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– ¿Entonces estás aquí para hablar en tu defensa? -preguntó Delio.

– Así es. La delegación del Sanedrín exigirá que yo y todos los miembros de mi familia seamos exiliados so pena de muerte. No se atreven a hacer eso sin el permiso de Roma.

– No hay mucho de ello cuando respaldaron a Casio el perdedor -señaló Delio alegremente-. Antonio tendrá que escoger entre dos facciones que apoyaron al hombre equivocado.

– Pero mi padre dio soporte a Julio César -manifestó Herodes-. Lo que debo hacer es convencer a Marco Antonio de que, si se me permite vivir en Judea y mejorar mi posición, siempre estaré al lado de Roma. Estuvo en Siria hace años atrás cuando Gabinio era gobernador, así que debe de ser consciente de lo revoltosos que son los judíos. Pero ¿recordará que mi padre ayudó a César?

– Humm -ronroneó Delio, que miró el arco iris que creaba el chorro de agua que salía de la boca del delfín-. ¿Por qué iba a recordar eso Marco Antonio cuando más recientemente fuiste un hombre de Casio? Si no recuerdo mal, también lo fue tu padre antes de morir.

– No soy mal abogado, puedo defender mi caso.

– Siempre que se te dé la oportunidad. -Delio se levantó, le tendió la mano a Herodes y se la estrechó cálidamente-. Te deseo lo mejor, Herodes de Judea. Si te puedo ayudar, lo haré.

– Verás que soy muy agradecido.

– ¡Tonterías! -Delio se rió mientras se alejaba-. No tienes más que lo que llevas a la espalda.

Marco Antonio se había mantenido notablemente sobrio desde su marcha al este, pero los sesenta hombres de su comitiva habían esperado que Nicomedia vería la aparición de Antonio el Sibarita. Una opinión compartida por una compañía de músicos y bailarines que se habían apresurado a venir desde Byzantium ante la noticia de su llegada a la vecindad; desde Hispania hasta Babilonia, todos los miembros de la Liga de Actores Dionisíacos conocían el nombre de Marco Antonio. Entonces, para asombro general, Antonio había despedido a la compañía con una bolsa de oro y se había mantenido sobrio, aunque con una triste y nostálgica expresión en su feo y apuesto rostro.

– No se puede hacer, Poplicola -le dijo a su mejor amigo con un suspiro-. ¿No has visto cuántos potentados flanqueaban la carretera mientras llegábamos? Llenaron los salones en el momento que el mayordomo abrió las puertas. Todos están aquí para marchar sobre Roma y sobre mi. No pretendo dejar que eso ocurra. No escogí Oriente como mi jurisdicción para verme privado de los bienes que el este posee con tanta abundancia. Así que me sentaré a dispensar justicia en nombre de Roma con la cabeza clara y el estómago tranquilo. -Se rió-. ¿Oh, Lucio, recuerdas lo enfadado que se mostró Cicerón cuando vomité en tu toga en la rostra? -Otra risita y un encogimiento de hombros-. ¡La obligación, la obligación! -se reprochó a sí mismo-. Me están aclamando como el nuevo Dionisio, pero están a punto de descubrir que por el momento soy el agrio viejo Saturno. -Los ojos castaño rojizo, demasiado pequeños y juntos como para complacer a un escultor retratista, brillaron-. ¡El nuevo Dionisio! Dios del vino y el placer; debo decir que me gusta la comparación. Lo mejor que consiguieron para César fue simplemente Dios.

Poplicola, que conocía a Antonio desde que eran niños, no manifestó su creencia de que Dios era superior al dios de esto o aquello; su principal trabajo era mantener a Antonio en el gobierno; por lo tanto, recibió este discurso con alivio. Eso era lo bueno de Antonio; podía cesar bruscamente sus francachelas -en ocasiones durante meses-, sobre todo cuando asomaba su sentido de la supervivencia. Como hacía ahora. Tenía razón; la invasión de potentados significaba problemas además de un duro trabajo, por lo tanto, le correspondía a Antonio conocerlos individualmente, saber qué gobernantes conservarían sus tronos y cuáles los perderían. En otras palabras, cuáles eran los mejores para Roma.

