«—¿Me has oído? ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
«No dije nada: no sabía qué decir. Sólo me quedaban fuerzas para hacer lo que ya estaba haciendo: estar sentado en aquel peldaño preguntándome cómo alguien podía tirar un koni comido sólo a medias.
«—Dime una cosa, Gabriel. ¿Eres un buen chico? ¿Eres obediente? — no contesté porque cualquiera en mi situación diría que era un buen chico, y pensé que ésa era una pregunta estúpida—. Tengo un lugar… para los niños. Es un sitio estupendo, yo misma me encargo de que lo sea. Pero no acogemos a niños mayores. Dan muchos problemas.
«—Yo no los daré — me apresuré a decir.
«—No me dedico a la caridad y no sé nada de música, pero sé mucho de otras cosas y te diré que me ha gustado lo que has hecho allí dentro. Tienes que recordar, sin embargo, que sólo acojo a los niños obedientes. Lo contrario sería una falta de provecho.
«—Lo recordaré.
«—Eso lo veremos. Coge a tu hermana y ven conmigo.
«Se levantó sin esperar mi respuesta, y yo me moví como un relámpago para seguir a su lado. Volvimos a rodear la casa. Había un vehículo ante la entrada principal que antes no estaba allí. Me abrió la puerta y dijo que entrara. Trepé dentro y coloqué a Faelas sobre mis rodillas. Alasta no tardó mucho en subir.
«—Al puerto — dijo.
«Esperé volver a ver al hombre, pero no salió fuera. Golpeé con los nudillos la ventanilla del taxi en señal de despedida. Nos pusimos en marcha y poco después me dormí, y desperté sólo cuando Faelas empezó a llorar. Los bebés de un día no son tan guapos como los de un mes. Un bebé hambriento chillando a todo pulmón era insoportable. Siguió llorando el resto del camino. Yo no sabía cómo hacerla callar, y Alasta no hizo ningún gesto que revelara que era consciente de nuestra presencia a su lado. Bajamos del vehículo y anduve detrás de Alasta mientras Faelas seguía berreando. Los transeúntes se paraban a mirarme, y yo miraba mis pies y trataba de ignorar sus gestos de desaprobación. Por eso tardé en ver lo que tenía enfrente. Nos paramos delante de una caja de recogida de bebés. Le dije… creo que le dije que no lo haría, aunque no sé con cuánta convicción. Separarme de Faelas no era una decisión que dependiera de mí. Alasta me recordó mi reciente promesa de obediencia. Traté de… regatear, le prometí encargarme de cuidarla, y ella dijo que si lo hacía no tendría tiempo para tocar. Y no creas que no lo reconocí como lo que era: un soborno y una amenaza a medias. Simplemente llegó un momento en que me dio igual. Alasta era así: era buena convenciendo a la gente. A la larga me enseñó muchas cosas. A leer las emociones, a juzgar su intensidad, a saber de cuál tirar en un momento dado. Conocimientos muy provechosos cuando se trata de aplicarlos en otros, pero no en uno mismo. Lo más… cruel de todo fue que podía haber conseguido lo que quería de mí mucho más fácilmente. Podía haberme dejado en el taxi y haberse llevado al bebé. Pero no… Yo había llevado a la niña todo el tiempo, ella nunca la cogió. Ni siquiera al final. Ni siquiera me ayudó a abrir la caja, o a dejar a Faelas dentro. Me obligó a hacerlo todo a mí.
—¿Te he aburrido mucho?
—¿Aburrido? No — dijo Codi, sobresaltado.
La historia que Cherny había narrado con innegable emoción y cierto refinamiento le había fascinado. Desde los tugurios de Luz de Amanecer hasta las cajas— depósito para niños del Estado, no se parecía en nada a lo que Codi había imaginado sobre él. No dudaba de que fuera cierta. Estaba demasiado impregnada de detalles y sentimientos, parecía cruel como sólo podía serlo una historia real y tierna como correspondía al recuerdo de un niño.
