—¡Alegrarme no es un crimen!
— Las muertes de aquella gente sí lo fueron.
— Y la hubieran condenado por ellas, ¡puedes estar segura!
Los ojos de Codi se abrieron de par en par. Dio un paso más al frente y apoyó sus repentinamente sudorosas palmas contra la superficie de la mesa.
—¿Ella…? — preguntó.
—¡Ella lo hizo! — escupió Ramis con odio. Su cuello se había hinchado, las venas de sus sienes sobresalían de la piel—. Tardé horas en comprenderlo, pero cuando empezaron a decir que todo fue voluntario, ¡lo vi tan claro! Cuando tiraron abajo la puerta en casa de mi tío… Era un viejo sentimental; la quería mucho. Siempre lloraba cuando la oía tocar. No sé qué hizo, ni cómo, ni qué tocó, ni durante cuánto tiempo. Pero todos los que la escucharon aquella tarde murieron, se contagiaron de su delirio y se tiraron bajo vehículos, se precipitaron al vacío, se atravesaron con cuchillos.
En los ojos de Ramis no había razón, ni vestigios de humanidad. Ni pizca de horror, ni pizca de compasión por las víctimas. Ni un reflejo de temerosa deferencia hacia el terrible poder del instrumento. Sólo odio, viejo pero no olvidado.
— No puedo creerlo — susurró Codi.
La parte analítica de su mente, aquella que seguía funcionando aun cuando el resto se encogía de angustia, le dijo que usaba esa frase con demasiada frecuencia.
Ramis rió — rugió— y salió de detrás de la mesa.
—¡Claro que me alegré de perderla de vista! ¿Quién puede culparme? ¡Estaba loca, loca de verdad! No un poco celosa. No simplemente pesada, llamándome de madrugada preguntando si la quería. ¡Hablaba sola, veía monstruos! Cuando desapareció, no la busqué. Me hice el tonto ante las preguntas de la policía, me hice el destrozado ante las condolencias de los amigos. Hice lo que pude para evitar mencionar su nombre. La maldije, y sólo deseé no volver a verla nunca más. ¡Nadie puede reprocharme nada!
Codi cerró los ojos. No sabía qué aspecto tenía la muchacha, pero poco importaba. Tras describirla a Lynne, tras buscarla durante días y no pensar más que en ella, había creado una imagen de Eleni tan clara como si de una foto se tratara. Imaginaba una figura de rasgos delicados, de piel traslúcida. Imaginaba sus dedos de orchestrista, largos y finos como los de Gabriel, capaces de arrancar de un instrumento los más emotivos sonidos. Sus ojos no se abrían a la realidad, sino a un mundo imaginario. Mundo de sueños de muchacha recién llegada a la gran ciudad, de angustia, de confusión y de tristeza. Jamás tuvo posibilidad de entenderse con alguien como Ramis. Nunca habría podido entender la razón por la que un día fascinó al hombre, y al siguiente éste se cansó de ella. Su reacción…
Un escalofrío lento y penetrante subió por el cuerpo de Codi. Su reacción — su música— derribó a aquellos que se cruzaron en su camino, arrastró consigo las almas de los que la escucharon, y las hundió para siempre. El hombre hablaba aún, pero Codi no podía ni quería entender las palabras. Pensar en su papel en aquella escalofriante historia de música, ingenuidad y amor le hacía sentir enfermo.
— Si llega a saberse, será su fin — dijo—. No habría sido más culpable ni si los hubiera asesinado usted mismo.
Espeluznante historia; espeluznante el papel de un instrumento que Codi había llegado a adorar. Durante semanas, se las había arreglado para minimizar todos los testimonios sobre lo mucho que la música de orchestrón influenciaba a las personas. Ahora, se veía obligado a creerlos. Inventar algo semejante era imposible.
Se sentía… extraño. Debía de haberse puesto muy pálido. Tenía sudor frío en las sienes, y la habitación se había vuelto difusa. Distraídamente, Codi se preguntó qué pasaría si su estómago cediera a la náusea. Le parecía una posibilidad muy real en aquellos momentos.
— …strófico, a menos que actuemos con rapidez — entendió a través de la niebla que eran sus sentidos. Trató de sonreír: era una frase típica de Lynne—. Candance… ¿Te encuentras bien?
