– Sí -respondió ella sin ánimo.
– Entonces deje el teléfono, vaya a buscar el abrigo y salga del apartamento -ordenó él con una voz que por primera vez se aproximaba al que debía de ser su tono natural.
– ¿Cómo sé que dejarán marchar a Flavia? -preguntó Brett, tratando de que su voz pareciera serena.
Esta vez él se rió.
– No lo sabe. Pero yo le aseguro, es más, le doy mi palabra de caballero de que tan pronto como usted salga del apartamento con mis amigos alguien hará una llamada y la signora Petrelli podrá marcharse. -Como ella no respondiera, él agregó-: No hay alternativa, dottoressa.
Ella puso el teléfono en la mesa, salió al recibidor y descolgó el abrigo del armario. Volvió a la sala, fue a su escritorio y tomó una pluma. Rápidamente, escribió unas palabras en un papel pequeño y fue a la librería. Miró el panel de control del tocadiscos, oprimió la tecla «Repetir» y puso el papel en la caja vacía del CD, la cerró y la dejó apoyada en la puerta del tocadiscos. Recogió las llaves de encima de la mesa del recibidor y salió.
Cuando abrió la puerta de la calle, dos hombres entraron rápidamente en el zaguán. En uno de ellos reconoció al más bajo de los que la habían golpeado y tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un paso atrás. Él sonrió y extendió la mano.
– Las llaves -exigió. Ella las sacó del bolsillo y se las dio. El hombre desapareció por la escalera arriba y tardó cinco minutos en volver, durante los cuales el otro hombre estuvo observándola, mientras ella miraba el agua que entraba por debajo de la puerta con la pequeña ondulación que señalaba la llegada del acqua alta.
Cuando el hombre volvió, su compañero abrió la puerta y salieron a la calle inundada. Seguía diluviando y no llevaban paraguas. Rápidamente, se encaminaron hacia Rialto. Iban uno a cada lado de ella y cuando en las estrechas calles se cruzaban con otros transeúntes se situaban uno delante y otro detrás. Al otro lado del puente, los dos hombres trataron de ir hacia la izquierda, pero el agua había subido mucho a lo largo del Gran Canal, y tuvieron que seguir por el mercado, en el que sólo quedaban los más atrevidos. Torcieron a la izquierda, subieron a una de las pasarelas de madera colocadas sobre los soportes metálicos y siguieron hacia San Polo.
Ella comprendía que había sido imprudente. No podía estar segura de si el que la había llamado tenía a Flavia. Aunque, si no la había seguido, ¿cómo podía saber la hora exacta en que ella había salido del apartamento y adonde se dirigía? Tampoco podía tener la certeza de que aquel hombre dejara marchar a Flavia a cambio de que ella se aviniera a hablar con él. Era sólo una posibilidad. Pensó en Flavia, la recordó sentada junto a su cama cuando despertó en el hospital, recordó a Flavia en escena, en el primer acto de Don Giovanni, cantando «E nasca il tuo timor dal mio periglio» y recordó otras cosas. Era una posibilidad y se había arriesgado.
El que iba delante se volvió hacia la izquierda, bajó de la pasarela al agua y fue hacia el Gran Canal. Ella reconoció la calle Dilera, recordó que allí había una tintorería especializada en prendas de ante y se admiró de poder pensar en algo tan trivial en un momento semejante.
Con el agua por encima del tobillo, se pararon delante de una gran puerta de madera. El más bajo la abrió con una llave y Brett se encontró en un patio, bajo la lluvia que batía el agua atrapada en su interior. Los dos hombres, uno delante y otro detrás de ella, le hicieron cruzar el patio. Subieron un tramo de la escalera exterior, abrieron otra puerta y entraron. Allí los recibió un hombre más joven que, con un movimiento de la cabeza, les indicó que podían marcharse. Luego, sin decir nada, dio media vuelta, condujo a Brett por un largo pasillo, una segunda escalera y luego una tercera. Al llegar arriba, se volvió para decirle:
– El impermeable.
Se situó detrás de ella, que, con dedos torpes de frío y de angustia, peleaba con los botones. Por fin consiguió quitarse el impermeable. Él lo tomó, lo dejó caer al suelo con indolencia, la abrazó bruscamente y le manoseó los pechos mientras se frotaba rítmicamente contra ella y le susurraba al oído:
– Tú aún no sabes lo que es un italiano de verdad, ¿eh, angelo mio? Espera, espera y verás.
