La siguiente era una composición bastante más madura. Dos voces principales — registros, los llamaban los entendidos— destacaban en ella. El más grave guiaba: autoritario, seguro de sí mismo, el líder. El otro tenía un timbre agudo e impaciente, algo torpe, y le seguía con avidez en cada movimiento. Imitaba todo lo que el primero hacía: cada subida y bajada, cada salto y cabriola. Cuando se equivocaba, el primero repetía el movimiento con más lentitud y paciencia.
Codi cerró los ojos, llevado por la absurda sensación de que ya había experimentado algo parecido. Aquello no era un simple apunte sin significado. Hablaba de algo obvio y bien conocido, casi a su alcance. Estaba en el borde de su recuerdo. Respiraba felicidad, abandono al juego. Complicidad absoluta entre dos. Alguien mayor y alguien más pequeño, juntos en completa armonía.
Gabriel y Fally.
Algo cálido se extendió por las venas de Codi en cuanto lo supo. La melodía se hizo más real, no tenía otra palabra para describirlo. De repente no sólo la oía, sino que la veía ante él. Aquellas notas sueltas eran gotas que salpicaban dos caras. Aquella cadencia rápida, el viento que jugaba con el pelo de la niña. Piedras del acantilado donde jugaban al escondite, un cielo profundamente azul. Codi no inventaba las imágenes; le eran impuestas. Podía sentir cómo su cerebro era invadido, cómo la música penetraba en él. Su empuje era dulce y despiadado, totalmente fuera de su control. No quería parar las imágenes, pero aunque quisiera no hubiera podido hacerlo.
En las Hayalas y luego en el Crialto, Codi se había quedado maravillado por las sensaciones que Cherny extraía del orchestrón, pero esto iba más allá. El talento de Gabriel no se manifestaba en el número de registros que era capaz de manejar. Su fama no se debía a la edad a la que había ganado su primer concurso. Se debía a que podía hacer cosas como aquélla. Cortocircuitar dos sentidos y convertirlos en uno sólo; sensación única, brillante e hipnotizante como una droga.
Los acordes pararon de repente, cortados sin consideración en la mitad de un pasaje. Codi se enderezó rápidamente llenándose de enojo. Fue a la mesa de Lynne y manipuló el lector mientras rememoraba las imágenes, desesperado por no dejarlas ir. Quería ver más instantáneas de abandono, espontaneidad, asomarse a aquella parte de Gabriel que no conocía. Lo que Codi estaba escuchando ahora, debía de haberlo compuesto hacía largos años.
Ya en el momento de comprender eso, Codi supo también que algo no estaba bien en todo el escenario, pero tardó varios instantes en procesar analíticamente la información. Estudió de cerca los archivos de la colección privada de Lynne. Todos iguales, todos etiquetados cuidadosamente con una fecha. Algunos con una hora. Ninguno con un nombre.
— Son todos de Gabriel — dijo a la habitación vacía. Se llevó hasta los ojos otro disco cualquiera, uno que venía marcado como composición libre y databa de muchos años atrás—. Son todos de las Hayalas.
Cientos, miles de grabaciones que la doctora Lynne, empeñada en conocer mejor a un orchestrista recientemente contratado por Emociones Líquidas, simplemente no podía tener. Una colección inestimable, testigo de los inicios de la carrera de Cherny, que sólo podía ser propiedad de otra mujer de la que Gabriel le había hablado.
Alasta y Lynne. A Lynne la conocía bien: su carácter férreo, su intransigencia con sus enemigos, su impecable apariencia. A Alasta tan sólo la había imaginado: una mujer gélida y sutilmente maliciosa de cuerpo delgado y largo pelo negro de bruja malvada. Ahora comprendía lo absurdo de su imaginación.
Alasta Lynne. Las dos mujeres se hicieron una, unidas por aquello que compartían: fortaleza y deseo de dominar. Codi paladeó el nombre, recreándose en su propia ceguera. La frialdad del cálculo de Gabriel le escaldaba. Desde la primera hasta la última de sus conversaciones, nada de lo que le había contado permitía intuir que las dos mujeres eran en realidad una sola. La parte correspondiente a la propia Lynne palidecía en comparación. Su engaño era más sofisticado, mejor planeado, pero no iba acompañado del rancio sabor de la traición.
