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La técnico pasó silenciosamente detrás de Codi, acompañando al pequeño quirófano a un nuevo cliente. Su jefe, un hombre entrado en años, canoso y vestido con su correspondiente bata blanca, salió desde el interior y se acercó al mostrador.

—¡Señor Weil! Ya estoy con usted. ¿Todo en orden?

— Sí.

— He visto que estaba observando las maquetas.

—¿Meten todo esto aquí dentro? — Codi señaló su oreja.

Era un comentario ridículamente obvio, pero casi todos los comentarios sociales lo eran. En la cara del hombre, el entusiasmo floreció donde antes sólo había cortesía.

—¡Por supuesto! Se hace un pequeño agujero en el tímpano y después en el hueso que rodea el oído interno. Esto — el hombre señaló la lámina enrollada— se introduce en la cóclea, la parte del oído interno que transforma las ondas mecánicas en impulsos nerviosos. Los implantes…

— Parece muy interesante — le interrumpió Codi con suavidad—, pero creo que prefiero mantener intacto el encanto del misterio.

—¿Misterio? ¡Esa intervención lleva haciéndose desde hace más de un siglo! Inicialmente en casos muy seleccionados, pretendiendo solucionar problemas gravísimos de audición… Los resultados eran ciertamente cuestionables, pero desde que puede hacerse de forma totalmente segura hemos tenido una verdadera revolución en las comunicaciones.

Codi asintió: saltaba a la vista que el hombre tenía ganas de hablar. Por pura cortesía, hizo lo posible por prestar atención a pesar de que justo en aquel momento el pronóstico de la técnico empezó a cumplirse. Mientras la conferencia sobre implantes seguía, fue discretamente informado de que tenía trece llamadas sin contestar. Lo más fácil hubiera sido interrumpir al encargado y atenderlas pero, viendo el interés que ponía en la explicación, a Codi le supo absurdamente mal.

—¿Ha visto alguna vez uno de éstos?

Codi aceptó el objeto que le tendía y le dio vueltas entre los dedos. Sonrió estoicamente mientras el recordatorio se repetía una y otra vez en segundo término.

— No.

El aparato tenía el tamaño de la palma de Codi. Era bastante plano, con una pequeña pantalla y diminutos botones con los números del cero al nueve. No era una imitación: la superficie estaba deslustrada. Parecía auténtico, y ciertamente antiguo.

— Tecnología punta de medio siglo de antigüedad — le explicó el hombre con orgullo—. Era necesario que dos personas poseyeran un aparato así para que tuvieran el privilegio de comunicarse a distancia. Por supuesto, dejaba de funcionar con frecuencia y se olvidaba en cualquier parte. Lo que hemos avanzado… Increíble, ¿verdad?

— Sí.

— Son doce con treinta y cinco por el implante y sesenta y dos con cuatro por los trámites de conexión. Setenta y cuatro con treinta y nueve en total.

Codi asintió. Se estrecharon la mano, sellando el pago, y el periodista salió de la clínica sintiéndose un poco menos libre que cuando entró. Era absurdo estar defraudado por haber sido atendido tan rápido y tan bien, pero así era como estaba empezando a sentirse. Al descubrir el fallo del implante, había supuesto que el arreglo le ocuparía el día entero. Había hecho… podía llamarlos planes alternativos, pero la mañana aún no había terminado y el problema ya estaba solucionado. Era demasiado pronto para no volver a la redacción. No era su costumbre escaquearse del trabajo, pero Harden se volvía un poco más exigente y gruñón con cada día que pasaba… Unas horas lejos del vigilante ojo del jefe le habrían permitido organizar varios asuntos atrasados.

Avisos automáticos para Weil, Candance. Tiene trece llamadas sin contestar. Tiene cinco mensajes sin escuchar. Tiene…

Todas sus preferencias se habían desconfigurado, por supuesto. Reinaban los valores predeterminados, como la metálica voz femenina y la necesidad de molestar con inútiles avisos cada cinco minutos. «Borrarlos sumariamente», pensó Codi. Quien quiera que le hubiera llamado podía hacerlo de nuevo.

