– Señor, en serio, creo que no es conveniente que se quede aquí, parado. Hace frío, y podría pescar un enfriamiento. Fíjese qué viento hay.
Si le tocaba hacer frente a una crisis, era el hombre más sereno del mundo; una situación nueva, y se adaptaba rápidamente, haciendo gala de su experiencia; que le diesen tropas para mandar, y jamás perdería el control de sí mismo. En cambio, cuando Arabella pasó junto a él hacia el vestíbulo delantero, se la quedó mirando, y luego vociferó, con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Maldita sea, señora, vuelva aquí! Tengo que decirle algo. ¡Maldita sea, no se me encoja de hombros ni alce sus condenadas cejas!
Arabella se detuvo debajo de la lámpara, y Justin comprendió que hubiese preferido que siguiera, porque la ropa se le pegaba como una segunda piel. Podía verle con toda claridad los pechos y las caderas, y no le gustó la sensación que le provocaba. No quería tener una erección mientras estaba enfadado con ella. En ese momento, ella no merecía que la deseara.
– Bueno, ¿qué tiene que decir?
La joven tuvo la audacia de golpear con la zapatilla empapada del pie izquierdo contra el suelo de mármol.
– Señor, ¿de pronto se ha vuelto imbécil? Creí que era usted el que tenía algo que decir.
– Cenaremos dentro de media hora, en el Salón Terciopelo, señora -le dijo, en un tono asombrosamente calmo-. Me niego a cenar más tarde.
La muchacha comenzó a subir la escalera, dejando charcos de agua a sus pies, y luego se volvió y lo miró desde arriba:
– Ahora entiendo. Está enfadado porque es demasiado caballeroso para cenar sin mí. Lamento que se me haya pasado el tiempo. Le prometo que bajaré tan pronto me cambie de ropa.
El conde deseó que hubiese algo que patear en el inmenso vestíbulo de entrada, peor sólo había dos sillas talladas, muy pesadas, del siglo diecisiete que, sin duda, debían de pesar más que él.
Sólo había tomado una copa de coñac cuando Arabella entró en el Salón Terciopelo vestida de seda negra, como de costumbre, con el aspecto de haber estado echando la siesta toda la tarde. Se la veía fresca y llena de vida y, además, inocente y cándida. ¡Ja! Él sabía que. eso no era cierto. Ojalá no hubiese visto los pechos y las caderas, tan nítidos bajo el vestido mojado. Ojalá pudiese mantener en perspectiva a esta condenada hembra. Se casaría con ella, tenía que hacerlo, pero no tenía por qué sentir algo al respecto.
Era inmune a ella… al menos la mayor parte de su cuerpo lo era. No era que estuviese en exceso elegante con ese lúgubre vestido de luto. Ah, pero ese cabello… Se derramaba por la espalda en ondas húmedas, grueso y reluciente. Una estrecha cinta negra lo sujetaba apartado de la frente. Le escocían las manos de deseos de tocarlo, de enroscarlo una y otra vez alrededor de la mano, de tirar de él sin prisa,: hasta que los pechos de Arabella se apretaran contra su tórax.
Eso no servía.
– Bueno, lo único que espero es que no tengamos que llamar al doctor Branyon para que la atienda.
Parecía enfadado, cosa que era extraña. ¿Estaría irritado por que cenaría un poco tarde? Riendo por el placer que le causaba fomentar la irritación, sobre todo la de él, Arabella dijo, con buen humor:
– Gozo de la bendición de la salud de mi padre.
Se acercó a donde él estaba, junto al hogar, y no se detuvo hasta estar a menos de medio metro. ¿Qué se proponía? ¿Estaría provocando a la fiera? El conde se sintió un tanto acobardado. No, jamás se dejaría amilanar.
Lo que sucedía era que Arabella no se comportaba como lo había hecho toda la semana. En lugar de evitarlo, se acercaba hasta el mismo lugar en que él estaba. Justin se volvió, y se alejó de ella hacia la puerta. Iría al comedor: eso tenía sentido, porque se había quejado de que por culpa de ella se demoraría la cena.
– Justin.
Giró sobre los talones y la contempló, incrédulo. Seguramente, no había oído bien. ¿Por qué se comportaba de ese modo tan extraño? Le recordó:
– Soy señor, para usted.
