— Si era un juego, no le veo la gracia. No me gustó en absoluto cuando me lo hiciste a mí.
— No era todo lo que hacíamos: todavía empeoró más. Cuando me hice un poco mayor… debía de tener unos trece o catorce años… cambiamos las reglas. Sucedió exactamente igual que la otra vez: yo llevaba largos meses sintiéndome frustrado, callándome mis opiniones sobre los oyentes, enfadándome por hacerles sentir lo que el azar dictaba y no lo que yo deseaba. Algunas jugadas me habían salido mal. Un hombre que se había portado muy bien conmigo tuvo un ataque nervioso al escucharme tocar sobre el miedo. Desde entonces, sólo elegía como blancos a tipos que me eran antipáticos, pero corría el riesgo de hacerlos a todos muy felices. El día que Alasta me dio permiso para hacer lo que quisiera, no lo dudé ni un instante. ¿Tienes idea de lo que embriaga ese tipo de poder? Oculto, no punible, mucho más exquisito que el tosco dominio físico. En pocos días ya no hablaba con las personas. Las diseccionaba. Analizaba sus actos, las juzgaba y luego distribuía el castigo y la recompensa. Administraba el horror y la felicidad según el criterio de un niño de catorce años.
Gabriel se calló. Una pareja de mediana edad se acercaba a la mesa. Codi tardó un segundo en comprender lo que querían mientras el orchestrista sonreía ausente e intercambiaba frases corteses. Cuando firmó un autógrafo con trazados caligráficos, la pareja se deshizo en sonrisas. Codi les observó con expresión de pocos amigos, deseando que se marcharan para expresar lo que llevaba un tiempo pensando.
— Esto que estás contando me parece absolutamente macabro — dijo cuando la pareja se hubo apartado.
— No era estúpido: siempre tuve mucho cuidado. La mayoría de aquellas personas nunca se enteró de nada, y yo necesitaba esas lecciones.
—¡Eso no lo justifica!
— Claro que no — dijo Gabriel y ocultó la gema debajo de la camisa—. Pero el sentido de lo correcto no aparece espontáneamente, tiene que ser cultivado, y mis profesores nunca se molestaron en indagar en mis nociones del bien y del mal. Por aquella época, mi relación con ellos sólo podía describirse como incómoda. Alasta, en cambio, fue muy buena conmigo. Y aunque odié lo que me enseñó, no lamento haberla conocido. No sólo fue la primera persona en verme, al mirarme. Compartió conmigo… no todo lo que yo necesitaba saber, sino todo lo que ella sabía. Si nunca mencionó que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, fue sólo porque era algo que ella no entendía.
Gabriel se echó hacia atrás, estirando los brazos en un lento y calculado gesto pensado para desperezarse.
— No puedo creer que me esté compadeciendo. Al menos, ahora tienes información sórdida sobre mí que no involucra a Faelas para nada. Hoy es tu día de suerte.
Codi, que creía estar cogiéndole la medida a los cambios de humor de Cherny, afrontó éste con expresión blanda.
—¿Tengo razón al suponer que no acabasteis de la mejor de las maneras?
— Es una forma de decirlo.
—¿Cuánto hace que te liberaste de esa mujer?
— Muchos, muchos años.
— Entonces deberías deshacerte de eso — señaló la gema—. No parece que te traiga buenos recuerdos.
— Deshacerme de un regalo que en su momento acepté con ilusión difícilmente puede ser signo de crecimiento interior, ¿no crees?
Codi se llevó a la boca un trozo diminuto de algo que de nuevo no supo identificar y lo masticó con diligencia. Había escuchado lo suficiente para entender que la adolescencia de Cherny había sido más que enfermiza, y no estaba seguro de querer oír más. Con todo, sabía que pronto tenía que pasar a la peor parte. Decidió que había dado a Gabriel tiempo suficiente para recomponerse; el tácito acuerdo según el cual no iban a mencionar a Fally acababa de llegar a su fin.
— Fally dice que se acuerda de ti — dijo cuando hubo tragado—. ¿Cómo volvisteis a encontraros?
Al oír la pregunta, las manos de Cherny se cerraron automáticamente en puños, pero después se relajaron lentamente. Tras una breve lucha consigo mismo, el orchestrista pareció llegar a la conclusión de que la pregunta de Codi era si no legítima, al menos inevitable.
— La trajeron de la costa cuando se hizo mayor — dijo con voz que pretendía ser plana.
—¿A la misma isla que tú?
— Sí.
—¿Porque erais hermanos?
— Para que empezara sus estudios de música. Yo aprendí a tocar porque desde que puedo recordar, mi madre no hablaba de otra cosa que orchestrones. Supongo que Faelas aprendió porque Alasta estuvo pendiente de ella, pero no lo sé con seguridad.
—¿Tocaba bien?
Cherny se tensó de nuevo, las uñas intentando clavarse en la superficie de la mesa con lo que parecía voluntad propia. El orchestrista miró hacia abajo, inspiró profundamente y presionó las palmas sobre el mantel, obligando sus manos a relajarse.
— Teníamos un ritual — los ojos de Cherny se negaban a abandonar la mesa—. El día que venía alguien nuevo de la costa, todos bajaban a conocerle y a escucharle tocar. Todos salvo yo. Cuando estaba en mi estudio, nadie osaba interrumpirme, pero aquel día bajé con los demás. No recuerdo bien por qué lo hice pero estaba más que enfadado, deseaba levantarme y volver al instrumento en seguida para continuar tocando allí donde lo dejé… Trajeron a Faelas de la mano; era muy pequeña incluso para los estándares de la isla, donde todos los chicos llegaban siendo muy jóvenes. Marchó directamente hasta el instrumento. Parecía fuera de lugar allí. Era demasiado… diminuta. Casi invisible sobre el trono. Me miró y sus ojos me parecieron ciegos: tan negros, enormes y quietos eran. Estuvo acomodándose un tiempo, luego empezó a tocar. No usaba muchos registros, ni ejecutaba complejas combinaciones. La melodía era lenta, muy sencilla, y fluía como una tierna historia contada con sus palabras. Faelas no tocaba: estaba hablando. Habló de un gran cielo azul, del vuelo de la hélide y de la anchura de sus alas. Contó, tan claramente como si lo hiciera con palabras, cómo había visto la isla debajo de ella, una joya pequeña perdida en el océano. Y yo adivinaba su asombro inocente en las sencillas notas que tocaba. Veía los dibujos que ella tejía, y no había ninguna duda sobre lo que quería contarnos. Sin que nadie me dijera nada, supe que ella era el bebé que había llevado en brazos hasta la mansión de mi padre. Mi enfado quedó disuelto en su calma. Por primera vez en años fui capaz de ignorar mi propia ansia de instrumento, y sustituir el deseo de imponer por el de recibir y escuchar a otro. ¿Me preguntas si tocaba bien? No tocaba bien… Estaba hecha de música. Era armonía en estado puro, cristalizada para tomar la forma de una niña.
Las sombras arrojadas por la vela que flotaba en un cuenco de agua se agitaban en sacudidas cada vez más irregulares. Un camarero se acercó sigilosamente, recortó la mecha y recogió los platos. Codi movió un poco la cabeza para demostrar que le agradecía el gesto. Gabriel no parecía haberse dado cuenta del interludio.
— Estaba hecha de música — repitió— y yo la he arruinado.
—¿Arruinado? ¿A quién? — dijo una voz detrás de Codi.
Sobresaltado, el periodista se volvió.