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— Ella te lo contó — dijo Gabriel finalmente.

No era una pregunta, pero Codi asintió. La cara de Gabriel se contorsionó en una mueca pero no levantó la vista, y siguió extendiendo el ungüento sin darse cuenta de que ya no quedaba crema bajo sus yemas.

—¿Es cierto entonces? — preguntó Codi—. ¿No fue un accidente?

— No.

—¿Por qué?

— Iba a ocupar mi lugar.

Así de fácil. Así de prosaico.

Escuchar la confirmación de los labios de un adulto — el adulto culpable— volvía la historia aún más real. El periodista apartó las cortinas y salió a la terraza: en aquel momento tener a Cherny delante era superior a sus fuerzas. Fuera hacía fresco y los faros de los taxis se movían muy lejos, debajo de éclass="underline" diminutos puntos confluyendo en líneas rojas y blancas. Podía distinguir los carriles normales, los rápidos y los de máxima prioridad. En cada uno, las luces se movían a la misma distancia entre ellas, a la misma velocidad. La perfecta sincronía: y aún había quien abogaba por la vuelta al pasado, por la conducción manual de vehículos privados.

Codi se apoyó sobre la barandilla, sintiendo las caricias del aire en la cara. Se sentía vagamente febril, pero sabía que sólo era su imaginación hipertrofiada.

— Lo que pasó entre Faelas y yo no es asunto tuyo, ¿sabes? — le llegó la voz desde atrás.

Codi se volvió. Gabriel estaba apoyado en la puerta de la terraza, mirándole con su habitual calma a través de los mechones de pelo negro.

— No, claro que no. Sólo lo son tus momentos angelicales.

— Te dije que la dejé en una caja de recogida. Te pedí que le dijeras que no me acordaba de ella.

—¿Por qué has venido, entonces?

— La de las Hayalas fue una petición cobarde. No es mi estilo.

Las manos de Codi se cerraron en puños. Tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no partirle la cara en aquel mismo instante.

—¿Cuántos años tenía?

Los ojos de Gabriel viajaron abajo, se posaron un instante sobre los nudillos blancos de Codi y luego subieron de nuevo.

— Cinco. Casi seis — dijo—. ¿De verdad crees que fue algo deliberado? ¿Que lo planeé?

Cinco, casi seis. Quince para Cherny. A esa edad el orchestrista debía de saber lo que hacía. Pero teniéndole delante, a Codi se le hacía un poco más difícil detestarlo. Pensando en su vehemente reacción al mensaje de Fally, en su inesperada y brutal sinceridad en el corazón de las Hayalas, por fin podía poner nombre a la emoción que había tratado de esconder tras la máscara del autocontroclass="underline" remordimiento.

— Pierdes el tiempo, Candance. No puedes odiarme más de lo que me odio a mí mismo.

Codi relajó las manos, sintiéndose bruscamente exhausto y harto de todo. El que Cherny finalmente hubiera ido a Emociones Líquidas para dar la cara decía algo en su favor.

— No te odio. Es sólo que ella…

— Sí — dijo Gabriel.

Cuando se trataba de Fally, se entendían sin palabras.

— La última cosa que me pidió es que cancelaras ese estúpido contrato.

—¿No crees que me lo merezco? — dijo Cherny con una lacónica sonrisa de autodesprecio.

—¿Por mutilar a tu hermana? Te mereces algo mucho peor.

La expresión de Gabriel no se alteró lo más mínimo, pero la chispa de sus ojos se resquebrajó como uno de los trocitos de cristal que habían acabado bajo el talón de Codi. Bajó la mirada hasta su propia mano y estudió con fascinación su piel, blanca y suave.

— Lo sé — dijo suavemente—. Podría decir que tenía mis razones, pero eso sólo me haría más despreciable para ambos… Creo que, una vez más, prefiero cambiar de tema. Cuando Rex irrumpió aquí estaba a punto de bajar a cenar. ¿Me acompañas?

El restaurante del Crialto abrumó al periodista. No estaba al aire libre, naturalmente, pero pretendía que lo pareciera y lo lograba. A la entrada ardían pequeñas antorchas. Los techos eran muy altos y los ecos resonaban de forma imponente. El aire estaba lleno de ruidos apagados: conversaciones bajas y suave tintineo de cubiertos y copas de cristal. La camarera no pareció sorprendida por la aparición tardía de Cherny y sí por el hecho de que fuera con acompañante, y les llevó hasta una mesa puesta para dos.

