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— Candance Weil, Hoy y Mañana — dijo Codi automáticamente. Hasta pasadas muchas horas no caería en la cuenta de que aquella presentación había dejado de ser cierta.

Sabía lo que quería preguntar. Lo había sabido desde la primera vez que escuchó un ambiente musical, pero recordaba que su turno se lo debía a Ramis. ¿Le obligaba eso a hacer una pregunta de cortesía, o era libre de preguntar algo que realmente valía la pena? No había nadie a quien consultarle la duda. Por mucho que guardara rencor a Harden, por un momento Codi se sintió desnudo sin él.

— Señor Ramis, todos sabemos que el orchestrón influye en las emociones, y que los ambientes musicales se aprovechan de esa propiedad del instrumento — dijo, consciente de que trataba de formular sobre la marcha lo que debería estar pulido con mucho tiempo de antelación—. Describe su producto como una dosis de alegría administrada directamente al cerebro de una persona. Sin embargo, ¿cree que una intromisión externa en lo que sentimos es segura?

Durante unos segundos largos y vertiginosos Codi y Ramis se miraron a los ojos sin que el segundo respondiera. Era evidente que Ramis no había contado con aquello. En el fondo, era fallo suyo — con la historia de los suicidios de Acordes S.A. resurgida del olvido, la pregunta era más que previsible—, pero mientras el tiempo se estiraba Codi se sintió horrorizado por haberle puesto en aquel aprieto. El hombre le había concedido un gran honor. Mala forma de pagarle por su amabilidad, y mal momento también.

Entonces, la incomparable doctora Lynne dio un paso al frente.

—¿Por qué no iba a serlo? — dijo y encendió una de sus perfectas sonrisas—. ¿Quiere saber si hemos pensado en la posibilidad de que algún chiflado se introduzca en nuestros sistemas para amargar la vida a sus vecinos? ¿Un trabajador de Emociones Líquidas rechazado por su amada, frustrando sus citas románticas con melodías de miedo? No, ¡espere! ¡Un jefe malvado que acelera sin parar el ritmo de la música para aumentar el rendimiento de sus trabajadores!

La risa fue la reacción general. Lynne dejó que se apagara a su propio ritmo. Sonrió a Codi como se le sonríe a un niño desobediente pero excepcionalmente listo. Éste se preguntó si la mujer se acordaba de él, pero no pudo leer nada en su cara.

— Señor Weil… ¿Nos toma por tontos?

— No — respondió Codi.

— Nuestros sistemas están muy bien protegidos. Tanto como los sistemas de cualquier otro proveedor de Airnet. Tanto como es humanamente posible — la mujer levantó la mano y señaló a alguien situado detrás del periodista—. ¿Señorita Lacrutti?

— Mia Lacrutti, Canal Veintiocho…

El bosque de manos volvió a crecer. Las preguntas llovieron una tras otra, cayendo en el patrón habitual de una rueda de prensa. Codi se dejó caer en su asiento, aliviado por poder unirse a la carcajada general y preguntándose si Ramis era consciente de la suerte que tenía de poder contar con Lynne. La pregunta que había hecho no tenía respuesta posible. No era informativa; era retórica, completamente incontestable salvo haciendo lo que Lynne había hecho: convertirla en un chiste.

No se quedó hasta el final. Le preocupaba haber dejado a Cladia sola, y tras el subidón inicial recordó que no tenía medio donde publicar nada de aquello. Nadie se había fijado en él cuando había entrado, pero muchas cabezas se volvieron al notar su partida. Codi tomó nota de una sola: la de Lynne. Tenía el presentimiento de que después de aquella noche la doctora no se olvidaría fácilmente de él.

CAPÍTULO X

Tras varios intentos Codi encontró el camino de vuelta al auditorio. Las puertas estaban cerradas. Una azafata le dijo que aún faltaba media hora de concierto, que no podía entrar y que creía que Cherny ya había acabado. Dado que el implante de Cladia mantenía un silencio sepulcral Codi dedujo que aún seguía dentro. Sin otra cosa que hacer, decidió buscar a Fally y Gabriel. Suponía que tenía pocas probabilidades de éxito, a no ser que hubieran vuelto a la sala de reuniones que conocía, y ni siquiera en ese caso estaba seguro de encontrarlos, pues no recordaba muy bien cómo llegar al lugar.

Aun así, pensaba intentarlo. Tratando de ser metódico, buscó en los lugares cercanos y después se aventuró por los pasillos más alejados. Toda la planta baja de Emociones Líquidas estaba decorada para impresionar a las visitas. Los pasillos que recorría debían de ser todos diferentes entre sí, pero a él le parecían iguales. Detalles como el color de las paredes, la procedencia de las alfombras o la antigüedad de los jarrones de las esquinas significaban poco para él.

Dos giros después de admitir que se había perdido sin remedio, Codi oyó la voz de Fally en la distancia. Se encontraba en un pasillo que llevaba a múltiples salas de reuniones, pero podía jurar que no era el mismo de antes. La mayoría de las puertas estaban cerradas, salvo varias del final. Suponía que la voz había venido desde allí. Lentamente, Codi se dirigió en esa dirección. Sabía que no debía espiar, tanto desde el punto de vista moral como el práctico, pero sus pies parecían tener ideas propias y le llevaban hacia la puerta.

—¿Por qué nunca me has buscado? — oyó decir a la niña—. ¿No podías llamar?

