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Las lágrimas le quemaban en las mejillas mientras corrían en busca de las comisuras de su boca.

– No te negaré tu buena muerte, mi muy amado. Una última noche en tus brazos vivos es todo lo que pido y nada más.

Él la besó y se marchó al hipódromo para hacer sus disposiciones de combate.

Sin sentido, muerta por dentro, ella caminó a través del palacio hasta la puerta que daba a través de los jardines de palmeras al Sema, Charmian e Iras a su estela, como siempre. No hicieron ninguna pregunta; no había necesidad después de ver el rostro del faraón. Antonio iba a morir en la batalla, Cesarión había marchado a la India y el faraón se acercaba rápidamente al tenue horizonte que separaba al Nilo viviente del Reino de los Muertos.

En su tumba, ella llamó a aquellos que aún trabajaban en el lado de Antonio y dio orden de tenerlo todo preparado para acoger su cuerpo al anochecer del día siguiente. Hecho eso, permaneció en la pequeña antecámara junto a las grandes puertas de bronce y las miró; luego se volvió para mirar también la más exterior de sus propias habitaciones, donde habían colocado una hermosa cama y un baño, un rincón para sus funciones corporales privadas, una mesa y dos sillas, un escritorio con el más fino papel de pergamino, plumas, pastillas de tinta y una silla. Todo lo que el faraón necesitaría en la otra vida. Pero, pensó ella, también estaba debidamente preparado para el faraón en esta vida.

Eso la acosó, su impotencia enjaulada entre la muerte de Antonio y la decisión de Octavio sobre ella y sus hijos. ¡Tenía que ocultarse! Ocultarse hasta saber cuál era la decisión de Octavio. Si él la encontraba donde podía ser capturada, la encerrarían y probablemente asesinarían a sus hijos de inmediato. Antonio insistía en que Octavio era un hombre bondadoso, pero, para Cleopatra, él era el basilisco, el letal reptil. Desde luego, él la quería viva para su desfile triunfal; por lo tanto, una Reina de las Bestias muerta era lo que menos deseaba. Pero si ella se quitaba la vida en aquel momento, sus hijos, sin duda, sufrirían. No, no podía quitarse la vida hasta que sus hijos estuviesen a salvo. Para empezar, Cesarión aún no habrá llegado al puerto en el Sinus Arabicus; pasaría un nundinae antes de que zarpara. En cuanto a los hijos de Antonio: ella era su madre, atrapada por la intangible red que fusionaba a una mujer y a sus hijos juntos para siempre.

La idea se le ocurrió cuando su mirada se fijó en la cama. ¿Por qué no ocultarse dentro de su tumba? Desde luego aún se podía entrar por la abertura, pero antes de que Octavio pudiese ordenar a los hombres que entrasen, ella podía gritar por el tubo de comunicación que si alguien intentaba entrar por aquel camino la encontrarían muerta envenenada. El último tipo de muerte que Octavio podía condonarle; todos sus muchos enemigos afirmarían que él la había envenenado. De alguna manera, ella debía permanecer viva y ser un agente libre con opciones durante el tiempo necesario para conseguir su promesa de que sus hijos vivirían y prosperarían independientemente de Roma. En el caso en que el amo de Roma se negase, ella se envenenaría de una forma tan pública y tan sorprendente que lo odioso del hecho destruiría su imagen política para siempre.

– Me quedaré aquí -le dijo a Charmian e Iras-. Poned una daga en aquella mesa, otra daga cerca del tubo de comunicación y acudid ahora mismo a Hapd'efan'e. Decidle que quiero un frasco de acónito puro. Octavio nunca pondrá las manos sobre una Cleopatra viva.

Una orden que Charmian e Iras malinterpretaron, al creer que su ama tenía la intención de morir -¡oh, qué agonía!-casi de inmediato. Así pues, un asombrado Apolodoro también malinterpretó las intenciones de Cleopatra cuando las dos llorosas mujeres entraron en el palacio.

– ¿Dónde está la reina?

– En su tumba -sollozó Iras, y se marchó a la carrera en busca de Hapd'efan'e.

– ¡Tiene la intención de morir antes de que Octavio llegue a Alejandría! -consiguió decir Charmian entre los ataques de llanto.

