Выбрать главу

– Sí, signorina, gracias.

– Cuando llegue el fax de Nueva York se lo subiré.

– Gracias, signorina. -Ella sonrió y salió del despacho. ¿Cómo la habría encontrado Patta?

No cabía la menor duda: Semenzato y La Capra habían hablado por lo menos cinco veces durante el año último; ocho, si las llamadas que Semenzato había hecho a hoteles de diversos países cuando La Capra estaba allí eran para él. Desde luego, se podía objetar -y Brunetti no dudaba de que así lo haría un buen abogado defensor- que no tenía nada de particular que estos dos hombres se conocieran. A los dos les interesaban las obras de arte. La Capra podía haber hecho a Semenzato muchas consultas legítimamente: procedencia, autenticidad, precio. Brunetti miraba los papeles tratando de descubrir una sincronía entre las llamadas telefónicas y el movimiento de las cuentas bancarias de uno y otro, pero ésta no aparecía.

Sonó el teléfono. Él descolgó y dio su nombre.

– Te he llamado antes.

Inmediatamente reconoció la voz de Flavia y advirtió de nuevo su tono grave, tan distinto del que tenía cuando cantaba. Pero esta sorpresa no era nada comparada con la que sintió al oír el tuteo.

– He ido a hacer una visita. ¿Qué sucede?

– Brett no quiere ir conmigo a Milán.

– ¿Ha dicho por qué?

– Dice que no se encuentra bien para viajar, pero es cabezonería. Y miedo. No quiere reconocerlo, pero tiene miedo de esa gente.

– ¿Y tú? -preguntó él tuteándola a su vez con complacencia-. ¿Te marchas?

– No tengo alternativa -dijo Flavia, y enseguida rectificó-: Sí la tengo. Podría quedarme si quisiera, pero no quiero. Mis hijos van a casa y quiero estar allí para recibirlos. Y el martes tengo ensayo con piano en La Scala. Ya cancelé una actuación, y ahora les he dicho que cantaré.

Brunetti se preguntaba qué podía hacer él en este asunto, y Flavia no tardó en informarle.

– ¿Podrías hablar con ella? ¿Hacerla entrar en razón?

– Flavia -empezó él, vivamente consciente de que ésta era la primera vez que la llamaba así-, si tú no la has convencido, dudo mucho de que yo pueda hacerle cambiar de idea. -Y, antes de que ella tuviera tiempo de protestar, agregó-: No es que trate de escurrir el bulto, es que no creo que dé resultado.

– ¿Y ponerle protección?

– Sí; podría poner a un hombre en el apartamento. -Casi sin pensar, rectificó-: O a una mujer.

La respuesta fue inmediata. Y áspera:

– El que no nos acostemos con hombres no quiere decir que nos dé miedo estar en una habitación con uno de ellos.

Él se quedó callado hasta que ella preguntó:

– Bueno, ¿no vas a decir algo?

– Estoy esperando que pidas perdón por tu estupidez.

Ahora tocó callar a Flavia. Finalmente, con gran alivio, él la oyó decir en tono más suave:

– De acuerdo. Perdón por mi estupidez y por mi arranque. Será que estoy acostumbrada a tratar a la gente sin miramientos. Y que quizá aún soy muy susceptible por lo que se refiere a Brett y a mí.

Presentadas las disculpas, Flavia volvió a la cuestión:

– No sé si podremos convencerla para que acepte tener a alguien en el apartamento.

– Flavia, no dispongo de otro medio para protegerla. -Él oyó un fuerte ruido, como de maquinaria pesada-. ¿Qué es eso?

– Un barco.

– ¿Dónde estás?

– En Riva degli Schiavoni -dijo ella-. No quería llamar desde casa, y he salido a dar un paseo. -Aquí cambió la voz-. No estoy lejos de la questura. ¿Puedes recibir visitas en horas de trabajo?

– Naturalmente -rió él-. Soy un jefe.

– ¿Puedo ir ahora? No me gusta hablar por teléfono.

– Desde luego. Cuando quieras. Ahora mismo. Espero una llamada, pero no tiene sentido que sigas dando vueltas por ahí con esta lluvia. Además -agregó sonriendo para sí-, aquí se está caliente.

