—¿Los conocía?
— A uno de ellos. Era contable, el pobre, y carecía por completo de imaginación. Siempre intentaba invitarme a café. Tenían una cafetera en un cuartito muy aislado. Él creía que yo no sabía qué más hacía en ese cuartito. Pero no se piense nada malo, era sólo por diversión. Al otro no lo había visto nunca. Me contaron que era ingeniero y había venido a supervisar el traslado de piezas.
—¿Qué horario tenía usted entonces?
— Llegaba a las seis y me iba a las ocho de la mañana todos los días, así no molestaba a nadie. A veces me llamaban también por las tardes, sobre todo cuando se preparaban para montar un instrumento nuevo. Eso lo concertaban directamente conmigo, y me pagaban también directamente. Dinerillo negro. Se lo tuve que contar a la policía: me hicieron preguntas parecidas a las que me haces tú. No les importó, fueron muy amables. Cuando me tomaron declaración, todos pensábamos aún que sólo había dos muertos. Luego me enteré de que todos los que estuvieron en el edificio la tarde anterior terminaron igual o peor que el contable. No se salvó ni uno.
—¿Había problemas en la empresa? — preguntó Codi.
—¿Qué tipo de problemas?
— Desacuerdos, roces entre empleados, descontento con el salario, cualquier cosa.
— No. Y te aseguro que si fuera así, yo lo sabría. Yo estaba muy calladita, pero me enteraba de mucho. Una necesita conocer su lugar, pero nadie prohíbe tomar notas.
— Ya. He visto lo bien que le ha ido.
— Toma otra galleta. Son artesanas, ¿sabes? Me las manda una dienta. Tomamos té juntas el primer jueves de cada mes. Es de las que no saben que su casa se limpia a mano. Tiene una colección de jarrones, candeleras en el techo y alfombras en el suelo. ¿Qué máquina puede limpiar eso? ¿Una que ruede, una que trepe o una que vuele? Elige. No hay más posibilidades.
— No lo sé.
— Claro. Es imposible.
—¿Está segura entonces de que no había ningún problema?
— Claro. Los Ramis eran gente agradable. Demasiado agradable: no tener hijos vuelve así a una pareja. O la destroza, o la vuelve encantadora. Era fácil entenderse con ellos. Siempre te daban un permiso cuando se lo pedías, organizaban cenas de empresa. Adoraban a Stiva. Y así les iba: la gente se aprovechaba bastante. Algunos se fingían enfermos durante una semana y cosas así. Así que no, no había ningún problema. Allí nadie alzaba la voz… Salvo el joven Stiva y Eleni, claro. Esos sí estaban para verlos.
—¿Quién? — pregunto Codi con voz aguda.
No se habría sobresaltado más si su anfitriona le hubiera escaldado con té hirviendo.
— Pero eso no tiene nada que ver — la mujer agitó la mano—. Problemas de enamorados. Broncas. Eso sí: muuuy sonadas. Con lo flemático que era Stiva… Y la Eleni podía parecer toda dulzura, pero engañaba.
—¿Quién es Eleni? — demandó Codi, escandalizado.
— Era la chica de Stiva; una belleza. Tenía el pelo tan negro como el mío, y los ojos también, pero de piel era pálida y las uñas las tenía azuladas. Las manos, claro, no eran las de una limpiadora. Y el porte… Todos se volvían cuando pasaba. Y eso que era de provincias, igual que yo. Pero tenía estudios… Toda una señorita. Stiva iba con ella por allí aprendiendo el negocio, dándose aires. Joven caballito, sangre hirviendo, exhibiendo a su chica preciosa… Decían de ella que tocaba como los ángeles. De hecho vino a la ciudad o para tocar, o para aprender no se qué cosa… Así se conocieron: ella tocaba lo que Stiva construía.
—¿Tocaba el orchestrón?
— Sí, eso es.
—¿Hacían buena pareja?
