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– ¿Cómo evoluciona nuestra Arabella?

– Te refieres a su salud física o a su relación con Justin?

El hombre rió entre dientes, y le sonrió.

– Bueno, conociendo a mi pequeña Bella, está otra vez tan saludable como la bestia negra que insiste en montar. Justin, ah, bueno, ahí está la cuestión. Creo que la manejará muy bien. No es tonto, e imagino que, además, es un excelente estratega.

– No sé lo que se refiere a la estrategia, pero esta mañana han salido a cabalgar juntos. No tengo idea de lo que ha sucedido entre ellos, pues ninguno de los dos ha dicho una palabra al respecto. También me alegro de que ninguno parecía peor a la hora del almuerzo.

– Lo que quieres decir es que, al parecer, no se han liado a puñetazos.

– Exacto. Si bien Arabella no estaba tan parlanchina como de costumbre, bueno, por lo menos no fue demasiado grosera con el conde. Si no me equivoco, pienso que están los dos en la biblioteca, revisando los libros de contabilidad de Evesham Abbey. Arabella sabe tanto como sabía su padre sobre la manera de administrar la propiedad. Pobre chica, lo recuerdo metiéndole todos esos conocimientos en su cabeza de niña. El querido señor Blackwater, el agente del conde, casi se tragó la lengua cuando Arabella le impartió sus primeras órdenes a los dieciséis años.

– ¿Qué dijo él? ¿Lo recuerdas?

– Lo que recuerdo es que, según el relato de Arabella, se quedó mirándola con la boca abierta, como una trucha enganchada en un anzuelo, y el padre sólo le lanzó una mirada al sujeto. Como sabes, le bastaba con una mirada para llamar al orden a cualquiera. Salvo a Arabella. Todavía puedo oírlo gritándole, y a ella, respondiéndole del mismo modo. Yo temblaba como una hoja cuando eso sucedía. Pero ellos dos salían de la administración sonriéndose uno al otro, como si fuesen los mejores amigos. El la admiraba tanto a ella como ella a él, eso lo sabes.

– Oh, sí que lo sé. Vi esa mirada algunas veces. No recuerdo haber oído hablar del incidente.

Esta vez rió, con un sonido pleno que hizo temblar los narcisos y las rosas en la mano de lady Ann por un momento. ¿Temblar? Por Dios, si no se controlaba, para cuando terminase la semana, estaría completamente estúpida.

– ¿Cómo crees que se adaptará el conde a la competencia poco femenina de Bella en un dominio tradicionalmente masculino? Por, añadidura, la chica tiene ocho años menos que él.

– Paul, para decirte la verdad, y te aclaro que no soy parcial, a mí me pareció que Justin estaba bastante complacido. Pienso que llegará a admirarla mucho. En realidad, creo que la explotará sin escrúpulos. Tengo la impresión de que no le entusiasma demasiado llevar la contabilidad de la propiedad.

El médico se detuvo, posó una mano en el hombro de Ann y la apretó un instante. La mujer se detuvo de inmediato y se volvió de cara a él.

– Creo que tienes razón, Ann. Si bien es fácil imaginarse algunas peleas feroces entre ellos, quizá sean más adecuados el uno para el otro que la mayoría. Arabella necesita un compañero de gran fuerza, pues, si así no fuese, haría desdichado al pobre. En cuanto a Justin, estoy seguro de que si tuviese una esposa dócil, obediente, se volvería un tirano doméstico en muy poco tiempo.

Ann hubiese preferido que dijera otra cosa. Bueno, tenía razón en lo que se refería a Arabella y al nuevo conde, y no podía menos que desear que ellos dos también viesen las cosas bajo la misma perspectiva. Quiso suspirar, pero no pudo y, en cambio, dijo con ligereza:

– Con qué facilidad aventas mis preocupaciones.

¿Había estado preocupada, en realidad? No lo creía, pero tenía que decir algo. Con gesto alegre, sacó un narciso del ramo y, con una reverencia burlona, le pasó el tallo por el ojal de la chaqueta.

– Y ahora, soy un primor también.

Sonrió con ternura hacia ese rostro alzado hacia él.

Lady Ann tragó saliva. Esa expresión debía de tener relación con algo que estaba pensando. No podía referirse a ella. Era una expresión demasiado tierna, íntima, cercana. De pronto, sintió un ramalazo de culpa.

