaba en el interior; tragó saliva.

– Yo también, amor mío, mi vida. ¡Lamento mucho el tormento que te he infligido, pero no comprendía; no, no, debo dejar de poner excusas! Debo aceptar la culpa sin pestañear, sin excusas. Si me hubiese quedado en Egipto, las cosas quizá hubiesen sido muy diferentes. -Ella apoyó su frente contra la de Antonio, demasiado cerca para verle los ojos-. No te amé lo suficiente, así que ahora debo sufrir, ¡oh, terriblemente! Te quiero, Marco Antonio, te quiero más que a la vida, no viviré si tú no vives. Pero lo que deseo es caminar por el Reino de los Muertos contigo para siempre. Estaremos juntos en la muerte como nunca lo hemos estado en la vida, porque allí hay paz, contento, una maravillosa tranquilidad. -Ella alzó la cabeza-. ¿Lo crees?

– Lo creo. -Sus pequeños dientes blancos destellaron-. Por eso creo que es mejor ser egipcio que romano. Los romanos no creen en una vida después de la muerte, y es por eso que no le temen a la muerte. No es más que un sueño eterno, es así como lo veía César. Y Catón, y Pompeyo Magno, y el resto. Bueno, mientras ellos duermen, yo estaré caminando por el Reino de los Muertos contigo para siempre.

Octavio:

Estoy seguro de que no quieres más muertes romanas y por la manera como has tratado al ejército de mi esposa tampoco quieres más muertes enemigas.

Supongo que para el momento que mi hijo mayor llegue a ti estarás en Menfis. Lleva esta carta porque sé que llegará a tu mesa y no ala de algún legado. El chico está ansioso por hacerme este servicio, y a mí me complace dejarlo.

Octavio, no continuemos esta farsa. Admito libremente que fui el agresor en nuestra guerra, si guerra se puede llamar. Marco Antonio no ha brillado demasiado, eso está claro, y ahora desea un final.

Si permites que la reina Cleopatra reine en su reino como faraón y reina, me dejaré caer sobre mi espada. Un buen final para una lucha patética. Envía tu respuesta con mi chico. La esperaré durante tres nundinae. Si para entonces no he recibido ninguna respuesta, sé que me rechazas.