Todo esto significaba que Delio tenía pocas esperanzas de conseguir su meta de acercarse a Antonio en Nicomedia. Entonces la fortuna entró en escena, y comenzó cuando Antonio ordenó que la cena no sería por la tarde sino al anochecer, y mientras la mirada de Antonio se movía por los sesenta romanos que entraban en el comedor, por alguna oscura razón se posó en Quinto Delio. Había algo, en él que le gustó al gran hombre, aunque no sabía bien qué era; quizá una tranquilizadora cualidad que Delio podía untar incluso sobre los temas más desagradables como un bálsamo.

– ¡Eh, Delio! -gritó-. ¡Ven aquí conmigo y con Poplicola! Los hermanos Decidio Saxa se inquietaron, como también Barbatio y unos pocos más, pero nadie dijo una palabra mientras el encantado Delio dejaba caer su toga al suelo y se sentaba en la parte del diván que formaba el fondo de la U. Mientras un sirviente recogía la toga y la plegaba -una tarea difícil-, otro sirviente le quitó los zapatos a Delio y le lavó los pies. No cometió el error de usurpar el locus consularis, que ocuparía Antonio, con Poplicola en el medio. El suyo era el extremo más apartado del diván, socialmente el lugar menos deseado, pero, para Delio, ¡un gran ascenso! Sentía cómo las miradas de los demás lo taladraban, y sus mentes funcionando a todo ritmo para deducir qué había hecho para ganarse aquella promoción.

La comida era buena, aunque no lo bastante romana; demasiado cordero, pescado muy cocido, sazones peculiares, salsas extrañas. Sin embargo, había un esclavo encargado de la pimienta con un mortero a mano, y si un comensal romano podía chasquear los dedos para pedir un poco de pimienta recién molida, cualquier cosa era comible, incluso la carne hervida alemana. Fluyó el vino samio, si bien muy aguado; pero en el momento en que vio que Antonio lo bebía aguado, Delio hizo lo mismo.

Al principio no dijo nada, pero cuando retiraron los platos principales y trajeron los dulces, Antonio eructó sonoramente, se palmeó el vientre plano y suspiró, dichoso.

– ¿Qué, Delio, qué piensas de este vasto despliegue de reyes y príncipes? -preguntó amablemente.

– Personas muy extrañas, Marco Antonio, en especial para alguien que nunca ha estado en Oriente.

– ¿Extrañas? ¡Sí, no hay duda de que lo son! Astutos como ratas de alcantarilla, con más caras que Jano y dagas tan afiladas que nunca las sientes penetrar entre tus costillas. Es curioso que respaldasen a Bruto y Casio contra mí.

– En realidad no tan curioso -intervino Poplicola, que era muy goloso y estaba comiendo un pastel hecho de semillas de sésamo y miel-. Cometieron el mismo error con César, respaldaron a Pompeyo Magno. Tú hiciste la campaña en Occidente, lo mismo que César. No saben nada de tu valor. Bruto era un don nadie, pero para ellos había algo de magia en Cayo Casio. Escapó de ser aniquilado con Craso en Carrhae, luego gobernó Siria muy bien a la madura edad de los treinta. Casio era un tema de leyenda.

– Estoy de acuerdo -asintió Delio-. Su mundo está confinado al extremo oriental del Mare Nostrum. Lo que pasa en las Hispanias y las Galias en el extremo occidental es desconocido.

– Es verdad. -Antonio hizo una mueca al ver los platos de dulces en la mesa baja delante del diván-. ¡Poplicola, lávate la cara! No sé cómo puedes comer esa porquería con miel.

Poplicola se fue hasta el final del diván mientras Antonio miraba a Delio con una expresión que decía que entendía gran parte de lo que Delio había esperado ocultar: la penuria, la condición de Hombre Nuevo, la tremenda ambición.

– ¿Alguien entre las ratas de cloaca te ha llamado la atención, Delio?

– Una, Marco Antonio. Un judío llamado Herodes.

– ¡Ah! La rosa entre los cinco hierbajos.

– Su metáfora era aviaria; el halcón entre cinco urracas.

Antonio se rió, un profundo y sonoro mugido.

– Bueno, con Deiotaro, Ariobarzanes y Farnaces aquí es probable que no tenga mucho tiempo que dedicarle a media docena de revoltosos judíos. No me extraña que los cinco hierbajos odien a nuestra rosa Herodes.