Brett dejó caer la cabeza hacia adelante y sintió que se le doblaban las rodillas. Luchó por permanecer de pie y lo consiguió, pero perdió su otra batalla contra las lágrimas.
– Ah, eso está bien -dijo el hombre a su espalda-. Me gusta cuando lloráis.
Dentro de la habitación sonó una voz. Con la misma brusquedad con que la había abrazado, el hombre se apartó de ella y abrió la puerta. Se hizo a un lado para que ella entrara y cerró la puerta quedándose fuera. Ella, empapada, empezaba a tiritar.
Había un hombre de unos cincuenta años en el centro de aquella habitación con suelo de madera llena de vitrinas de plexiglás sobre soportes cubiertos de terciopelo que se alzaban hasta la altura de los ojos. Unos focos disimulados en las gruesas vigas de madera del techo iluminaban las vitrinas, vacías algunas de ellas. Similar iluminación tenían las hornacinas que vio en las blancas paredes, pero éstas todas parecían contener algún objeto.
El hombre se adelantó sonriendo.
– Dottoressa Lynch, es un gran honor. Nunca imaginé que tendría el placer de conocerla personalmente. -Se detuvo delante de ella, con la mano extendida todavía y prosiguió-: Quiero que sepa ante todo que he leído sus libros y me han parecido muy ilustrativos, especialmente, el dedicado a las cerámicas.
Ella no hacía ademán de darle la mano, por lo que el hombre bajó la suya, pero no se apartó.
– Celebro que haya accedido a venir.
– ¿Tenía elección? -preguntó Brett.
El hombre sonrió.
– Claro que tenía elección, dottoressa. Siempre hay elección. Sólo que cuando la elección es difícil decimos que no la tenemos. Pero siempre hay elección. Hubiera podido negarse a venir, y hubiera podido llamar a la policía. Pero no lo hizo, ¿verdad? Sonrió otra vez y hasta su mirada se hizo más cálida, quizá por su sentido del humor, quizá por algo tan siniestro que Brett prefirió no analizarlo.
– ¿Dónde está Flavia?
– Oh, la signora Petrelli está bien, se lo aseguro. Lo último que he sabido de ella es que volvía de la Riva degli Schiavoni, camino de su apartamento.
– ¿Entonces no la tiene usted?
Él se echó a reír.
– Claro que no, dottoressa. En ningún momento. No hay necesidad de mezclar a la signora Petrelli en este asunto. Además, si algo pudiera ocurrirle a su voz, nunca me lo perdonaría. Y no es que me entusiasme todo lo que canta -añadió con la condescendencia de la persona de gusto más refinado-, pero su talento me inspira franco respeto.
Brett dio media vuelta y fue hacia la puerta. Hizo girar el picaporte, pero no pudo abrir. Probó otra vez, con más fuerza, y tampoco consiguió que la puerta cediera. Mientras tanto, el hombre se había situado frente a una de las vitrinas iluminadas. Cuando ella se volvió, lo vio contemplar las pequeñas piezas que contenía la vitrina, casi ajeno a su presencia.
– ¿Va a dejarme marchar? -preguntó ella.
– ¿Le gustaría ver mi colección, dottoressa? -preguntó él como si no la hubiera oído.
– Quiero salir de aquí.
Nuevamente, fue como si no hubiera dicho nada.
Él seguía mirando las dos figuritas de la vitrina.
– Estas dos pequeñas piezas de jade deben de ser de la dinastía Shang, ¿no le parece? Probablemente, del período An-yang. -Dio la espalda a la vitrina y sonrió a Brett-. Desde luego, es un período muy anterior al de su especialidad, dottoressa, unos mil años, pero sin duda le resultarán familiares. -Fue hacia la siguiente vitrina y se paró a mirar su contenido-. Fíjese en esta bailarina. Todavía conserva casi toda la pintura; es algo insólito en una pieza del Han Occidental. Tiene unas muescas en la parte inferior de la manga, pero si la pongo un poco ladeada no se ven. -Extendió los brazos, levantó la cubierta de plexiglás del soporte y la dejó en el suelo. Cuidadosamente, tomó la figura, que medía unos treinta centímetros, y cruzó la habitación.