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— Esto es el corazón de las Hayalas, el centro de un gran macizo que se partió — dijo Cherny suavemente.

— Ciertamente, estar aquí es una experiencia iluminadora — dijo Codi. La palabra «iluminadora» era demasiado académica para expresar lo que sentía, pero todas las demás se quedaban cortas.

— Iba a llevarle de vuelta a Montestelio, pero desde ayer me he estado acordando de cosas que tenía largamente olvidadas. Solía venir mucho aquí, hace tiempo. Adoraba el lugar. Hasta le puse un nombre.

—¿Cuál?

Cherny abrió la boca para contestar, pero finalmente sonrió con nostalgia y negó con la cabeza. Se sentó en el suelo, estirando las piernas, y Codi hizo lo mismo. Al comprobar que su acompañante no parecía dispuesto a seguir con la conversación fijó la mirada en el horizonte. El bullicio de la civilización estaba tan arraigado en él que le costaba abandonarse a su ausencia. Sus intentos de meditación eran interrumpidos continuamente por pensamientos parásitos, preocupaciones por los plazos de entrega de unos escritos para Harden y cosas por el estilo. Notó que el orchestrista había sacado la gema azul y jugaba con ella de manera abstraída, haciéndola danzar sobre la roca y recogiéndola antes de que parara.

—¿Te suena el nombre de Habrazaleen? — habló Cherny de repente. Tan pronto lo trataba de usted como lo tuteaba, sin darse cuenta, y eso resultaba en cierto modo halagador para Codi.

— No.

— Era bastante conocido hace unos treinta años. Llevó una vida desordenada y tuvo más hijos de los que pudo mantener. El directo no le gustaba mucho, así que puede considerarse como el antecesor de tu amigo Ramis: fue el primero en hacer una grabación del orchestrón.

— Ra… el señor Ramis no es amigo mío — dijo Codi—. Quiero decir, no tengo el placer de conocerle tan bien como para eso.

Cherny ignoró la observación.

— Habrazaleen tiene una composición que se llama El pasado olvidado — dijo—. Está inspirada en una antigua tragedia bastante… angustiante. Habla de la guerra y la muerte de una manera muy gráfica. Uno de sus personajes se llama Faelas. Se supone que el nombre significa «Piedad»; es la doncella cuyo nacimiento pone fin a la locura. Es la única otra Faelas que conozco. Fally es más fácil de recordar. Todos la han llamado siempre así, pero mi madre le puso Faelas, lo recuerdo. Yo tenía diez años. Volví a casa y la encontré todavía cubierta de sangre. Ayudé a limpiarla.

Se calló. Seguía sin mirar a Codi, aparentemente fascinado por la danza de su juguete. Con el pelo cayéndole sobre los ojos, su cara no revelaba mucho; sólo fijándose con atención Codi pudo detectar el exceso de fuerza con el que plegaba los labios.

— Mi madre me la puso en los brazos y me dijo que no la soltara… Fue absurdo, pero le di mi palabra… Estaba seguro de poder hacerlo.

Hizo una inspiración profunda.

— Gabriel… No tienes por qué contarme nada de eso.

A Codi le resultó extraño llamar al orchestrista por su nombre, pero cualquier otro apelativo sería inadecuado dadas las circunstancias. Igual que el día anterior, Cherny hacía un esfuerzo descomunal por mantener la compostura y casi lo conseguía —¿dónde habría aprendido a controlarse tan bien? — , pero aun así a Codi le resultaba claro lo doloroso que el recuerdo debía de ser para él.

— Supongo que no — dijo.

— Pero… quiero que sepas que puedes hacerlo, y que me gustaría que lo hicieras. Sé que he perturbado tu… tu…

— Has alterado todo mi mundo — dijo Cherny en voz baja—. A Faelas… La quise mucho una vez, y la sigo queriendo, pero desearía que ella no se acordara en absoluto de mí. Sería lo mejor para ella.

— Lo siento.

— No. Te agradezco lo que has hecho, aunque sé que tengo una forma perversa de mostrarlo. No suelo discutir con nadie. Sólo lo hago con la gente que respeto. Tú…

— Te irrito — sonrió Codi. La densa nube que se había instaurado alrededor de ellos necesitaba un soplo de aire fresco para disolverla.

— Me caes bien. Nunca hubiera imaginado que traería a nadie a este lugar.

Codi no supo qué decir. La inesperada declaración le obligó a ser consciente de algo que hasta entonces había ignorado: a él también le caía bien Gabriel Cherny. Le caía bien y, aunque sólo fuera en aquel momento, le parecía extremadamente vulnerable, como un niño que en sus arranques de maliciosa ironía o incluso en momentos de abierta maldad trata de encontrar un equilibrio que siempre se le escapa.