– Oh, por Dios, me he olvidado de Elsbeth. Creerá que no he pensado en ella, pobre chica. Y en los últimos quince minutos, más o menos, no lo he hecho. Y eso es culpa suya, señor. Ven, vamos a buscarla: es casi la hora del té.

No le importaba nada del té, ni ninguna otra cosa, pero ella sabía cuál era su sitio, por lo menos lo sabía casi siempre. Maldición.

Paul asintió pero luego, sin advertencia previa, se detuvo de improviso y soltó una breve carcajada.

– ¿Y ahora qué?

– Acaba de ocurrírseme que pronto serás la condesa viuda de Strafford, Ann. Tú, una viuda heredera… Excede a la imaginación. Pareces la hermana de Arabella, no su madre. Oh, cómo se burlarán de ti y te halagarán, y te miraran con complacencia… Algunos de los vejestorios estarán encantados. Sin duda, tratarán de convencerse a sí mismas de que te has vuelto toda arrugada, canosa, y sentirán un maligno placer.

– Bueno, estoy cobrando un aspecto bastante matronil. Pronto podría tener los cabellos grises. Dios mío, ¿crees que tendría que arrancármelos? ¿Crees que, cuando sea de edad avanzada, estaré calva?

– Puedes tironear y arrancar todo lo que quieras. Desde ahora prometo comprarte varias pelucas, si las necesitas. Además, empezaré a atenderte desde este mismo momento. He aquí mi brazo para que te apoyes. Cuando ya no puedas caminar sin mí, te prescribiré un bastón.

Ann ignoraba que sus ojos azules bailoteaban, tan alocados como la nueva danza llegada de Alemania, el vals, pero Paul no. Y estaba encantado. Oh, Dios, más que encantado. Era el rey Arthur, era Merlín. Era todo lo que en el mundo pudiese ser encantado, estar hechizado, embrujado, y tan enamorado, que casi no podía respirar.

Lo único que pudo hacer fue contemplarle la boca, mientras ella decía, toda alegría y ligereza:

– Un bastón. Qué idea tan adorable. Entonces, si alguien me ofendiese, podría partírselo en la cabeza.

9

Elsbeth no creía que lady Ann ya hubiese perdido interés por ella. Y tampoco que hubiese sufrido un accidente. En realidad, no pensaba en su madrastra. Más bien, tenía la mirada perdida, su pequeña mano suspendida sobre el bordado, una colorida creación, olvidada por el momento. Era un motivo de campanillas azules alrededor de un estanque, o algún otro tipo de ojo de agua.

Estaba pensando en todas las diversiones que la esperaban en Londres: bailes, fiestas, y hasta juegos en Drury Lane. Tendría tanto que hacer, tanto que ver… Toda la vida había oído hablar del Pantheon Bazaar, donde se podían encontrar todos los colores de cintas, en sentido literal, y miríadas de otras chucherías. Y allí estaría Almack, ese salón íntimo, casi sagrado, donde las muchachas pasaban horas bailando con jóvenes encantadores, arrebatadores. Con sus diez mil libras, tendría asegurada una base firme en la sociedad londinense y, con la compañía de lady Ann, viuda de un par y héroe militar, estaba segura de que no se le cerraría ninguna puerta. Estaba tan entusiasmada ante la perspectiva, que su timidez natural y su vacilación de mezclarse con la sociedad galante disminuyeron en grado considerable.

De repente, pensó en Josette y frunció el entrecejo. Cuánto deseaba que la vieja criada cesara de murmurar, sombría, contra todo Deverili visible o invisible. A fin de cuentas, ¿acaso su padre no había demostrado que la amaba? ¡Con la suma que le legó! Elsbeth suspiró: lo que pasaba era que Josette estaba envejeciendo. Empezaba a nublársele el entendimiento. Esa misma mañana, por ejemplo, la había llamado Magdalaine.

Le había dicho con toda claridad:

– Acércate más a la ventana, Magdalaine. ¿Cómo quieres que arregle este frunce si te mueves tanto?

Elsbeth prefirió no recordarle a la anciana y fiel criada que ella no era Magdalaine, su madre, y se acercó a la ventana.