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– Sólo cuando es necesario -repuso, con la barbilla bien en alto-. Manténgase a distancia, y seguirá intacto.

Para ella, era un desafío y, para su sorpresa, y quizá cierto grado de arrepentimiento, el conde retrocedió. Se sentó en una silla esbelta, que gimió bajo su peso.

– Así que ahora se escapará -dijo, en tono pensativo y triste-. Ahora me abandonará a mi suerte en esa habitación embrujada.

Eso fue algo que Arabella no esperaba: estaba actuando como un ser humano. Era desconcertante. Dijo con voz gruñona:

– Creo que puedo entenderlo, después de una experiencia tan aterradora. Yo siempre me he sentido incómoda en ese cuarto. A decir verdad, lo evito.

– Qué alivio oírla decir eso. ¿Su cuarto es bastante grande para los dos?

– Oh, por favor, esto ya es demasiado -dijo Arabella, y salió a escape de la habitación.

– Es sólo el comienzo, señora.

Justin sonrió, confiado. La muchacha era obstinada y cabeza dura. Además, era una excelente jinete, tenía cerebro dentro del cráneo, y a veces resultaba divertida. También sabía administrar Evesham Abbey. Tenía el talento y la experiencia necesarios, mientras que él carecía de ambos. Probablemente, muchos hombres la condenarían por eso, pero para él era un inmenso alivio. De pronto, comprendió que la aceptaba tal cual era. Se imaginó sus pechos, y curvó las manos. Empezaba a pensar que, a fin de cuentas, no había hecho tan mal negocio. Sin duda, era un tipo vulgar.

10

Impaciente, el conde tamborileaba con los dedos sobre las últimas páginas del libro de contabilidad de la propiedad. Maldición, no estaba acostumbrado a esas interminables filas de números que era preciso tildar una y otra vez, todos los detalles que suponían las decisiones con respecto a esta o aquella inversión, o la manipulación de los alquileres de los arrendatarios para extraerles mayores beneficios. Deseaba que todos esos números desaparecieran muy pronto, igual que el fantasma de Evesham Abbey la semana anterior, después de haberle dado un susto terrible aquella primera noche.

Se echó atrás en la silla y dejó caer la pluma sobre la página abierta. Los años transcurridos de su vida adulta su ocupación principal fue ser soldado, jefe de hombres, y no esos malditos números, que bailoteaban de una columna a otra. Ah, Ciudad Rodrigo: allí sí se desarrollaba una batalla decisiva. Sin embargo, Napoleón seguía reteniendo Europa en sus manos corsas. Inglaterra sufría a causa del bloqueo francés y, si el rumor era cierto, en esos momentos Napoleón posaba una mirada codiciosa en Oriente, en Rusia.

Y ahí estaba él, lejos del centro de las cosas, cargado con un maldito título y una inmensa propiedad. Emitió un quejido de frustración, movió la cabeza y se concentró de nuevo en las páginas con cifras. Necesitaba a Arabella. La única tarde que la muchacha dedicó a explicarle cosas tales como rentas, precios de mercado, cosechas, etcétera, habló con concisión y conocimiento, y le traspasó los rudimentos de esos conocimientos. Blackwater, el agente de Justin, no le resultó tan útil. Al estudioso hombrecillo le costaba concentrar su ingenio debilitado en el nuevo siglo.

Arabella. En la semana pasada, fue casi tan inexistente como los visitantes fantasmas. Supuso que debía de estar desayunando muy temprano en su cuarto, para evitarlo a él. Cabalgaba sola en Lucifer, y la mayor parte de los días no regresaba hasta que el sol empezaba a ocultarse tras el cedro de Charles II, en el prado.

Prudente, la había dejado en paz. Así se consideraba él, al menos. En muchas ocasiones, era Arabella la que manejaba las circunstancias para no quedar a solas con él. Se habría sentido perdido si no fuese porque muchas veces sorprendía los ojos grises de la joven posados en él, cuando hablaba con otra persona.

Un trueno distante lo sobresaltó. Por fin, una distracción de esa condenada tarea. Se levantó y fue hasta la ventana. Oscuras nubes abigarradas colgaban bajas, amenazadoras, hacia el este. Esperaba que a Arabella -a la señora, más bien-, no la sorprendiese la lluvia.