—¿Qué pasó después? — preguntó el periodista.
—¿Después? Nada. Me llevó… allí — Cherny entrecerró los ojos, orientándose con la ayuda del sol, y señaló el horizonte—. Había instrumentos de todo tipo: también un orchestrón. Asistí a clases, aprendí términos complejos, teoría musical, solfeo… Hice lo posible por olvidar de dónde venía, y Alasta hizo lo posible por ayudarme. Recordaba mi vida anterior a veces, pero más como una pesadilla demasiado real que como algo que hubiera experimentado verdaderamente.
—¿Qué pasó con Fally?
El orchestrista se encogió de hombros.
— La caja fue recogida. Acabó en el Formatorio también, pero en la costa. Fue creciendo como todos los niños. No volví a saber de ella en mucho tiempo.
Codi aguardó unos segundos a que continuara, tras los cuales comprendió que el silencio de Cherny era deliberado. Sentía la tentación de preguntar más: los detalles del nacimiento de Fally le interesaban mucho, pero saber cómo acabó adoptada por Ramis — la última ironía— era lo que le despertaba más curiosidad. Con todo, si Gabriel no quería decir nada a ese respecto, lo sensato era honrar su decisión.
— Así que ya eras una promesa del orchestrón cuando viniste aquí — dijo cambiando de tema—. De hecho, viniste precisamente porque lo eras.
— Ajá.
—¿Quién te enseñó?
— Nadie.
— Pero ¿cómo empezaste? ¿Por qué decidiste hacerlo, cómo supiste que querías tocar?
— Desde que puedo recordar, siempre he oído música dentro de mi cabeza. Es placentera o es discordante, pero nunca se calla. Sacarla fuera fue lo natural — Gabriel apartó de los ojos unos mechones de pelo negro, pero en vez de bajar la mano la mantuvo en el aire, admirándola con su habitual expresión serena. Sus siguientes palabras sonaron tan tentativas como pisadas sobre un cristal—. Mi… madre… trabajaba en… una tienda de música. Tenían un pequeño orchestrón, de sólo diez registros. Cuando el dueño se iba, yo lo tocaba. Cuando tardaba en irse, leía partituras… La verdad es que fue una mala época. No me gusta recordarlo.
— Podemos dejarlo cuando quieras — dijo Codi.
Gabriel asintió.
— Es hora de que te lleve a la costa, como te prometí. Lamento no haberte sido de más ayuda en lo que te trajo hasta aquí.
Esta vez, Codi fue el primero en levantarse y el que caminó por delante. Oía las suaves pisadas de Gabriel a sus espaldas. Sólo por cómo sonaban, supo que Cherny luchaba por volver a ser dueño de sí mismo. Lo estaba consiguiendo: no habían intercambiado más palabras, pero para cuando habían vuelto a la hélide, el periodista era consciente de que la vulnerabilidad del orchestrista se había resquebrajado.
Una vez dentro del aparato, Gabriel no activó los mandos en seguida. Se volvió estudiando a Codi en silencio. El periodista creyó adivinar la razón.
— Sé guardar secretos — dijo—. Lo dije antes, y lo prometo ahora…
Se calló ante la vehemente negación del orchestrista.
— Es otra cosa completamente distinta. Si vuelves a entrevistarte con Stiven Ramis quiero que busques a Faelas y hables con ella.
Codi asintió. La intimidad que había existido entre ellos se había disuelto parcialmente, y en consecuencia la petición de Gabriel se parecía demasiado a una orden, pero al menos no había vuelto a la gélida fórmula de cortesía.
—¿Qué le digo? — preguntó el periodista.
Gabriel apartó la mirada hacia el paisaje fuera de la cabina. Su vacilación fue apenas perceptible, y cuando se volvió de nuevo hacia Codi la férrea determinación la había sustituido por completo. El periodista se estremeció: el parecido con la expresión de Fally al darle el recado era chocante.
— Dile que vi su mensaje… — dijo Cherny con voz completamente firme— y que no la reconocí.