Con el corazón latiéndole en las sienes, el periodista salió del despacho. Esperar a Lynne estaba fuera de toda consideración: Codi era incapaz de ocultar lo que sentía. Al entrar en el ascensor, estuvo a punto de bajar directamente a los sótanos —¡ya se las arreglaría para encontrar los estudios! — y encararse a Gabriel. Sabía, sin embargo, que había otros pasos más necesarios y urgentes que debía dar y se obligó a dejar aparte su orgullo… hasta que abrió la puerta de su propio despacho y vio lo que Fally había dejado en su pantalla al salir.
Era la portada de una edición extra de El Grito—, el periódico era conocido por su abuso de efectos como aquellos. Codi no tuvo tiempo de preguntarse qué hacía Fally leyendo esa basura. En cuanto sus ojos recorrieron las primeras líneas del titular, las letras se disolvieron y las manos de Codi comenzaron a temblar.
«Víctor Harden, redactor jefe de Hoy y Mañana, ha fallecido este mediodía en el hospital de la Misericordia tras haberse precipitado desde cuatro pisos de altura.»
CAPÍTULO XVI
La secuencia temporal de los hechos sigue sin esclarecerse, pero varias fuentes afirman que el redactor de Hoy y Mañana estaba solo segundos antes de la caída. No es ningún secreto que Víctor Harden se encontraba bajo una gran presión, al publicar esta misma mañana una serie de veladas acusaciones contra Stiven Ramis, el controvertido magnate musical. A la vista de los últimos hechos, no son pocos los que dudan ahora de la veracidad de sus revelaciones…»
Codi no quería seguir leyendo. Palabra tras palabra, aquello le hacía sentir una mezcla de repugnancia y culpabilidad. Cuatro pisos… El despacho de Harden se encontraba en el cuarto piso. Las vistas eran amplias desde su ventana, el suelo lejos debajo de él. Codi recordó cómo solía preguntarse si Harden era siquiera consciente de que tenía esa ventana a sus espaldas. Ahora tenía su respuesta.
El periodista escaneó con los ojos el resto de la página, deseando contra toda lógica encontrar algún indicio de que aquello no significaba lo que él pensaba. Que no tenía nada que ver con Lynne, con Gabriel. Hizo avanzar la página, y otro nombre conocido atrajo su atención hacia otra reseña.
«Al funeral de Joan Tallerand acudirán numerosas personalidades del mundo de los negocios y del arte. Rex Tallerand, su hijo y heredero de su buque insignia, el lujoso hotel Crialto, ha pedido respeto a la memoria de su padre, haciéndose eco de los rumores de que se habría quitado voluntariamente la vida. Aquejado desde hace años de una dolencia que nunca se hizo pública, ha luchado en silencio contra el dolor y la enfermedad que lo han ido consumiendo lentamente. No es de sorprender, por tanto…»
Codi apagó la pantalla. No tenía ningún sentido seguir leyendo.
El acceso a las escaleras de Aquamarine se abrió sin problemas. Codi bajó el primer rellano corriendo, apretando la colección de códigos de Deni entre el índice y el pulgar. Luego el segundo, el tercero. Contó hasta cinco. Luego hasta veinte. ¿Cuántos niveles había pasado desde que dejó atrás aquél donde había compartido un café con Bastia? ¿Cuántos quedaban debajo aún? El corazón de Codi latía con tanta fuerza que parecía no caber en su caja torácica, y la falta de aire sólo aumentaba la sensación de estar atrapado. No sabía adónde iba, pero eso no era razón suficiente para detenerse.
La respuesta le llegó en forma de un rellano desde el que no se abría ninguna puerta. Había visto lo mismo en la isla de Gabrieclass="underline" los estudios ocupaban varias plantas en altura. Un rellano más, y Codi se paró ante una puerta a primera vista indistinguible de las demás. Ese hecho le frenó durante sólo un segundo. Un simple empujón le bastó para abrirse camino. Despiste de alguien o acción premeditada; no importaba. Un pasillo pintado de riguroso blanco se abrió ante Codi, flanqueado por puertas metálicas a ambos lados. No había ni rastro de la frenética actividad y el funcional desorden que había conocido en la sección de Bastia. No se veía ni a una sola persona. Los técnicos quizá estaban todos en el Crialto, preparando el concierto del día siguiente. O, posiblemente, ése era un lugar donde sólo unos pocos tenían permitida la entrada.