Alrededor de Arabella remolineaban capas de aire frío, pesado. La tormenta se acercaba a toda velocidad. Aun así, no se movió de la más alta piedra gris que sobresalía entre las ruinas de la vieja abadía, y a la cual se había encaramado. Qué extraño que su padre siempre hubiese odiado las ruinas. Desde que fue una niña le había prohibido que se acercase a ellas. Y esa era la única cuestión en que lo había desobedecido, que ella recordase. Toda su vida amó las ruinas. Acarició la piedra con los dedos, recordando las aventuras pasadas en la infancia, en ese lugar.

Ya no era una niña, y las ruinas no eran más que eso: ruinas. Una gota de lluvia le cayó en la mejilla, resbaló hasta la barbilla, y Arabella suspiró. ¿Qué iba a hacer? Claro, sabía que no tenía alternativas, en realidad, pero quería tenerlas, ansiaba tener una posibilidad de elegir, que no le dejara ese resabio amargo de resentimiento.

Pensó en Justin, lo evocó en su imaginación. "Es como mi mellizo", pensó, "salvo por el hoyuelo en el mentón." Se había apartado, dejándola en paz, y esa actitud le agradó. En realidad, le gustaban muchas cosas de éclass="underline" su fuerza, su humor, su sentido del honor. Incluso le gustaba cuando se comportaba como un imbécil. Le agradaba hasta cuando se burlaba de ella, se reía o la trataba como si fuese tonta. Como marido, no debía de ser tan malo. Sería difícil, pero habiendo vivido consigo misma dieciocho años, ella sabía lo que era eso. Esta vez sonrió, y una gruesa gota le cayó en la boca. Entonces, rió, y se levantó con desgana. Miró en dirección a Evesham Abbey, borroso por la oscuridad creciente. Era poco probable que lady Ann y Elsbeth se aventurasen a regresar desde Talgarth Hall, con la tormenta que se avecinaba tan rápidamente. Las había visto subir al carruaje varias horas-antes, con la única compañía de John, el cochero. Se preguntó por qué no las habría acompañado el conde, y se alegró de que no lo hubiese hecho. Se alegraba de tenerlo para ella sola. Se sacudió las faldas y empezó a correr hacia la abadía. Había tomado la decisión: se casaría con él.

Con los brazos en jarras, el conde estaba de pie bajo la protección de la entrada flanqueada por columnas.

– ¿Lady Arabella no se llevó a Lucifer? -le preguntó a James, el jefe de caballerizos.

La lluvia caía a raudales, formando cortinas frente a ellos, y un viento helado hacía ondular las mangas de la camisa blanca del conde.

– No, milord.

– Muy bien, gracias por venir a la casa, James. Antes de regresar a los establos, póngase una capa. Va a refrescar más aún.

Maldición, ¿acaso su compañía le resultaba tan desagradable que prefería exponerse a un enfriamiento? En breve tiempo, su preocupación por la seguridad de Arabella se había convertido en enfado. Dios, la ahorcaría por ser tan idiota y quedarse fuera con semejante tiempo.

Estaba imaginando de qué manera le retorcería el pescuezo cuando, a través del espeso manto de oscuridad y lluvia, distinguió la silueta vaga de alguien que corría desde los establos, completamente inclinada hacia la tierra, por el prado. Se fue aproximando, y vio que era Arabella, con las faldas subidas por encima de las rodillas, que corría hacia él. Subió los peldaños de dos en dos, y llegó, jadeando, hasta donde estaba Justin.

Estaba empapada. La miró de arriba abajo y dijo, en tono de indiferencia absoluta:

– ¿Le parece prudente haber salido con semejante tiempo?

– No, claro que no, pero son cosas que suceden, ¿sabe? No tiene importancia.

Y tuvo la audacia de encogerse de hombros.

– ¿Y dónde diablos ha estado?

Arabella se apartó el cabello mojado de la frente, alzó una de las negras cejas, y dijo:

– He estado corriendo bajo la lluvia. Vea: tengo el cabello y el vestido mojados. Las zapatillas, también. Me parece que ahora iré a cambiarme.

Justin le miró el cuello, y se imaginó sus dedos apretándolo.