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Codi cogió aire, tratando de dominarse. Aquello no era real, se dijo. Era una fantasía grotesca y épica, una repugnante ilustración de un cuento de terror. Un cuento que no tenía nada de infantil, pero que albergaba a un niño. Pequeño, desarrapado, el pelo negro y enmarañado metiéndosele en los ojos, más un animalillo atrapado que una persona. Con una mano se agarraba a la falda ensangrentada y sucia de una mujer sin rostro. Con la otra, acariciaba su vientre abultado. Sus labios se movían en réplica de una desolada confidencia, cuidadosamente disimulada:

— Mi madre estaba muy enferma… Fue raro que la llevara.

— Basta — susurró Codi—. Basta. Para, ya está bien.

Pero la invasión seguía. Alguien corría… Cuesta arriba, abriéndose paso entre grietas y pendientes escarpadas. Las ramas resecas le arañaban la cara. Las piedras del suelo le hacían trastabillar, pero la música le obligaba a levantarse de nuevo.

Codi se repitió que aquello no era reaclass="underline" una representación angustiosa pero inocua, como las que había experimentado en el despacho de Lynne. Se tapó los oídos con más fuerza, pero las notas lo perseguían, le acusaban, revoloteaban a su alrededor riéndose de sus intentos de escapar. Las lágrimas caían por las mejillas de Codi. La negra desesperación le invadía.

Por eso corría. Un momento. Era Gabriel… No, Gabriel estaba tocando. Codi repitió esas palabras varias veces, pero no logró comprender lo que significaban. Tenía lagunas en la memoria. El cuchillo en su mano, por ejemplo. No sabía cómo había llegado allí, pero su tacto le pareció reconfortante. Era un objeto sólido, útil para hacer algo contundente… Codi probó el filo deslizándolo a lo largo de su palma izquierda. La línea de sangre que dejó era una buena penitencia, pero empequeñecía en comparación con las sangrientas escenas que la música le pintaba.

Faltaba poco. Aquel que corría — a ratos le parecía que era Gabriel de mayor, otras de niño, y el resto del tiempo Codi creía que era él mismo— lo intuía también. Se acercaba a la cima, y lo que había detrás sería la solución final. Un precipicio, prometían las furiosas cadencias. Codi levantó el cuchillo con la hoja vuelta hacía sí. Ya podía ver el fondo seco del acantilado muy abajo y muy lejos, esperándolo. El pie de Gabriel pisó el borde. Codi apretó el cuchillo y cerró los ojos con fuerza. Cogió aire en una inspiración convulsa. Estaba agotado, aplastado por la culpa, sin más fuerzas para huir. Quería que saltara, se dijo.

Temía que saltara, comprendió.

—¡GABRIEL!

Cherny se volvió. Sus ojos se fijaron en los del periodista, grandes y desesperados, luchando por verlo, por recordar que estaba allí. Todo pareció ralentizarse, y la música se convirtió en un lastimero aullido se estiró como una cuerda tensada más allá del límite. Codi no se atrevía a mirar alrededor. Miraba a Gabriel, sabiendo sin necesidad de palabras que su vínculo con él era su salvoconducto, el frágil camino que conectaba el delirio y la realidad. Podía leerlo en los ojos del orchestrista: la terrible, traicioneramente dulce llamada de la armonía. La obligación de llevar la obra a su lógico final. La necesidad de dar el último acorde.

— Eres más fuerte que ella… — trató de decir sin saber si pronunciaba las palabras o se imaginaba su sonido, si gritaba, susurraba o lloraba.

Tentativamente, como si luchara contra una fuerza invisible, Gabriel dio un paso lejos del borde. La melodía trastabilló y se enredó, y durante un instante la infernal visión empezó a disgregarse. En vez del estéril acantilado, una versión temblorosa y pálida del corazón de las Hayalas empezó a extenderse ante Codi. El mar, el cielo y las cálidas piedras se fueron cristalizando, y por un segundo el periodista se permitió el lujo de confiar. Pero las imágenes no perduraron; la melodía perdió el ritmo de nuevo. Enredándose en cada cadencia, tratando de mantener alejadas las imágenes de muerte, se arrastró durante varios compases. Ambas ilusiones se mezclaron, luchando por abrirse camino. El mar hirvió, el azul del agua se convirtió en el rojo de la sangre y luego se hizo azul de nuevo. Una hélide pasó rozando las olas y se hundió en una grieta quebrada. Las rocas se disolvieron. La música paró.

