—¡Basta, le hacéis daño! — gritó Codi.
También él fue rodeado al instante. Dos o tres hombres —¿cuántos eran en total, y cómo podían moverse tan rápido? — le agarraron desde atrás y le inmovilizaron las muñecas, aprisionándole. Codi se resistió ferozmente al notar el contacto, impulsado más por la aversión hacia Lynne que por un miedo real. La presión sobre sus muñecas creció, y la posibilidad de encontrarse de rodillas ante la mujer le hizo desistir del forcejeo. En las profundidades del estudio, las patas del instrumento se abrieron en un despliegue acrobático, acogiendo a Gabriel, y se cerraron codiciosamente.
Lynne rodeó a los guardias y se plantó firmemente delante de Codi.
— No le hago daño — anunció—. Es por su propio bien. Ahora nos entendemos mejor, y nuestra colaboración será más fácil.
— Está enferma.
Una bofetada desdeñosa fue la respuesta. Durante unos instantes, Codi creyó que sería la única. Luego…
— Parecía afectado por la muerte de ese viejo. Me pregunto cuánto tardaría en perdonarme si… — la voz de Lynne sonaba contemplativa—. Llevadlo al cuarto de grabación.
Sin tiempo de protestar, Codi fue arrastrado bruscamente hacia un lado y empujado a través de una pequeña abertura en la pared. Rodó por el suelo hasta que algo le paró, clavándosele en el costado. Sin aliento tras el golpe, trató a ciegas de incorporarse.
El cuartucho era diminuto: apenas tres metros por dos. Las paredes era sólidas salvo la que daba al estudio, ésa era transparente. Guardaba un lejano parecido con el sótano de Bastia: las paredes estaban cubiertas de estantes, y partes de brazos y piezas de recambio estaban esparcidas por el suelo. Al reorientarse, Codi comprendió que había ido a aterrizar bajo una pequeña mesa metálica, cuyo borde había parado su caída.
El periodista dobló las rodillas y trató de levantarse, pero fue premiado con una patada en la base de la espalda que le mandó de vuelta al suelo. Su mano derecha fue agarrada y doblada en ángulo extraño, y algo fino, frío y sólido se cerró alrededor de su muñeca. Codi siguió con los ojos la dirección del clic y descubrió que acababa de ser esposado a la barra de uno de los estantes. Tiró varias veces de la atadura hasta comprender que no iba a ceder, y entonces cambió de postura y se apoyó con la espalda contra el dichoso estante.
Había tres tipos en el umbral; los mismos que lo habían arrastrado hasta el cuarto. No supo distinguir cuál le había dado la patada y cuál le había esposado. Los tres le miraban con la idéntica expresión ausente con la que otros contemplan una pila de trabajo atrasado. Claramente, no estaban allí para tomar decisiones. Ninguno se movió hasta que Lynne — Alasta— se hubo abierto paso.
—¿Se da cuenta de que tendrá que soltarme? — dijo Codi al verla. La voz le temblaba de rabia. No había esperado que la situación evolucionara así—, ¿Cuánto tiempo cree que podrá tenerme aquí?
— El tiempo lo marca Gabriel — dijo la mujer sin inmutarse—. Hace dos días tuvimos una charla especialmente emotiva sobre el mismo tema de hoy, y tocó doce horas seguidas. De allí salió el material con el que quité del medio al viejo y a tu jefe. Es verdad que entonces no era consciente de que le grababa y no se contuvo en absoluto, pero eso no cambia nada. Cuando Gabriel busca desahogo emocional, tocar se convierte en un acto del todo involuntario. Simplemente no podrá evitar repetir la historia.
— Está loca — dijo Codi.
La última vez esa observación la había valido una bofetada. Ahora, los tres gorilas se movieron hacia él con caras que prometían mucho más. Lynne extendió la mano en un gesto de prohibición.