– Pero ¡Antonio! -exclamó Apolodoro, desconsolado.

– Antonio pretende morir en la batalla de mañana.

– ¿Para entonces estará muerta la hija de Ra?

– ¡No lo sé! Quizá, es probable, ¡no lo sé!

Charmian se alejó presurosa para buscar comida fresca para su ama, en la tumba.

Al cabo de una hora, todos en el palacio sabían que el faraón estaba a punto de morir; su aparición en el comedor asombró a Cha'em, Apolodoro y Sosigenes.

– Majestad, nos hemos enterado -dijo Sosigenes.

– No tengo la intención de morir hoy -replicó Cleopatra, divertida.

– Por favor, majestad, piénsalo de nuevo -suplicó Cha'em.

– ¿Qué, no tienes ninguna visión de mi muerte, hijo de Ptah? ¡Descansa tranquilo! La muerte no es una cosa que se deba temer. Nadie lo sabe mejor que tú.

– ¿Y a Antonio? ¿Se lo dirás?

– No, no lo haré, caballeros. Él todavía es un romano, no lo entenderá. Quiero que nuestra última noche juntos sea perfecta.

En mitad de la última noche que Antonio y Cleopatra pasaron abrazados, serenos, inundados de amor, los sentidos exaltados al máximo, los dioses abandonaron Alejandría. Anunciaron su marcha con un leve temblor, un suspiro, un inmenso gemido que se fue apagando como un trueno moribundo en la distancia.

– Serapis y los dioses de Alejandría son como nosotros, mi querido Antonio -susurró ella contra su garganta.

– No es más que un temblor -respondió él con voz baja, medio dormido.

– No, los dioses se niegan a permanecer en una Alejandría romana.

Después de eso él durmió, pero Cleopatra no pudo. La habitación estaba débilmente alumbrada con lámparas, así que ella pudo levantarse apoyada en un codo para mirarlo, beber la visión de su rostro amado, los rizos casi plateados en un maravilloso contraste con su piel tostada, los planos de sus huesos acentuados porque había perdido peso. «¡Oh, Antonio, qué te he hecho, y nada bueno, bondadoso o comprensivo! Esta noche ha sido tan tranquila que estoy envuelta en tu perdón. Nunca me has reprochado mi conducta. Me preguntaba por qué sería, pero ahora comprendo que tu amor por mí era tan grande que perdonaba cualquier cosa, todo. Lo que puedo hacer a cambio es que la eternidad de la muerte sea algo más allá de cualquier sensación humana, un hilillo dorado en el reino de Amón-Ra.»

Al amanecer, en un duermevela, vio cómo él se levantaba, una silueta negra contra la pálida luz del alba, cómo su sirviente lo ayudaba a ponerse la armadura: la acolchada túnica escarlata sobre el taparrabos escarlata, la vestimenta de cuero rojo, la sencilla coraza de acero, el faldellín y las mangas con correas también de cuero rojo, las botas cortas bien anudadas, sus lengüetas con bordes de acero plegados sobre los lazos de los cordones entrecruzados. Le dirigió una gran sonrisa, sujetó el casco de acero debajo del brazo y se echó hacia atrás el paludamentum escarlata para que cayese libre en sus hombros.

– Ven, esposa -dijo él-. Ven a despedirme.

Ella le metió su mejor pañuelo, rociado con su perfume, en la axila de la coraza y caminó con él al exterior, donde se percibía un limpio y frío aire, lleno con el trino de los pájaros.

Canidio, Cinna, Décimo Turullio y Casio Parmensis lo esperaban; Antonio se subió a un taburete para montar, le clavó los talones a su Caballo Público gris en las costillas y partió al galope en un viaje de cinco millas hacia el hipódromo. Era el último día de julio.

Tan pronto como él desapareció de la vista, ella fue a su tumba, junto con Charmian e Iras. Las tres trabajaron al unísono: bajaron los barrotes por el lado interior de las dobles puertas hasta que sólo el famoso ariete de veinticinco metros de Antonio podía derribarlas. Cleopatra vio que había abundancia de comida fresca, además de cestos de higos, aceitunas, dátiles y pequeños panecillos horneados con una fórmula especial que los mantenía frescos durante muchos días. No es que ella esperase estar dentro muchos días.