La sorpresa que Octavio había sufrido no tardó en desvanecerse por muchas razones, la primera y principaclass="underline" que había encontrado el tesoro de los Ptolomeo gracias a seguir el bosquejo de su paradero que había dejado su divino padre al pie de la letra. Un ejercicio que realizó con sus dos libertos; ningún noble romano vería nunca lo que había en centenares de pequeños cuartos a cada lado de aquella conejera de túneles que comenzaba en el recinto de Ptah y al que se llegaba apretando un cartucho y descendiendo a las entrañas oscuras. Después de errar como un esclavo admitido en los Campos Elíseos durante varias horas, había reunido a sus «mulas» -egipcios con los ojos vendados hasta estar bien adentro de los túneles- para retirar lo que Octavio consideraba que iba a necesitar para devolverle a Roma su esplendor: sobre todo, oro, junto con algunos bloques de lapislázuli, cristal de roca y alabastro para que los escultores hiciesen maravillosas obras de arte que adornarían los templos y los lugares públicos de Roma. De nuevo en el exterior, su propia cohorte de tropas mató a los egipcios y se hizo cargo de la caravana que ya estaba de camino a Pelosium y, a continuación, a casa. Los soldados quizá adivinaban el contenido de las cajas por el peso, pero nadie las abriría, porque cada una llevaba el sello de la esfinge.
La carga que había caído de la espalda de Octavio ante la visión de más riqueza de lo que había soñado que podía existir lo había dejado tan entusiasmado, tan libre y despreocupado que sus legados no alcanzaban a entender qué había en Menfis que pudiese cambiarlo tanto. Cantaba, silbaba, casi saltaba de alegría mientras el ejército marchaba por la vía hacia la guarida de la Reina de las Bestias, a Alejandría. Por supuesto, con el tiempo entenderían qué debía de haber pasado en Menfis, pero Para entonces ellos -y todo el oro- estarían de nuevo en Roma, y no tendrían ya ninguna oportunidad de meterse algún Pequeño objeto en los senos de sus togas.
Así pues, cuando Cesarión lo llamó a menos de cinco millas del hipódromo, todavía a las afueras de Alejandría, él aún no había acabado de perfilar su estrategia. El oro estaba de camino a Roma, ¿pero qué iba a hacer con Egipto y su familia real? ¿Con Marco Antonio? ¿Cuál sería la mejor manera de resguardar el tesoro de los Ptolomeo? ¿Cuántos sabían cómo acceder a él? ¿A quién de sus futuros aliados se lo había dicho Cleopatra, desde el rey de los partos hasta Artavasdes de Armenia? ¡Oh, maldito fuera el muchacho por aquella inesperada y no anunciada aparición! ¡A la vista de todo su ejército!
Cuando regresó Estatilio Tauro, Octavio le hizo un gesto.
– Hazlo entrar, Tito, tú mismo.
Él entró con la cabeza todavía cubierta, pero rápidamente se quitó la capa para mostrarse con su túnica de cuero sencillo. ¡Tan alto! Más alto incluso que Divus Julius. Los generales de Octavio contuvieron el aliento, se tambalearon.
– ¿Qué estás haciendo aquí, rey Ptolomeo? -preguntó Octavio desde su silla curul de marfil en la que se había sentado.
No habría apretones de mano, ninguna bienvenida cordial. Ninguna hipocresía.
– He venido a negociar.
– ¿Te envió tu madre?
El joven se rió y dejó a la vista otra faceta de su parecido a Divus Julius.
– ¡No, por supuesto que no! Ella cree que voy de camino a Berenice, desde donde debo viajar a la India.
– Hubieses hecho bien en obedecerla.
– No. No puedo dejarla; no dejaría que se enfrentase a ti sola.
– Ella tiene a Marco Antonio.
– Si lo he interpretado bien, él estará muerto.
Octavio se desperezó, bostezó hasta que le lloraron los ojos.
– Muy bien, rey Ptolomeo, negociaré contigo. Pero no con tantos oídos escuchando. Caballeros legados, podéis marcharos. Recordad el juramento que habéis prestado a mi persona. No quiero que ni un susurro de todo esto vaya más allá de vosotros, ni tampoco hablaréis de esto entre vosotros. ¿Está claro?
Estatilio Tauro asintió; él y los demás legados se marcharon.
– Siéntate, Cesarión.
Proculeio, Thyrso y Epafrodito se alejaron lo suficiente de la pared de la tienda para no escuchar a los dos participantes de aquel drama, casi sin respirar de terror.