— Perfectamente.
No quería que la discusión se interrumpiera por su culpa, aunque no sabía qué más podía ofrecerles Ramis. Encontrar a la chica había dejado de ser prioritario y había pasado a un tercer, un cuarto plano.
¿Qué podía contarles Eleni? ¿En qué se habría convertido esa desdichada mujer, cómo podía seguir viviendo después de… de…?
La náusea volvió, y Codi supo que no podría dominarla por mucho tiempo. Una mano fría tocó su frente.
— Ven conmigo.
Siguió a Lynne sin cuestionarse la dirección, y le agradeció incondicionalmente la previsión cuando descubrió que lo había llevado un nivel más abajo, a su propio despacho. Entró en el cuarto de baño. Necesitaba un poco de agua en la cara. Cuando salió minutos más tarde, Lynne le esperaba pacientemente, sentada en la misma butaca donde la había encontrado la vez anterior. El despacho estaba bien iluminada ahora, y Codi admiró la fusión de la funcionalidad y el estilo, dos rasgos típicos de ella.
— Espérame aquí, ¿quieres? — la mujer se levantó en cuanto le vio acercarse—. No te vayas aunque tarde en volver.
— Estoy bien.
—¿Te has visto la cara? Tu misión es defender el orchestrón, no desmayarte al oír la palabra. Además, prefiero tenerte disponible en todo momento a buscarte en la planta de prensa a toda prisa.
—¿Cómo puede estar tan tranquila? — preguntó Codi. La compostura de Lynne hería su ego.
— Porque debo estarlo. Y tú también. Eres mi subordinado… No puedes desmoronarte sin mi permiso, y no lo tienes.
— Sólo necesito un segundo.
— Candance, siéntate.
Codi tenía pocas ganas de obedecer, pero se sentó de todas formas. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.
— Deberíamos comprobar si lo que Ramis nos ha explicado es siquiera posible — dijo con sombría resolución—. Deberíamos hablar con Cherny. Nadie conoce las repercusiones de la música de orchestrón mejor que él. Podría…
—¡No! — Lynne fue tajante—. Gabriel es una persona extremadamente sensible. ¡Insinuar que la música de su instrumento puede inducir a una persona a suicidarse puede destrozarle! Déjame llevar el asunto a mí. Descansa un poco. Aquí tengo algo para que te motives.
Lynne anduvo hasta una pared cubierta de paneles. Se abrieron ante ella, revelando una impresionante colección multimedia. Codi levantó la cabeza.
— Creía que las colecciones de música estaban en los sótanos.
— Ésta es mi colección privada. Vas a escuchar una selección de mis fragmentos favoritos, y cuando yo vuelva vas a amar el orchestrón, ¿me oyes?
— Voy a intentarlo.
Lynne eligió varios archivos, encendió el lector, pasó la mano por la frente de Codi sonriendo con una dulzura que no daba pie a más protestas. Cuando se fue Codi se echó atrás en el sofá, luchando contra el deseo de apagar aquello de inmediato. Acababa de confirmar que la música de orchestrón podía matar y allí estaba Lynne, forzándole a escuchar ¡música de orchestrón!
La melodía sonó pura, perfectamente armónica. La incomodidad del periodista fue máxima hasta que los segundos pasaron y comprendió que nada oscuro ni malvado se estaba abriendo camino hacia su mente. De hecho, tardó menos de un minuto en empezar a sonreír. Lo que oía era sencillamente encantador. Técnicamente perfecto, dotado de una velocidad y una soltura digna de las mejores actuaciones de Gabriel. Pero el tema… El tema era Cándido, infantil. Si Codi tuviera que usar un símil, pensaría en un pintor que con máxima atención al detalle hubiera plasmado en el lienzo la imagen de un pastel rodeado de golosinas. En buena conciencia, no podía sentirse intimidado por aquello.
El fragmento no se alargó demasiado. El intérprete no se entretuvo con adornos: una vez completado el dibujo, culminó la composición con una serie de contundentes acordes que parecían haber salido directamente de un libro de solfeo. El silencio duró sólo unos segundos, y luego la música empezó de nuevo.