– De acuerdo. ¿Pregunto por ti?

– Sí. Di al agente de la puerta que estás citada y él te acompañará a mi despacho.

– Gracias. Ahora mismo voy. -Colgó sin darle tiempo a despedirse.

En cuanto Brunetti colgó, el teléfono volvió a sonar. Era Carrara.

– Guido, su signor La Capra estaba en el ordenador.

– ¿Sí?

– La cerámica china me ha permitido localizarlo.

– ¿Por qué?

– Por dos cosas. Hará unos tres años, de una colección particular de Londres desapareció un bol de celadón. El hombre al que al fin acusaron de la sustracción dijo que un italiano le había pagado para que consiguiera concretamente esa pieza.

– ¿La Capra?

– Él no lo sabía. Pero la persona que lo delató dijo que uno de los intermediarios que había agenciado el trato usó el nombre de La Capra.

– ¿«Agenciado el trato»? -preguntó Brunetti-. ¿Quiere decir, sencillamente, organizado el robo de una sola pieza?

– Sí. Es cada vez más frecuente -respondió Carrara.

– ¿Y la otra cosa? -preguntó Brunetti.

– Es sólo un rumor. Lo tenemos en la lista de «casos sin confirmar».

– ¿De qué se trata?

– Hará unos dos años, en París, un marchante de arte chino, un tal Philippe Bernadotte, fue muerto una noche en la calle mientras paseaba al perro. Sus asaltantes le robaron la cartera y las llaves. Con las llaves entraron en su casa, pero, por extraño que parezca, no le robaron nada. Eso sí, registraron sus archivos y, al parecer, se llevaron papeles.

– ¿Y La Capra?

– El socio de la víctima recordaba que días antes de su muerte, monsieur Bernadotte había mencionado una disputa que había tenido con un cliente que lo acusaba de haber vendido una pieza que sabía que era falsa.

– ¿El cliente era el signor La Capra?

– El socio no lo sabía. Sólo recordaba que monsieur Bernadotte se había referido a él varias veces llamándolo «el cabrito», pero pensó que bromeaba.

– ¿Monsieur Bernadotte y su socio eran capaces de vender una pieza sabiendo que era falsa? -preguntó Brunetti.

– El socio, no. Pero, al parecer, Bernadotte había estado complicado en varias ventas y compras dudosas que habían sido investigadas.

– ¿Por la brigada antirrobo de obras de arte?

– Sí. La oficina de París tenía un dossier sobre él.

– ¿Y de su casa no se llevaron nada, después de matarlo?

– Parece que no, pero el que lo ha matado tuvo tiempo de revisar sus archivos y sus inventarios y sacar lo que le interesara.

– ¿Así que es posible que el signor La Capra fuera «el cabrito» al que había aludido la víctima?

– Eso parece -convino Carrara.

– ¿Algo más?

– No; pero si ustedes pueden darnos más datos, se lo agradeceremos.

– Diré a mi secretaria que le envíe todo lo que tenemos, y si descubrimos algo más sobre él y Semenzato se lo diré.

– Gracias, Guido. -Y Carrara colgó.

¿Qué era lo que cantaba el conde Almaviva? «E mifarà il destino ritrovar questo paggio in ogni loco!» También parecía ser el destino de Brunetti encontrar a La Capra dondequiera que mirase. De todos modos, Cherubino era bastante más inocente que el signor La Capra. Por lo que Brunetti había averiguado, cabía sospechar que La Capra estaba involucrado en la muerte de Semenzato. Pero todo era puramente circunstancial, no tendría valor alguno ante un tribunal.

Brunetti oyó un golpe en la puerta y gritó: «Avanti». Un policía de uniforme abrió y dio un paso atrás para que entrara Flavia Petrelli. Cuando ella pasaba por delante del policía, Brunetti vio cómo la mano del agente hacía un marcial saludo antes de cerrar la puerta. Brunetti no tuvo que preguntarse a quién se rendía homenaje con el gesto.

Flavia llevaba un impermeable marrón oscuro forrado de piel. El frío de la tarde había puesto color en su cara, que seguía limpia de maquillaje. Rápidamente, cruzó el despacho y estrechó la mano que él le tendía.