— No es tan sencillo como eso.

—¡Sí lo es! — una silla fue movida bruscamente, y Codi supuso que Fally se había puesto de pie—. Yo no conocía de nada a ese periodista y le convencí para que llevara el mensaje. Padre no se enteró de nada.

— Tu… padre… — Gabriel pronunció la palabra con titubeo, como esperando que supiera mal al paladar—, ¿Es bueno contigo?

— Claro.

— Me alegro. Es lo que necesitas; alguien que cuide de ti.

— Ese alguien, ¿no puedes ser tú?

Hubo un silencio cargado. Codi casi se podía imaginar cómo cambiaba la cara de Fally con cada segundo que pasaba.

— Stiven Ramis es tu padre. Legalmente, entre otras consideraciones. Y yo… ahora mismo no estoy en posición de enemistarme con él.

—¿Es por el contrato? Lo siento, no era eso lo que quería…

— Olvídate de eso, no es tu problema.

— No sabes por qué…

— Sé por qué me llamaste — el tono de Gabriel adquirió un punto de dureza—. Olvídalo. Lo resolveremos entre nosotros dos.

— Si lo sabías, ¿por qué viniste?

— Pensé que te debía una explicación.

— Las explicaciones nunca arreglan nada. Además… fue hace mucho tiempo. Recuerdo lo que pasó, pero no los detalles. Durante mucho tiempo me dije que fue un accidente…

— No lo fue — interrumpió Gabriel.

—¡Lo sé! Pero aun así, si supiera que realmente lo sientes…

—¿Crees que no es así?

—¡No lo sé! — estalló la niña—. ¡Nunca he hablado contigo, nunca has estado aquí! ¡Aunque sientas lo que hiciste, no lo demuestras! Si no te hubiera llamado, no habrías venido…

— Faelas…

—¡Calla y escucha! Lo que estoy intentando decir es… es que… si te hicieras cargo de mí… si me sacaras de aquí… entonces te perdonaría.

Un nuevo silencio se instauró entre los hermanos. Codi contuvo la respiración, imaginando que incluso un sonido tan tenue podría llegar hasta sus oídos. Con cada segundo que pasaba deseaba más y más que Gabriel dijera algo, cualquier cosa, tanto por el bien de Fally como por el suyo propio.

— Quiero contarte algo — dijo el orchestrista finalmente. El tono de su voz era cauteloso: no de derrota, pero sí de una expectativa ominosa—. Sé que habrás escuchado otras versiones, pero quiero contarte la mía. Sé lo que piensas. Es lo más lógico, pero no es la verdad. No te hice daño porque tuviera celos de ti. Cuando te llevaron a la isla… es cierto que en aquel momento me asusté. El futuro que tenía planeado no contaba con tu presencia. Me había esforzado por olvidar y de repente allí estabas; el recordatorio de todo lo que había hecho mal. Hice lo que pude por ignorarte. Casi nadie sabía que eras mi hermana; en aquella isla eras sólo una niña del Estado que estaba aprendiendo a tocar. No me conocías ni me necesitabas, y yo no tenía tiempo que dedicarte. Pretender que no te conocía parecía la mejor opción… pero me di cuenta de que no podía. No era ningún santo: era capaz de actos muy ruines y muy fríos si ello me complacía. Pero descubrí que cada vez que me cruzaba contigo, mirar hacia otro lado me resultaba físicamente doloroso. Supongo que fue la forma en que descubrí la voz de mi conciencia. Para aplacarla, me dije que me interesaría por ti, pero sólo para ayudarte a conocer la isla. Estaba seguro de que no cambiaría nada para ti, y de que para mí sería suficiente. Me dediqué a enseñarte el lugar, a enseñarte a usar la biblioteca, a atarte los cordones de los zapatos. Jugué contigo a tus pequeños juegos absurdos. No planeaba ser tu hermano pero llegó a gustarme, inesperadamente, poco a poco. Tus sonrisas, tus abrazos, tus porqués. Las horas de ensayo (mi único pasatiempo antes de que llegaras) pasaron de ser un placer cotidiano a ser una tediosa obligación. De repente tenía infinidad de cosas mejores que hacer que sumergirme en las obras de los grandes maestros. Cada mañana, al despertar, no sentía un cosquilleo de impaciencia por enfrentarme a una pieza especialmente difícil. Lo sentía por que el desayuno terminara, por bajar las escaleras, abrir una ventana y ver si tú ya estabas esperándome entre las rocas. Tenías tu lugar favorito. Siempre te escondías allí, absorta, mirando hechizada una planta, una piedra o un punto del cielo. Es cierto que tu talento me desconcertaba. Sabía que tocabas y que tenías tu propio estudio, pero prefería verte sólo como mi hermana pequeña, a la que tenía que cuidar. Es cierto que temía verte convertida en una rival, y que la posibilidad de que te quedaras con el afecto de personas cuyo cariño quería sólo para mí me daba miedo. Pero yo te quería, Faelas. No por los lazos de sangre, ni por el pasado (nada de eso significaba nada para ninguno de los dos) sino por ti misma. Fue una larga temporada. Un verano entero, apacible y eterno. Después, Alasta me llevó aparte y mantuvimos una larga charla. De haberlo querido, hubiera podido disimular lo que hacíamos, pero nunca sentí ninguna necesidad de hacerlo. Yo tocaba mejor que nadie, y era consciente de ello. Nunca esperé que fuera a negarme nada.