No pasó mucho tiempo antes de que Cherny sacara la hélide del vuelo rasante y la elevara a una altura más segura. Cientos de islas diminutas salpicaban la planicie acuática como gotas solidificadas, escasas en la periferia donde se encontraban e innumerables en el corazón del archipiélago, que se perdía en la bruma matutina.
—¿No le resulta difícil encontrar la suya? — preguntó el periodista.
— La hélide carece de piloto automático, no de un sistema de navegación — dijo Cherny—. Y aunque no lo tuviera, nunca me perdería.
— Creció aquí, ¿verdad? En el Formatorio de la costa.
Codi había tomado buena nota de la casual observación de Cherny del día anterior, pero no había tenido ninguna intención de sacarlo a la luz. Estaba volviendo a casa, a la civilización, se sentía contento y después de su pequeña demostración de poder en el despegue intuía que Cherny también lo estaba. Ni él mismo sabía de dónde había salido aquel impulso de provocar al orchestrista precisamente ahora.
Esperó conteniendo la respiración la reacción de Cherny. Esperaba una explosión similar a las del día anterior, pero lo único que obtuvo fue una breve mirada en su dirección. Después, la atención de Cherny volvió a posarse sobre los mandos.
— En la costa, no — dijo con voz plana—. En una de las islas. ¿Sabe lo que eran?
— Se usaban como talleres. Rico me lo contó. ¿Una de ellas tenía un taller de música?
— Sí.
—¿Allí fue donde aprendió a tocar?
— Sí… — el orchestrista titubeó por un instante—, pero no. No exactamente…
—¿Por qué lo cerró? ¿Por qué los cerró todos?
La pregunta sonaba a crítica, e inmediatamente el aire en la cabina se volvió un poco más frío. Las manos de Cherny se tensaron y trazaron varias veces el perfil de los mandos en lo que Codi estaba seguro era una nueva variante de su tic.
— Porque me dio la gana.
— Es una razón tan válida como cualquier otra — respondió Codi afablemente.
— No me gustaba el sitio, ¿vale? Era un crío cuando vine aquí, y lo odié con todas mis fuerzas. Así que cuando me hice mayor, decidí que sería divertido volver a las Hayalas y borrarlas del mapa.
—¿Sabe que la gente de la ciudad está resentida con usted por ello? Y los niños…
— Los niños están mejor así.
— La razón de que exista un Formatorio es garantizarles una educación. Abrir talleres especializados para chicos con talento me parece una iniciativa muy loable.
— Loable… Para ser periodista tiene un vocabulario bastante limitado — dijo Cherny ácidamente.
Codi, un poco más sabio en su segundo día de trato con el orchestrista, se limitó a ignorar el sarcasmo. Cuando Cherny estaba realmente enfadado, hacía cosas más contundentes que lanzar comentarios irónicos.
—¿Por qué odiaba este lugar? — preguntó.
— A usted le gustaría vivir en una isla como la mía.
— Por supuesto.
— Tenga en cuenta que es una de las más grandes. Imagínese otra más pequeña. Imagínese con seis años y con… talento — la palabra cayó de su boca como una gota de veneno—. Se levanta a las siete, entra en clase a las ocho y hasta las diez de la noche no se dedica a otra cosa que ciencia, ciencia, ciencia. Literatura, literatura, literatura. Música, música, música. Viendo el agua a través de un cristal, sin poder salir fuera a tocarla. ¿Le gustaría mucho?
— Creía que…
—¿Venían aquí, pasaban un rato enriquecedor y volvían a la costa? No. Al menos, no los realmente buenos. Quien tiene talento, no tiene ningún derecho a desaprovecharlo.
— Yo…
— Me irrita — declaró Cherny de repente, privando a Codi de la oportunidad de contestar—. No sé si porque asume las cosas con demasiada facilidad, o porque esas cosas que asume son siempre buenas.
—¿Le parece inadecuado?
— Me parece antinatural.
