Pasaron los tres nundinae y no llegó palabra alguna de Octavio. A Antonio le preocupaba que Antillo no hubiese regresado, pero decidió que Octavio retendría al chico hasta que su victoria fuese completa, entonces, ¿qué hacía uno con los hijos de los desterrados? El exilio era la práctica habitual, pero Antillo había vivido con Octavia durante años. Su hermana no apartaría a uno de su propia carnada. Ni tampoco le negaría unos ingresos lo bastante altos para vivir como le correspondía.
– ¿De verdad crees que Octavio aceptaría los términos que escribiste en tu carta? -preguntó Cleopatra.
Ella no la había visto, ni tampoco había reclamado verla; la nueva Cleopatra comprendía que los asuntos de los hombres pertenecían a los hombres.
– Supongo que no -dijo Antonio, y se encogió de hombros-. Desearía que Antillo se pusiese en contacto conmigo.
«¿Cómo decirle que el chico está muerto?», se preguntó Cleopatra a sí misma. Octavio no aceptaría condiciones, necesitaba el tesoro de los Ptolomeo. ¿Sabía dónde encontrarlo? No, por supuesto que no, cosa que no le impediría cavar más agujeros en las arenas de Egipto que estrellas había en el firmamento. ¿Y Antillo? Vivo, un incordio. Los chicos de dieciséis años se movían como el mercurio y tenían cierto encanto; Octavio no correría el riesgo de mantenerlo vivo e informar de las disposiciones del enemigo a su padre. Sí, Antillo estaba muerto. ¿Qué importaba si ella abordaba el tema con su padre o se callaba? No, no importaba; por lo tanto, por qué hacer que soportase otra carga de pena en sus hombros, tan enconados, tan frágiles. Frágil no era un adjetivo que ella hubiese pensado alguna vez aplicar a Marco Antonio.
En cambio abordó el tema de otro joven diferente: Cesarión.
– Antonio, nos quedan quizá unos tres nundinae antes de que Octavio llegue a Alejandría. En algún punto cercano a la ciudad supongo que librarás una batalla, ¿no es así? Marco Antonio se encogió de hombros. -Los soldados la quieren, así que la habrá.
– No podemos permitir que Cesarión combata.
– ¿Ante la posibilidad de que muera?
– Sí. No veo ninguna posibilidad de que Octavio me permita gobernar Egipto, pero tampoco dejará que gobierne Cesarión. Tengo que llevarme a Cesarión a la India o a Taprobane antes de que Octavio comience a buscarlo. Tengo cincuenta buenos hombres y una pequeña y rápida flota en Berenice. Chá'em le dio a mis sirvientes el oro necesario para que Cesarión disfrute de una buena vida al final de su viaje. Cuando sea un hombre maduro podrá regresar.
Él la observó con atención, con el entrecejo fruncido. ¡Cesarión, siempre Cesarión! Sin embargo, ella tenía razón. Si se quedaba, Octavio lo buscaría y lo mataría. Debía hacerlo. Ningún rival tan parecido a César como ese hijo egipcio podía vivir.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó él.
– Tu apoyo cuando se lo diga. No querrá marchar.
– No querrá, pero debe. Sí, te apoyaré.
Ambos se quedaron atónitos cuando Cesarión aceptó en el acto.
– Comprendo vuestra decisión, mamá, Antonio -manifestó él, con los ojos azules bien abiertos-. Uno de nosotros debe vivir, sin embargo, no permitirán que ninguno de nosotros vivamos. Si me quedo en la India durante diez años, Octavio dejará que Egipto continúe su camino como provincia, no como reino cliente. Pero si la gente del Nilo sabe que el faraón está vivo, me darán la bienvenida cuando regrese. -Los ojos se le llenaron de lágrimas; su rostro se contorsionó-. ¡Oh, mamá, mamá, no te volveré a ver nunca más! Debo y, sin embargo, no puedo. Caminarás en el desfile triunfal de Octavio y luego morirás a manos del estrangulador. ¡Debo y, sin embargo, no puedo!
– Puedes, Cesarión -dijo Antonio con voz firme, y lo sujetó por el antebrazo-. No dudo del amor por tu madre, y tampoco dudo de tu amor por tu pueblo. Ve a la India y permanece allí hasta que llegue el momento oportuno de regresar. ¡Por favor!
– Oh, iré. Es lo que se debe hacer.
