– No. Sufro por tus tribulaciones, primo, pero no alcanzo a entender qué tiene que ver mi apariencia con todo esto.
– La apariencia es la base sobre la que gira mi carrera. Tú no eres romano y no has sido criado como un romano. Tú eres un extranjero. -Octavio se inclinó hacia adelante con los ojos resplandecientes-. Déjame que te diga por qué los romanos, un pueblo pragmático y sensible, divinizaron a Cayo Julio César. Algo en absoluto romano. ¡Lo amaban! Se ha dicho de muchos generales que sus soldados morirían por ellos, pero todo el pueblo de Roma e Italia por el único que hubiesen muerto era por Cayo Julio César. Cuando caminaba por el foro romano, por las callejuelas y los barrios de Roma o de cualquier otra ciudad italiana, trataba a la gente que encontraba como sus iguales, bromeaba con ellos, escuchaba sus pequeñas quejas, intentaba ayudar. Nacido y criado en los barrios bajos de la Subura, se movía entre el Censo por Cabezas como uno de ellos; hablaba su jerga, dormía con sus mujeres, besaba a sus malolientes bebés y lloraba cuando sus sufrimientos lo conmovían, algo que sucedía a menudo. Cuando aquellos orgullosos estrafalarios y amantes del dinero lo asesinaron, el pueblo de Roma e Italia no pudo soportar perderlo. ¡Ellos lo hicieron un dios, no el Senado! De hecho, el Senado (¡dirigido por Marco Antonio!) intentó por todas las maneras posibles aplastar el culto a César. Sin éxito. Sus clientes eran legión, y yo los heredé junto con su fortuna.
Se levantó, dio la vuelta alrededor de la mesa para acercarse al joven de aspecto preocupado y lo miró.
– Si dejamos que el pueblo de Roma e Italia te vea, Ptolomeo César, ellos se olvidarán de todos los demás. Te aceptarán en sus corazones en un arranque de alegría. ¿Qué pasará conmigo? Me olvidarán de la noche a la mañana; el trabajo de catorce años será olvidado. El Senado te abrazará, te hará ciudadano romano y probablemente te obsequiará con el consulado al día siguiente. Gobernarías no sólo Egipto y Oriente, sino también Roma, sin duda, con la forma que tú escogieras, desde dictador perpetuo hasta rey. Divus Julius había comenzado a suavizar nuestro mos maiorum, luego nosotros, los tres triunviros, lo suavizamos todavía más y ahora que he eliminado a Antonio de cualquier esperanza de rivalidad soy el amo indiscutido de Roma. Siempre y cuando que mi Roma o Italia no te vean. Tengo la plena intención de gobernar Roma y sus posesiones como un autócrata, joven Ptolomeo César. Porque Roma, por fin, está en el camino correcto para aceptar el gobierno autocrático. Si el pueblo te ve en Roma te aceptarán. Pero tú gobernarías como te ha enseñado tu madre, como un rey, sentado en el Capitolio dispensando justicia, Minos en la puerta del Hades. Tú no verás nada de malo en eso, pese a todos tus programas liberales de reforma en Alejandría y Egipto. En contraposición a eso, mi gobierno será invisible. No llevaré diadema o tiara para que proclame mi condición, ni permitiré que mi querida esposa sea reina. Continuaremos habitando en nuestra actual casa y dejaremos que Roma crea que se gobierna democráticamente. Por eso debes morir. Para que Roma continúe siendo romana.
Las emociones se habían perseguido una tras otra en el rostro de Cesarión: asombro, dolor, reflexión, furia, tristeza, comprensión. Pero no desconcierto o confusión.
– Lo comprendo -dijo con voz pausada-. Lo comprendo, y no te puedo culpar.
– Eres el hijo del divino César y, por todo lo que me han dicho has heredado su brillantez intelectual. Lamento que nunca veré si también has heredado su genio militar, pero tengo algunos muy buenos generales y no temo al rey de los partos, con quien pienso establecer la paz y no atacar. Uno de los pilares de mi gobierno será la paz. La guerra es la más inútil de las actividades humanas, un desperdicio de vidas y dinero, y no permitiré que las regiones romanas dicten cómo ha de ser Roma o quién la gobierne.