Una vez más, Codi podía haber respondido de muchas maneras, pero eligió el silencio. El aparato se encontraba ahora muy alto, tanto que su sombra no era más que un punto corriendo por las olas. El número de islas creció. A lo lejos se perfiló una que, fácilmente, era la más grande de todas. Monolítica, ovalada, se parecía a la joroba de un gigantesco animal que descansara sobre las olas. Al acercarse, Codi notó que toda su superficie estaba surcada por grietas. La mayoría llegaban hasta el agua, lo cual significaba que ni siquiera aquello era una única isla sino un denso cúmulo de ellas, columnas firmes y sobrias que formaban un intrincado laberinto de roca, aire y agua.
El periodista estaba a punto de preguntar qué hacían allí — llevaba tiempo sospechándolo, pero ahora ya era evidente que su destino no era Montestelio—, cuando Cherny habló de nuevo.
— Esta vez estás avisado — dijo—. Agárrate bien y no te preocupes. He hecho esto muchísimas veces.
La hélide se abalanzó hacia abajo a velocidad creciente. La roca aumentó de tamaño, hasta que de repente estuvo demasiado cerca para ser razonable… Codi podía ver cada detalle del suelo, las manchas negruzcas de la escasa vegetación pasando a velocidad de vértigo debajo de él… Se prometió que, pasara lo que pasara, no cerraría los ojos.
Y de repente el suelo desapareció. Había un vacío sin fondo, una grieta enorme y negra bajo las alas del aparato. La hélide se precipitó en su profundidad con ansia. Codi se agarró a su asiento, sobrecogido por el continuo descenso hacia una oscuridad cada vez más insondable. Sabía que sólo habían pasado instantes, pero le parecía que llevaba horas bajando.
— La grieta es ancha, no rozaremos las paredes — la voz de Cherny era firme. Y el vuelo del aparato era igual, siguiendo el trazado de la grieta sin temblar, corrigiendo la trayectoria con giros precisos—. Mira abajo.
Codi miró. Primero no supo lo que era y después sorbió el aire, sobrecogido por la escena. Había luz bajo las alas del aparato. Luz que no venía del cielo, sino de las profundidades del agua. Hechizado, Codi se inclinó hacia delante. El color era increíble: un azul suave, ligeramente fosforescente, idealmente puro. Quería llenarse de aquella visión, retenerla por más tiempo, pero sólo pudo verla un instante y luego todo desapareció. La grieta se estrechaba y la hélide subía bruscamente, con una inclinación y una aceleración que Codi no sabía que pudiera alcanzar. Salieron despedidos a la superficie, al encuentro del aire libre. El horizonte se elevó de nuevo en un ángulo imposible y giró lentamente hasta su posición normal.
Cherny soltó los controles y se dejó caer hacia atrás en el asiento. Sus ojos negros parecían llevar dentro la última chispa del reflejo azul de la grieta.
—¿Lo ha visto? — preguntó.
— Ese color… ¿De dónde viene?
— No lo sé — dijo Cherny, la fácil admisión de que había algo en el mundo que ignoraba sonando extraña en sus labios—, ¿Qué importancia tiene? No verá nada igual en ningún otro lugar. Compuse sonatas pensando en eso.
Volvió a tocar los mandos y el aparato tocó tierra, virando algo bruscamente y parando del todo. Las puertas se abrieron. Cherny bajó del aparato, y Codi le siguió. Se habían posado cerca de una elevación, tras la cual Codi sospechaba que se escondía una nueva grieta. Caminaron en esa dirección, codo con codo, hasta subir a lo más alto. La visibilidad era increíble. La bruma de la mañana se había disipado, y el azul claro del cielo y el azul oscuro del agua estaban separados por la nitidísima curva del horizonte. El silencio hacía daño a los oídos de Codi. Le hacía cosquillas en los nervios porque le hacía esperar una interrupción, un ruido, un golpe. Sabía que ese estado de aire cristalino, de tiempo parado no podía durar. Pero allí estaba, inmaculado, segundo tras segundo tras segundo.