— No, querido — dijo—. Soy doctora en psicología. Hago con las personas ni más ni menos de lo que ellos me permiten hacer, y mis influencias son inocuas la mayor parte del tiempo. Esto es mi último resorte, hecho necesario por la obcecación de Víctor Harden en perseguirme y la avaricia de Tallerand. Hizo todo lo que pudo por tener a Gabriel sólo para él. Pero fui yo quien lo eduqué. Yo descubrí su don. No entendí por qué de repente se volvió tan reacio a usarlo, pero ahora nos comprendemos mucho mejor. Gabriel no tardará en aceptar las reglas del juego. Lo único que le hace falta para acostumbrarse es practicar un poco, y lo habrá hecho tres veces en muy poco tiempo.
Codi odiaba oírla hablar así. Odiaba su tono burlón, y la no tan sutil amenaza que colgaba en el aire. Odiaba estar sentado en el suelo. Odiaba que le hubiera engañado con tanta facilidad. Un despacho propio y una sonrisa deslumbrante. ¿De verdad había confiado en ella por tan poco?
Lynne escudriñó la habitación y a los tres gorilas que franqueaban la entrada.
— Pásame eso — le dijo al más cercano.
El objeto de su atención era un cuchillo de hoja ancha que el hombre guardaba sujeto al cinturón. Se lo tendió a Lynne y la mujer lo tomó, sopesándolo sin prisa sobre su palma.
Codi se puso rígido.
— No esperará que me asuste con esto — dijo.
— En absoluto — dijo Lynne. Se inclinó y colocó ostentosamente el cuchillo en el suelo, al alcance de la mano libre del periodista—. Lo único que espero es que, por voluntad propia, dejes de interponerte entre Gabriel y yo.
CAPÍTULO XVII
La barra de metal a la que Codi estaba sujeto era maciza. El periodista intuía que de ningún modo iba a ceder bajo su fuerza pero esperó a comprobarlo en firme, contando pacientemente los segundos para no apresurarse. Lynne no tardaría en abandonar el lugar. Cuando lo hiciera, Codi empezaría a considerar su situación en serio. Más que preocupación o algún tipo de rencor por el maltrato, sentía una especie de incredulidad. Ya no esperaba despertarse de un sueño, pero todo aquello parecía demasiado… improbable. Absurdo.
Sin embargo, lo absurdo de su situación no iba a sacarle de ella.
La primera alarma se disparó cuando oyó un clic en su cabeza, y tuvo la sensación de quedarse sordo al instante. Sabía lo que eso significaba: su implante acababa de ser desconectado de la Airnet. Inexplicablemente, pensar en que ya nadie pagaría sus cuotas de reconexión le molestó más que confirmar que Lynne había echado mano del repetidor de Resonance.
El sonido irrumpió en la cabeza de Codi con una intensidad que sobrepasó el umbral del dolor. La sensación fue similar a la de un vehículo arrollándole en plena marcha. Había empezado a ponerse de pie pero se deslizó nuevamente al suelo sin darse cuenta de que lo hacía. Gritaba, pero no se oía a sí mismo…
Aquello no se parecía a nada que Codi hubiera oído antes. Ciertamente nunca de Gabriel. La armonía no existía como tal, no más que en el aullido de una bestia herida incapaz de hablar. Las emociones ajenas penetraban en su mente y sustituían las suyas propias: congoja, agonía, desesperación sin causa alguna y sin solución. Su cerebro iba a estallar, rasgado hasta sangrar por arranques de cólera.
Se tapó los oídos con las manos en un gesto inútil. Sabía lo que vendría a continuación. Temía las imágenes.
Ni siquiera tuvo tiempo de cerrar los ojos. Oyó — vio— una llanura inhóspita, rojiza y reseca, barrida por el viento. Lenguas de fuego surgiendo de las profundidades. Cuerpos deformes de piel agrietada, sangre manando de las heridas. Arañas. Arañas gigantescas, unas vivas y otras metálicas, sus innumerables patas entrecruzándose igual que los brazos del orchestrón, atravesando jirones de carne amorfa que colgaban en el aire. Nutriéndose de ellas.