— Y yo qué sé. Ella sólo venía a veces: Stiva le enseñaba cómo se ensamblaban aquellas cosas y ella tocaba para él. Yo nunca la oí. Podía haberlo hecho: muchos se quedaban para escucharla. Stiva aseguraba que en cuanto la cogieran para actuar en los teatros, tendríamos que pagar el sueldo de un mes para escucharla durante dos horas. Pero qué quieres que te diga; a mí no me gustan esos inventos…
Codi asintió. Había mucha gente que desconfiaba del orchestrón a pesar de que estaba en el apogeo de su popularidad. Era visto como un pasatiempo de las clases altas, un lujo sin mucho sentido práctico. A pesar de haber subido considerablemente en el escalafón social, Estrella seguía exhibiendo las supersticiones típicas de su juventud trabajadora.
—¿Por qué discutían? — preguntó Codi sin saber muy bien adonde le llevaba todo eso. ¿Qué interés tenía en perseguir a la amante de Ramis? Podía apostar que esa Eleni no era ni la primera ni la última, y era evidente que no se habían casado.
— Si yo supiera por qué discuten los enamorados… — suspiró la mujer—. Montaría una empresa de reconciliaciones en vez de una de limpieza.
— Tendría mucho éxito. ¿Sabe al menos cómo terminaron?
— Mal.
—¿Por qué?
— La chica se largó. Un día desapareció, sin más. Por las mismas fechas que las muertes, por cierto. Nadie volvió a verla. Pensaron incluso que había hecho la misma tontería que el resto. Si quiere saber mi opinión, ella era la única que tenía pinta de ser capaz de hacerlo. Lo recuerdo muy bien; andaba más pálida que nunca, y eso es decir mucho.
— Se acuerda muy bien de ella.
— Tengo muy buenas razones para acordarme.
La sonrisa de pícara seductora se veía extraña en el rostro robusto y envejecido de Estrella, pero Codi podía imaginar que el efecto había sido muy diferente hacía tiempo. Tuvo una vivida imagen de la joven Estrella sonriendo a Stiva Ramis al pasar, rozando con la mano su espalda, haciendo oscilar sus firmes caderas… Oh, sí, ella se acordaría… No de las tensiones y los juegos de poder dentro de la empresa, pero sí de la salita del café y de la mujer que andaba con el joven pariente de su jefe.
Imaginando que una pregunta directa sería demasiado indiscreta, Codi se limitó a imitar la sonrisa pícara de Estrella.
— Y los lloros… — continuó ésta—. ¡Ah! No sé por qué discutían al principio, pero cuando terminaron Stiva estaba simplemente harto de ella. Cualquiera lo estaría. Se pasaba horas llorando. Tocaba y lloraba. Tocaba y lloraba. No hacía otra cosa. Y luego desapareció al mismo tiempo que sucedieron los suicidios, y nunca la encontraron ni viva ni muerta.
—¿Acaso no lo investigó la policía?
— No lo sé. Cuando les avisé aquella mañana, en seguida avisaron también a los médicos. Lo hicieron por si alguno se podía salvar aún, pero la doctora sólo me tuvo que atender a mí: a los pobres muertos no les hizo ninguna falta. Me llevó al hospital, y unos agentes me acompañaron. Mientras me tranquilizaban y me interrogaban, apareció otro cadáver en la ciudad. Entonces se pusieron corriendo a buscar al resto. Ninguno de los que trabajó la tarde anterior les contestó, pero tardaron varios días en encontrar todos los cuerpos. Algunos se habían tirado por sitios en los que sólo les buscaría alguien con mucha imaginación. Pero claro: se centraron principalmente en los trabajadores. No sé si pensaron en la chica. Ella venía por allí, pero sólo a tocar, no trabajaba para la empresa. Por mucho futuro que le pintaran, creo que no tenía donde caerse muerta. Así que no sé si la buscaron. No lo sé.
—¿Su novio no dio la voz de alarma?
— Stiva se portó muy bien con todos nosotros, vino al hospital a visitarme y todo, pero no me contó su vida privada. Encontraron a su tío muerto también: se había tomado unas pastillas. Y luego corrió el rumor de que como la Eleni era tan sensible, pues no quería volver al lugar ni saber más de Stiva, y que habían roto. Ya no supe más.
—¿Nadie habló de ella a la policía? — dijo Codi.
No podía creérselo. ¿Con varios muertos en circunstancias inexplicables, podía una desaparición más pasar desapercibida? En medio de una investigación policial a gran escala, el heredero de la empresa pierde a su novia, dice que han roto, ¿y a todo el mundo le parece normal esa explicación?