Les dirigió a cada uno la sonrisa de César y salió.
– Apenas si me lo puedo creer -manifestó Cleopatra, que se acarició el bulto-. Dijo que se iría, ¿no?
– Sí, lo dijo.
– Tendrá que ser mañana.
Al día siguiente salió.
Vestido como un banquero o un burócrata de clase media, Cesarión partió con dos sirvientes, los tres montados en buenos camellos.
Cleopatra, desde las almenas del recinto real, lo observó hasta donde alcanzó a ver a su hijo en la carretera de Menfis, agitando un pañuelo rojo y con una gran sonrisa. Antonio, que dijo tener dolor de cabeza, permaneció en el palacio.
Allí lo encontró Canidio, que se detuvo en el umbral para mirar a Marco Antonio tumbado cuan largo era en un diván, con un brazo sobre los ojos.
– ¿Antonio?
Antonio apoyó las piernas en el suelo y se sentó, parpadeando.
– ¿No te sientes bien? -preguntó Canidio.
– Dolor de cabeza, pero no del vino. Me pesa la vida.
– Octavio no cooperará.
– Bueno, eso lo sabemos desde que la reina le envió su cetro y su diadema a Pelusium. ¡Hubiese deseado que la ciudad hubiera sido tan perezosa como el ejército! Murieron un buen número de buenos egipcios. Me pregunto: ¿cómo creyeron que podían resistir un asedio romano?
– No se podía permitir un asedio, Antonio, y por eso asaltó la ciudad. -Canidio miró a Antonio, intrigado-. ¿No lo recuerdas? ¡No estás bien!
– Sí, sí, lo recuerdo. -Antonio se rió con un sonido chirriante-. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, eso es todo. Está en Menfis, ¿no?
– Estaba en Menfis. ¿Ahora? Sube por el brazo Canópico del Nilo.
– ¿Qué tiene mi hijo que decir de él?
– ¿Tu hijo?
– ¡Antillo!
– Antonio, no hemos tenido noticias de Antillo desde hace un mes.
– ¿No hemos tenido? ¡Qué extraño! Octavio, sin duda, lo ha detenido.
– Sí, me atrevería a decir que eso es lo que ha pasado -respondió Canidio con voz amable.
– Octavio envió un sirviente con las cartas, ¿no?
– Sí -dijo Cleopatra desde el umbral.
Entró y se sentó delante de Antonio, mientras sus ojos le nacían señales a Canidio frenéticamente.
– ¿Cómo se llama ese hombre?
– Thyrso, querido.
– Refréscame la memoria, Cleopatra -le pidió Antonio, que obviamente estaba muy confundido-. ¿Qué decían las cartas que te envió Octavio?
Canidio se había derrumbado en una silla, y miraba atónito.
– La pública me ordenaba que desarmase al ejército y lo rindiese; la otra, sólo para mis ojos, decía que Octavio buscará una solución satisfactoria para todas las partes -respondió Cleopatra con voz tranquila.
– ¡Oh, sí! Sí, por supuesto, eso decía. Ah, ¿no tenía que hacer yo algo por ti? ¿Algo del gobernador de la guarnición en Pelusium?
– Envió a su familia a Alejandría para que estuviese segura y yo los mandé detener. ¿Por qué su familia se debía librar del sufrimiento que se abatió sobre Pelusium? Pero entonces Cesarión -ella se interrumpió y se retorció las manos- dijo que yo estaba demasiado furiosa para dispensar justicia, y te los entregó a ti.
– ¡Oh! ¿Yo dispensé justicia para la familia?
– Tú los dejaste en libertad. Aquello no fue justicia.
Canidio escuchaba esta conversación como si hubiese sido golpeado con una hacha. ¡Todo eso se había acabado, era cosa del pasado! ¡Dioses, Antonio estaba medio loco! Había perdido la memoria. ¿Cómo podía él, Canidio, discutir planes de guerra con un viejo sin memoria? ¡Hundido! Roto en mil pedazos. Incapacitado para el mando.
– ¿Qué quieres, Canidio? -preguntaba Antonio.
– Octavio está muy cerca, Antonio, y tengo siete legiones en el hipódromo preparándose para la lucha. ¿Vamos a luchar?
Antonio se levantó de un salto, transformado en un abrir y cerrar de ojos, de viejo olvidadizo a general de tropas ansioso, alerta, interesado.