Cesarión se sentó, con sus ojos azul verde, la única parte que no pertenecía a Divus Julius.
– ¿Qué crees que puedes conseguir que no lo puede hacer Cleopatra?
– Una atmósfera tranquila, para empezar. Tú no me odias. ¿Cómo podrías hacerlo, cuando nunca nos hemos conocido? Quiero conseguir una paz que te beneficie tanto a ti como a Egipto.
– Explica tus propuestas.
– Que mi madre se retire a una vida privada en Menfis o Tebas. Que sus hijos con Marco Antonio vayan con ella. Que yo gobierne en Alejandría como rey y en Egipto como faraón, como cliente de Cayo Julio César Divi Filius, como su más leal, más fiel cliente-rey. Te daré todo el oro que pidas, además del trigo para alimentar a las multitudes de Italia.
– ¿Por qué vas tú a reinar con más sabiduría que tu madre?
– Porque soy hijo de sangre de Cayo Julio César. Ya he comenzado a rectificar los errores que cometieron muchas generaciones de la casa de Ptolomeo. He dispuesto una ración de trigo gratis para los pobres, he ampliado la ciudadanía de Alejandría a todos sus residentes y estoy en el proceso de establecer elecciones democráticas.
– Muy cesariano, Cesarión.
– Verás, encontré sus documentos; aquéllos donde detalla sus planes para Alejandría y Egipto y así sacarlos del estancamiento que ha sufrido Egipto durante milenios. Vi que sus ideas eran las correctas, que estábamos hundidos en un fangal de privilegios para las clases superiores.
– ¡Oh, hablas como él!
– Gracias.
– Es verdad que compartimos un padre divino -manifestó Octavio-, pero tú te pareces mucho más a él.
– Eso es lo que siempre dijo mi madre. Antonio también.
– ¿No se te ha ocurrido lo que eso significa, Cesarión?
El joven lo miró desconcertado.
– No. ¿Qué podría significar aparte de su realidad?
– Su realidad. En una palabra, ése es el problema.
– ¿Problema?
– Sí. -Octavio exhaló un suspiro y unió sus dedos torcidos-. De no haber sido por el accidente de tu aparición, rey Ptolomeo, quizá hubiese aceptado negociar contigo. Tal como son las cosas, no tengo alternativa. Debo matarte.
Cesarión soltó una exclamación, comenzó a levantarse y después permaneció sentado.
– ¿Quieres decir que caminaré con mi madre en tu destile triunfal y luego iré al estrangulador? Pero ¿por qué? ¿Qué hace que mi muerte sea necesaria? Ya que ha salido en la conversación, ¿por qué es necesaria la muerte de mi madre?
– Te equivocas conmigo, hijo de César. Nunca caminarás en mi desfile triunfal. Es más, nunca te permitiría acercarte a mil millas de Roma. ¿Es que nunca nadie te lo explicó?
– ¿Explicarme qué? -preguntó Cesarión con una expresión de enfado-. ¡Deja de jugar conmigo, César Octavio! -Tu parecido con Divus Julius es una amenaza para mí. -¿Yo una amenaza debido al parecido? ¡Eso es una locura! -Cualquier cosa menos una locura. Escúchame y te lo explicaré; qué extraño que tu madre nunca lo hiciese. Quizá creyó que si tú lo sabías la suplantarías en el Capitolio de inmediato. ¡No, siéntate y escucha! Te hablaré sinceramente de Cleopatra no para enfadarte, sino porque ella ha sido mi implacable enemiga. Mi querido muchacho, he tenido que luchar con uñas y dientes contra viento y marea para establecer mi poder en Roma. ¡Durante catorce años! Comencé cuando tenía dieciocho, adoptado como el hijo romano de mi divino padre. Acepté mi herencia y me aferré a ella, aunque muchos hombres se me han opuesto, incluido Marco Antonio. Ahora tengo treinta y dos y (una vez que hayas muerto) estaré seguro por fin. No tuve una juventud como la tuya. Era un muchacho enfermo y débil. Los hombres se burlaban de mi coraje. Me esforzaba en parecerme a Divus Julius: ensayaba su sonrisa, llevaba botas con alzas para parecer más alto, copiaba su discurso y su estilo de retórica. Hasta que finalmente, a medida que la imagen terrenal de Divus Julius se borraba del recuerdo de los hombres, creyeron que él se parecía a mí. ¿Comienzas a comprender, Cesarión?