— Este lugar es como algo de otro mundo — dijo Codi mientras separaban las sillas.

— Me recuerda al sitio donde toqué en público por primera vez.

—¿Tocaste en un restaurante?

Durante el tiempo que tardaron en descender, habían establecido las normas de la silente tregua. El trato era de nuevo cortés, pero los temas se elegían con mucho cuidado. Fally Ramis no existía. Cherny pretendía ser su impasible yo de nuevo, y Codi había renunciado a su derecho a arrojar comentarios acusadores. Por más que el orchestrista se lo mereciera, Codi no era de los que ventilaban su frustración a expensas de un hombre literalmente aplastado por la culpa.

— Por algún sitio tenía que empezar. No recibí la mejor de las educaciones antes de ir a las Hayalas. Tuve que aprender muchas cosas. A manejar el cuchillo y el tenedor, a hablar alto y claro, a caminar derecho y a llevar trajes de gala…

—¿Dejaste a los comensales sin habla con una actuación estelar?

— No… Por aquel entonces me resultaba muy difícil tocar ante un público.

— No aprecio la falsa modestia.

— No por la técnica; nunca fue mi punto débil. Más bien por la emotividad. El orchestrón es el instrumento de las emociones por excelencia, y yo guardaba celosamente las mías. Pensaba que si alguien me oía tocar, adivinaría cosas de mi pasado que no quería que nadie supiera. Mi vida anterior a las Hayalas era un gran secreto que nadie debía adivinar. Cuando alguien me preguntaba, inventaba mentiras sobre la marcha. Pero cuando tocaba no podía mentir… aquellos recuerdos impregnaban mi música.

—¿Qué recuerdos?

— De mi madre… de Luz de Amanecer… no quiero hablar de ello. Al principio tuve problemas. El que apareciera en la isla de la mano de Alasta fue raro de por sí, pero cuando empecé a tocar… Mis profesores no estaban preparados para escuchar lo que yo tocaba, y yo no poseía el autocontrol necesario para suavizarlo para ellos.

Se interrumpieron: las bebidas y la carta habían llegado. Codi vació su copa de un trago: creía que se la merecía. Gabriel cogió la suya entre los dedos y, como no podía darle vueltas, empezó a rotarla lentamente. Eligieron los platos.

— Esa mujer, Alasta… ¿Quién era exactamente?

No podía hablar de Fally — o al menos, aún no—, pero sí de hechos relacionados con ella. El orchestrista no parecía cómodo con el interrogatorio, y una parte de Codi se regodeaba en ello. No había ido al Crialto para hacerle sentir cómodo, sino a buscar respuestas, y sabía que esa noche Cherny iba a dárselas todas.

— Tenía un cargo en la dirección del Formatorio. Organizaba reuniones, conseguía donaciones… Siempre imaginé que cuando nos conocimos había ido a casa de mi padre para negociar una donación. Sospecho que llevarme con ella fue una parte del trato que hizo. Aunque, probablemente, hubiera conseguido el dinero sin estar yo allí. Tenía muchas cualidades, pero si tuviera que nombrar una diría que era… convincente. En más de un sentido, de hecho.

— Tuviste suerte de que se tomara tanto interés en ti.

Gabriel pensó un minuto antes de contestar.

— Me enseñó muchas cosas — dijo finalmente—. Una vez en la isla, venía a visitarme y a supervisar mis progresos. No tengo ni la más remota idea de dónde estaría ahora si ella no me hubiera educado a su manera.

— Probablemente aquí mismo.

— Probablemente no. Cuando aprendí a tocar, no lo hice para dar conciertos. Hasta las Hayalas, jamás me había planteado esa posibilidad. Amaba el instrumento. Seguramente a aquellas alturas ya no era capaz de vivir sin él. Pero mi música era algo totalmente privado. Daba salida a mis emociones, y no pensaba compartirlas con nadie. Cuando se me exigió, simplemente me negué. Lo hice un par de veces, tuve un par de problemas con mis profesores, pero cuando ellos comprendieron que no me harían cambiar de opinión, llamaron a Alasta. ¿Sabes lo que hizo cuando se enteró?