– Bueno, sí, ha sido señor. ¿Le molestaría si ahora lo llamo por su nombre de pila?
– Hace poco más de una semana que la conozco. Aún no hemos hecho suficiente amistad, ni hemos intimado como para justificarlo. No, seguiré siendo señor para usted.
Para su perplejidad, vio cómo Arabella se pasaba la lengua por el labio inferior. Un bello y pleno labio inferior, ahora mojado, brillante por haberle pasado la lengua.
– Estoy tratando de ser más amistosa. ¿Tal vez quiera cambiar de idea? ¿Quizá después de cenar?
Él negó con la cabeza.
– No es posible que usted sea Arabella Deverill -afirmó--. Quizá sea la hermana gemela, que ha estado oculta en el desván mucho tiempo, bajo uno de esos cuarenta aguilones.
– No, ella sigue ahí, encadenada. ¿La ha oído aullar? No, no es posible. Tiene que haber luna llena: sólo aúlla cuando hay luna llena. -Le sonrió, sin pudor-. Ahora, por favor, señor, venga aquí y siéntese. Usted y yo tenemos que hablar de ciertos asuntos importantes.
– ¿Qué asuntos importantes? -preguntó Justin, sin moverse-. No, no diga nada. Si hay asuntos serios entre nosotros, eso sólo puede significar una cosa, porque una mujer no corteja a un hombre. Además, no hablaré con usted de nada importante hasta después de haber cenado.
Dio un exagerado tirón al cordón de la campanilla.
– Mi padre decía que, para un hombre, el estómago era algo importante. No lo más importante, nunca quiso aclararme qué era lo más importante, aunque, de todos modos, debo admitir que usted estará en mejores condiciones con el estómago lleno.
El conde no atinó a hacer otra cosa que mirarla. Se casaría con ella, se acostaría con ella y, al menos, no sería tan inocente.
– Ah, está ahí, Crupper. Que el lacayo traiga la cena aquí, esta noche. Lady Arabella no desea molestarse en ir hasta el comedor.
Minutos después, el conde contemplaba el cerdo asado y los guisantes verdes frescos.
– Como ordenó lady Arabella, milord -dijo Crupper.
Olía delicioso.
– ¿Usted ha pedido esto?
La joven asintió.
– No me gusta demasiado el cerdo asado, Crupper. ¿Habrá algún otro plato?
– Por supuesto que hay otros platos -dijo Arabella-. La cocinera siempre me prepara cerdo asado los jueves.
– Demonios, deje ese maldito cerdo, Crupper, y olvide los otros platos. Con este me arreglaré a la perfección.
Era alarmante la velocidad con que se deterioraba el lenguaje de su señoría. Y como a lady Arabella no parecía molestarle, Crupper decidió que él tampoco le daría importancia. Había muchos cambios en Evesham Abbey, eran tiempos de prueba para todos. Si el conde quería maldecir, seguramente sería lo mejor para todos. Era preferible a que arrojase cosas. A medida que envejecía, a Crupper se le hacía más difícil eludirlas, como hacía con frecuencia durante el reinado del otro conde.
Para transmitir el mensaje, Crupper esperó hasta estar casi fuera del Salón Terciopelo, del que salía retrocediendo y haciendo reverencias:
– Ha llegado un lacayo desde Talgarth Hall, milord. Dice que lady Ann y lady Elsbeth han decidido quedarse a cenar, pues no desean salir con este tiempo.
"Eso significa que estaré a solas con ella", pensó Justin. Por primera vez. Se preguntó si Arabella trataría de huir. No, era poco probable, si tenía en cuenta el extraño modo en que se comportaba desde que había bajado. Se acordó de decir:
– Gracias, Crupper.
Durante diez minutos, no hubo conversación.
Por fin, Arabella dijo:
– ¿Le gusta el cerdo asado, señor?
Estaba comiendo como un cerdo. No podía decir que ese maldito plato le irritaba el estómago.
– Está pasable -dijo, dando otro enorme bocado.
Luego, dejó el tenedor junto al plato, se reclinó en la silla, y cruzó los brazos sobre el pecho. Le había dejado la delantera -más bien, ella la había tomado y no la soltaba-, y ahora era Arabella la que controlaba la situación, y no él. Se vio obligado a reír y recordó que en una ocasión había pensado que la muchacha era admirable. No pudo menos que volver a admitirlo.