Ahora él hablaba, comprendió Cesarión, con el fin de posponer la ejecución de una ejecución.
«¡Oh, mamá! ¿Por qué no confiaste en mí? ¿No sabías lo que el auténtico hijo romano de César acaba de decirme? Sin duda, Antonio lo sabía, pero Antonio era un títere. No porque lo drogases o por el vino, sino porque te amaba. Tendrías que habérmelo dicho. Pero de nuevo quizá no lo viste, y Antonio también quizá estuvo demasiado ocupado demostrándose digno de tu amor como para considerar importante mi situación.»
Cesarión cerró los ojos y se obligó a sí mismo a pensar, a aplicar su formidable intelecto a su situación. ¿Había una mínima posibilidad de escapatoria? Sintió el vientre vacío de esperanza y exhaló un suspiro. No, no había ninguna posibilidad de escapatoria. Lo más que podía hacer era intentar poner trabas a la decisión de Octavio de matarlo, salir de la tienda y gritar a pleno pulmón que era el hijo de César. ¡No tenía nada de particular que Tauro lo hubiese mirado de una manera desorbitada! Pero ¿era eso lo que su padre hubiese querido de su hijo no romano? Sabía la respuesta y suspiró de nuevo. Octavio era el verdadero hijo de César por voluntad propia y dictado de César, sin ninguna otra mención a su hijo en Egipto. Cuando todo estuvo hecho, lo que César había valorado más que nada en su vida era la dignitas. Dignitas! La principal de todas las cualidades romanas, la participación personal en los logros y los triunfos y en la fuerza de un hombre. Incluso en sus últimos momentos, César había mantenido su dignitas intacta; en lugar de continuar luchando había utilizado aquella mínima fracción de tiempo que le quedaba para ponerse un pliegue de la toga por encima del rostro y otro por debajo de las rodillas. De forma tal que Bruto, Casio y el resto no viesen la expresión de su rostro moribundo o atisbasen sus genitales.
«Sí -pensó Cesarión-, yo también preservaré mi dignitas. Moriré siendo mi propio dueño, mi rostro y mis genitales cubiertos. Seré digno de mi padre.»
– ¿Cuándo moriré? -preguntó Cesarión con la voz calma.
– Ahora, dentro de esta tienda. Tengo que hacer el trabajo yo mismo, porque no confío en nadie más para que lo haga. Si mi falta de experiencia hace tu muerte más dolorosa, lo siento.
– Mi padre dijo: «Que sea súbita.» Mientras tengas eso en mente, César Octavio, me daré por satisfecho.
– No puedo decapitarte. -Octavio estaba muy pálido, las fosas nasales dilatadas mientras intentaba controlar su boca. Le dedicó una sonrisa retorcida-. No tengo tanta fuerza muscular, ni tampoco tanto acero. Tampoco deseo ver tu rostro. Thyrso, dame esa tela y aquella cuerda.
– Entonces, ¿cómo? -preguntó Cesarión, de pie.
– Una espada por debajo de tus costillas hasta tu corazón. No intentes correr, no cambiará tu destino.
– Eso ya lo sé. Más público, pero mucho más engorroso. Sin embargo, correré a menos que aceptes mis condiciones.
– Nómbralas.
– Que seas amable con mi madre.
– Seré amable.
– ¿Y con mis hermanos pequeños y mi hermana?
– No se les tocará ni un pelo de sus cabezas.
– ¿Tengo tu palabra?
– La tienes.
– Entonces estoy preparado.
Octavio tapó la cabeza de Cesarión con la tela y anudó la cuerda alrededor de su cuello para mantener en su sitio la improvisada capucha. Thyrso le alcanzó una espada; Octavio probó el filo y lo encontró afilado como una navaja. Entonces miró el suelo de tierra de la tienda, frunció el entrecejo y le hizo un gesto a Epafrodito, que estaba blanco como una sábana.