Codi caminó lentamente a lo largo del pasillo. La primera de las puertas llevaba un gran número uno pintado en blanco sobre el fondo metálico. Bastante más allá había otra iguaclass="underline" maciza, marcada con un gran número dos. Encajaban herméticamente, y sólo tenían una ventana pequeña a la altura de los ojos. El periodista contó seis en total, se acercó a la primera y trató de mirar por el visor. No vio nada: el interior estaba sumido en completa oscuridad. No se abrió bajo sus manos, y Codi repitió la misma acción con la siguiente puerta, y luego con la tercera. Al pasar delante de la cuarta ya no se detuvo. Lo único que hizo fue empujada con el dedo índice, y al hacerlo se abrió hacia dentro.
Eran estudios, como se había imaginado. El que Codi había abierto era enorme como una caverna, e igual de oscuro. Las paredes estaban cubiertas por un material amorfo y blando cuyo color le era imposible determinar. El techo se perdía en la altura. Y aquello que se encontraba en el centro… Desde el umbral parecía una siniestra telaraña, o un animal de pesadilla, un ser con miles de finas patas que se alargaban desde el centro hacia las paredes atravesándose unas a otras. Rodeaban una especie de hamaca… sillón… Gabriel lo había llamado trono una vez. Estaba justo en el centro de la maraña. Apéndices como el que Codi había visto en el laboratorio de Bastia se elevaban sobre él como garras en espera de una presa. La idea de introducirse voluntariamente en medio de aquel engendro inició un frío cosquilleo en la espalda del periodista. Recodaba bien lo afiladas que eran las agujas que cubrían los erizados brazos del instrumento.
Así que eso era un orchestrón. Con razón Cherny había sido reacio a enseñarle el suyo, y con razón también se colocaba debajo, no sobre un escenario. Era algo de lo que a uno le costaba apartar la vista, que provocaba una mezcla de fascinación y repulsión con predominio de lo último.
En el trono, Gabriel permanecía con los ojos cerrados. No había reaccionado a la entrada de Codi, o quizá no lo había oído pasar: el tapizado de la sala se reía de las leyes físicas del sonido. Su cara, blanca como el mármol, destacaba en la oscuridad que envolvía el estudio. Mechones de pelo negro y húmedo estaban pegados a las sienes. Habría podido parecer dormido si no fuera por la palidez de su piel y el entorno. Rodeado por las garras del aparato parecía exhausto, dominado por el monstruo artificial en cuyo centro yacía. Millares de agujas se clavaban en su piel. Cubrían sus dedos, las palmas y los dorsos de sus manos, sus antebrazos, subían ávidamente hasta el cuello.
— Gabriel… — llamó Codi en voz baja.
La sala le devolvió un eco imposiblemente distorsionado, muy alto en la primera sílaba y apenas audible en las demás. Los ojos de Cherny se entreabrieron y recorrieron el estudio. La mirada del orchestrista no era muy lúcida, y tardó largos segundos en aclararse.
—¿Que has hecho?
Las palabras surgieron por sí solas, sin que el cerebro de Codi interviniera. Algo estaba fuera de lugar, le dijo su parte lógica con la voz de Fally. Algo pasaba que Codi desconocía por completo, Cherny estaba exhausto, confuso… Pero la lógica de Codi enmudeció en cuanto su imaginación le presentó la cara deformada de Harden en el momento de su caída.
Toda precaución olvidada, dio un paso al interior de la sala. El orchestrista hizo ademán de incorporarse. Adivinando su intención, los brazos se movieron fluidamente para apartarse de su camino. El movimiento fue calculado con una precisión fantástica: parecían una prolongación del cuerpo del orchestrista.
—¿Qué…? ¿Qué haces aquí? — su voz era ronca, y se quebró antes de terminar.
— Ya lo sabes.
Los ojos de Gabriel se abrieron más, algo afín al miedo llenándolos y luego retrocediendo. Se pasó la mano por los ojos. Puso un pie en el suelo. En la penumbra, a Codi le pareció que se tambaleaba ligeramente.
— No puedes estar aquí… — murmuró—. No deberías… No sabes…
Codi cruzó el espacio entre ellos de un salto, lo agarró de los hombros y lo zarandeó con violencia. En ese momento lo odiaba todo en Gabriel, desde su manicura perfecta hasta la mirada aturdida de sus ojos. No le dejaría escudarse en ese aturdimiento. Quería que fuese plenamente consciente, que se enfrentara al horror que había provocado.
—¿¡Qué has hecho!? — gritó, prácticamente levantando a Cherny en el aire y sacudiéndolo con rabia. «Hecho, hecho, hechooooooo», devolvió el eco desde todas partes—. ¿Por qué lo has hecho? ¡A Harden, a tu amigo Tallerand! Están muertos, ¡tú los has matado!
— Están muertos… — repitió Gabriel lentamente.
—¡Tú les trastornaste, los llevaste a la muerte!
Gabriel negó con la cabeza. Un movimiento dubitativo, una sola vez, mirando a Codi ya no con desconcierto sino con auténtica desesperación. La expresión del periodista debió de decirle mucho, porque repitió el gesto con más ímpetu, sacudiendo la cabeza una y otra vez en señal de negación.
— No… Yo no…
—¡Lo sé todo! — gritó Codi—. ¿Por qué? ¡Dijiste que te habías librado de ella! ¡Dijiste que odiabas lo que te enseñó a hacer! ¿Cómo has podido? ¿Cómo?
— Yo no…
Codi no le dejó terminar. Empujó al orchestrista lejos de sí con brutalidad, y deseó haberlo hecho con más fuerza aún. Gabriel fue lanzado contra el instrumento, golpeándose con la espalda contra una articulación y deslizándose hasta el suelo. Sin hacer ademán de levantarse, miró a Codi desde abajo. El periodista creyó que trataría de negarlo otra vez y dejó escapar un gruñido de pura rabia, pero cuando Gabriel habló comprendió que hubiera preferido la negación a la alternativa.
— No quería… — dijo en un susurro—. No sabía… No quería…
Codi no pudo evitarlo. Su mano se cerró en un puño y lo descargó sobre Gabriel. Le golpeó una y otra vez, buscando más dar una vía de escape a su odio que hacer verdadero daño. Paró tras varios puñetazos, cuando fue consciente de que el otro no trataba de defenderse. Entonces se enderezó, respirando ruidosamente y frotándose la mano. Se había partido los nudillos, pero la mayor parte de la sangre no era suya. Manaba libremente de una larga herida en la frente de Gabriel y de su labio partido. Verla devolvió a Codi una parte de la muy necesaria lucidez, y con ella apareció también la vergüenza.
— Defiéndete, maldita sea — masculló el periodista—. Protege tu cara.
Gabriel se llevó la mano a la brecha, hizo un gesto de dolor y la dejó caer. Libre del peso de Codi que lo había aprisionado contra el suelo, se incorporó trabajosamente.
— Mis manos me importan más que mi cara.
Era cierto, recordó Codi, y el hastío se intensificó. La razón podía haber vuelto a él, pero la oleada de aborrecimiento le destripaba por dentro. Temblando de rabia, observó cómo Gabriel volvía a llevarse la mano a la cara. Codi deseó que lo dejara estar. Repartiendo el rojo por el blanco de su camisa no iba a dejar de sangrar.
— No debiste haber venido — dijo Cherny con voz apagada.
Miraba a Codi con expresión cautelosa, oscura más allá del color negro de sus ojos. Aparte de la obvia aprehensión ante el periodista, era como si no supiera qué debía sentir.