Esta acción no se podrá deshacer. Tiene un mensaje de máxima prioridad. ¿Está seguro de que desea borrarlo?

—¿De quién es?

Harden, Víctor.

— Borrar — Codi hizo una mueca. Por un instante había imaginado que podía ser de Cladia. Llevaba una semana sin tener noticias suyas—. Si es Harden, volverá a llamarme.

No había terminado aún, cuando la voz le avisó de nuevo.

Llamada entrante para Weil, Candance. Etiqueta de máxima prioridad. Harden, Víctor.

Por un instante, todas las maldiciones del mundo no le parecieron suficientes para expresar su opinión sobre su editor jefe. Había explicado adónde iba. Había avisado de que tardaría en volver. Cualquier otro jefe le habría dado un par de horas de tranquilidad. Harden no. Harden consideraba que el tiempo de Codi era de su absoluta propiedad.

El periodista dio un puntapié al guijarro que encontró en el camino. Era grande, la mitad de un puño, e impactó ruidosamente contra la pared de un edificio. Algunos transeúntes miraron a Codi de reojo, pero no dijeron nada. La imagen de una persona hablando apasionadamente consigo misma estaba arraigada en la sociedad. Además, la mayoría de los paseantes tenía la mirada acristalada de quien tiene a su grupo favorito tocando dentro de su propia cabeza.

Codi cogió aire para calmarse y se aclaró la garganta.

— Hola, señor Harden — dijo, confiando en que su tono transmitiera diligencia y entusiasmo.

— Candance, amigo mío, me alegro de dar contigo por fin. ¡Llevo toda la mañana intentándolo!

— Le dije a Snell que estaría en el médico.

— Sí, sí, sí. ¿Todo bien?

— Estupendamente.

Durante la breve pausa que siguió Codi se dedicó alternativamente a maldecir y a preguntarse por qué Harden le necesitaba con tanta urgencia. Su eterno tono optimista pocas veces traslucía algo, pero Codi no había pasado tres años trabajando a su lado en balde. Entre los muchos motivos que Harden podía tener para perseguirle, el más probable era…

— Así que ya estás libre. Eso está bien. Necesito que me hagas un favor.

Silencio. Codi suspiró. Se preguntó por qué el hombre se molestaba en fingir inseguridad. Fuera cual fuera el encargo, los dos sabían que Codi lo haría.

—¿Sí?

— Verás… Resulta que tengo concertada una entrevista, conseguirla fue toda una demostración de olfato periodístico. Pero ha surgido una reunión que no puedo dejar en manos de cualquiera, así que no voy a poder hacer la entrevista. Es a las once.

—¡¿De hoy?!

—¡Claro! Ése es el problema. Ya no se puede aplazar…

Codi aguantó la pausa. La aguantó todo el tiempo que le fue humanamente posible, dejando que el taciturno silencio fuese su protesta. Algún día, cualquier día, se negaría. Incluso ahora podía negarse. No con un no rotundo, pero sí diciendo que aún le quedaba una parte del implante por revisar. Harden no podría decir nada a eso. De hecho, le bastaría con…

— Está bien — suspiró.

Hubiera querido que su voz sonara magnánima, pero no le era fácil mostrarse magnánimo con su jefe. Sonó, a lo sumo, tranquilizadora. Una vez más, él se encargaría de arreglar las cosas. Se aseguraría de que todo saliera bien y todos quedaran en buen lugar. Codi no era la mano derecha de Harden; ni siquiera era su mano izquierda. No llevaba el suficiente tiempo en Hoy y Mañana para aspirar a tales cimas de reconocimiento laboral. Pero si Harden tenía un problema, todos sabían a quién acabaría por recurrir. Era un hecho conocido en la redacción que Codi Weil era demasiado eficiente y bien intencionado para su propio bien.