Lo último que Codi alcanzó a ver fue Gabriel cayendo de rodillas, temblando con todo el cuerpo.

Un pie detrás de otro. Arriba, adelante y abajo, y vuelta a empezar. Así debían de andar los viajeros perdidos durante días en un desierto, despojados de toda esperanza o emoción. Así era como se sentía Codi.

El infame instrumento se erguía ante él. El eco de sus propios pasos se oía lejano, mecánico. Codi se acercó lentamente, inseguro, hasta que los erizados brazos del orchestrón quedaron suspendidos sobre su cabeza. Levantó los ojos hacia el trono, esperando que hacerlo le despertara del letargo y le devolviera parte de su yo. Se quedó mirándolo un largo rato, y luego recorrió con la mano los contornos de los sensores. Sus movimientos eran torpes, y una aguja se le clavó en la carne. La descarga de dolor le sobresaltó, pero no le devolvió a la realidad. Codi se lamió el dedo, vagamente sorprendido por la cantidad de sangre en la palma de su mano. Su memoria era un caleidoscopio de escenas intensamente coloreadas y agujeros negros como la noche. Una escalera interminable — gritarle a alguien — sangre en sus nudillos — culpa — el frío filo de un cuchillo — el vuelo de una hélide…

¡Si tan sólo pudiera salir del espacio gelatinoso y carente de significado por el que parecía moverse! Deseaba sentir algo, por muy desagradable que fuera: miedo, enfado, cualquier cosa. Recordar con claridad qué hacía allí.

La frustración y el enfado hirvieron de improviso. Codi propinó una patada al instrumento, y al notar que uno de los brazos cedía repitió el movimiento apuntando más arriba, a las finas y velludas terminaciones plateadas.

— Toma… Toma… — le decía a aquel engendro infernal.

Con brutal satisfacción, oyó un chirrido y ruido seco de sensores rompiéndose. Varias patadas más, y la mitad de un brazo colgaba inerte en ángulo doblado.

— El instrumento no tiene la culpa — dijo una voz.

Por un momento Codi pensó que era la suya. Luego, bruscamente, fue consciente de la presencia de Gabriel a su lado. El orchestrista se mantenía detrás pero bastante cerca, como si no se atreviera a acercarse y a la vez temiera dejar a Codi solo. Éste le miró largamente, primero tratando de comprender por qué tenía unas esposas en la mano y después luchando por ordenar sus pensamientos y darles forma de palabras. A pesar de comprender que Cherny le había liberado, había una razón por la que no le quería a su lado. Gabriel le había hecho algo. Gabriel tenía la culpa de su estado.

Codi se apartó hasta una pared, apoyó la espalda en ella y se deslizó lentamente hasta el suelo. Las emociones ajenas se iban, pero las propias se resistían a volver. Se sentía vacío, desnudo. La idea de ser manejado por una voluntad ajena era humillante; un poco más con cada recuerdo que recuperaba. Se sentía un juguete en manos del orchestrista. ¡Cómo lo odiaba! Con la intensidad de su aversión hacia Lynne multiplicada por un millón. Lynne le había mentido y le había utilizado. Gabriel… Gabriel había vulnerado la parte más íntima de Codi, había profanado aquello que lo convertía en persona autónoma y pensante. Las huellas de esa violación no desaparecerían. Dudaba si alguna vez se sentiría entero de nuevo.

Oyó el sonido de unos pasos dubitativos acercarse a él. Cuando pararon, supo que Gabriel se había sentado al lado. Codi lo ignoró. Por el bien de los dos, deseaba que se fuera. No quería sentir su presencia cerca, ni oír su respiración. Ni temer que le dijera algo como…

— Lo siento.

— No empieces — no quería hablar, ni siquiera pensar en lo que había pasado—. ¿No entiendes que me cansas?