—¿Cómo os… separasteis? — preguntó inseguro de qué palabras usar. ¡Él, un periodista!

— Mi madre… Éramos sólo ella y yo, y no solíamos hablar. Ella nunca… casi nunca decía nada, pero aquel día me hizo prometer que no soltaría a Faelas. Y yo no iba a hacerlo, pero… pesaba mucho para mí. Fue poco a poco. A veces la dejaba en los asientos contiguos al mío, luego en el suelo. Y luego… Pero no, no fue así como empezó. Empezó… una tarde, mientras yo estaba fuera. Nació en casa, de una forma tan prosaica que cuando volví tardé en comprender que algo importante había pasado. No noté el cambio en la figura de mi madre. Creo que al ver a la niña me enfadé; con mi madre por no haberme avisado y conmigo mismo por no haber sabido predecirlo. Le dije que debíamos hablar sobre todos los cambios que sería necesario hacer. Ella no dijo nada. Iba de un lado a otro, cambiaba las cosas de sitio. El embarazo la había desmejorado mucho, siempre estaba pálida y nerviosa. Intenté darle tiempo para recomponerse y me mantuve lejos de su vista hasta que ella misma me llamó. Puso a Faelas en mis brazos e hizo que la abrazara muy fuerte. Yo estaba seguro de que no se debía coger así a un recién nacido, pero imaginé que ella lo sabría mejor.

«—Tengo que decirte algo — me dijo.

«Le dije que bien.

«—Escúchame atentamente.

«Le dije que la escuchaba.

«—Es muy importante.

«Tuve ganas de interrumpirla, porque en su estado de salud yo estaba mucho más capacitado para cuidar de Faelas que ella. Me irritaba que ella no pudiera verlo, que no me diera la razón. Pero me miró de una forma tan rara que, por una vez, no dije nada.

«—Irás con tu padre — anunció—. Los dos iréis con él.

«Hasta entonces, nunca había oído hablar de un padre, ni había pensado en él. Suponía que debía de tener uno y Faelas otro, pero en el fondo no estaba muy seguro de la existencia de ninguno de los dos.

«—¿Cuándo?

«—Ahora mismo.

«Luego empezó a hablar muy deprisa. No necesitaría pagar por la niña en los transportes. Debía mantenerla envuelta en su manta. No debía hablar con extraños ni entrar en callejones oscuros. Aquello fue raro porque vivíamos en un callejón oscuro y lleno de extraños, y nunca se había preocupado. Me dejó tan desconcertado que no pensé en preguntar nada, y mucho menos en protestar. Todo fue muy rápido, muy confuso. Quiero creer que nos despedimos, que ella se despidió de mí, pero no guardo memoria de ese momento. El viaje fue… extraño. Cambié de transporte muchas veces y no me perdí ni una sola, y Faelas se mantuvo dormida todo el tiempo, pero no fue eso lo extraño. Vivíamos en un macroedificio. Se llamaba Luz de Amanecer; tienen todos unos nombres tan irónicos… Mirara donde mirara, había una pared a menos de diez metros de distancia. Sabía lo que era el horizonte pero nunca lo había visto hasta aquel día, cuando el taxi salió del túnel y vi colinas y árboles. Recuerdo que la luz me hacía daño en los ojos y el viento me desconcertaba. Todo era nuevo: plantas que crecían directamente en la tierra, nubes recorriendo el cielo. Ponía una melodía a cada objeto que veía, aun antes de ponerle un nombre. Cuando llegué a la casa del hombre que, según mi madre aseguraba, era mi padre, supe que era muy rico. Y no simplemente rico: tenía compañías y terrenos. Su casa estaba en pleno campo y era muy antigua, muy bonita; el porche estaba adornado con macetas y grandes flores rojas. Sabía que era diminuta comparada con un macroedificio, pero empezó a parecerme gigantesca en cuanto comprendí que pertenecía a una sola persona. Deduje que mi madre se había equivocado o me había mentido. Si hubiera sabido cómo, me habría ido de allí, pero el dinero alcanzaba sólo para el trayecto de ida. Además, sabía que la niña pronto tendría hambre. Llamé a la puerta. Apareció un viejo, y le enseñé a Faelas. Le di nuestros nombres y empecé a explicarle qué hacíamos allí. Lo único que hizo fue mirar por encima y alrededor de mí. Comprendí que buscaba a alguna persona mayor: a sus ojos, yo no tenía entidad suficiente para emprender acciones de represalia. Desde dentro se oían voces y estallidos de risas.