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Elsbeth no parecía en absoluto ansiosa por marcharse sino, más bien, de quedarse y hablar. El conde dijo:

– Sí, están las dos empapadas. Nos veremos por la mañana.

– No -dijo lady Ann, con la risa jugueteando en su voz-. Creo que Elsbeth y yo bajaremos a tomar el té con vosotros. ¿En media hora, Justin?

Aunque quiso maldecir, no lo hizo. Quería llevar a Arabella al desván y mostrarle más partes de las que ella podía imaginar. Y, en cambio, dijo, con un suspiro:

– Sí, en media hora.

Jamás hubiese imaginado que Ann le haría algo así. Ah, pero ella lo disfrutaba inmensamente. En lo que a ellos dos se refería, no se atrevería a besar a Arabella en los siguientes treinta minutos pues, silo hacía, no estaría en condiciones de levantarse.

Cuando las dos mujeres volvieron al Salón Terciopelo, el conde les puso en las manos copas de cristal llenas de champaña, y dijo:

– Deséennos felicidades, Ann, Elsbeth. La señora me ha hecho el honor de aceptar mi mano en matrimonio.

– Oh -exclamó Elsbeth-. Por eso teníais ese aspecto, bueno, no era raro, en realidad, sino un poco ausente, si entendéis lo que quiero decir. Era como si los dos quisierais que lady Ann y yo viajáramos a la luna de inmediato.

– Bueno, sí -dijo el conde-. Pero es lo que la gente suele hacer cuando acepta casarse. Desean que todos los parientes se mantengan lejos.

– Muy cierto -dijo lady Ann-. Y nosotras nos mantendremos lejos, pero aún no. -Rió, y alzó la copa-. A vuestra salud y felicidad, mis queridos.

11

– Entonces, estamos todos de acuerdo. Nos casaremos el miércoles próximo. ¿Está de acuerdo, señora?

Sin soltarle la mano, apretaba levemente los dedos fríos de la muchacha.

– Estoy de acuerdo, señor. Pero sólo faltan seis días para eso.

En ese momento se interrumpió, apartó la vista de él, y miró hacia cualquier parte, desde el punto de vista de Justin.

– ¿Qué sucede, señora?

– No es lógico que use un vestido de bodas negro. ¿Qué me pondré?

El conde vio que tenía los ojos arrasados de lágrimas, y se apresuró a decirle a lady Ann:

– Tiene razón. ¿Qué podría ponerse, lady Ann?

– Llevarás un vestido de seda gris claro, Bella, con perlas, creo. Sí, eso estará bien.

– Está bien -respondió la hija.

Tragó saliva, y se levantó de prisa.

– Me alegro mucho por ti, Arabella -dijo Elsbeth. Bajando la voz, se inclinó hacia el oído de la hermana y susurró-: Lady Ann me ha asegurado que el conde es bueno, aunque yo ya lo sabía, pero las personas son extrañas, ¿no te parece? ¿Quién puede conocer, en verdad, a otro, saber lo que siente, lo que piensa? Pero no te preocupes, Arabella, sin duda él es bueno. Si no lo es, entonces, sencillamente podrás matarlo.

Arabella estalló en carcajadas. ¿Cómo podría evitarlo? Sin duda, el padre habría disfrutado de su hija mayor. ¿Por qué la habría alejado de sí? Le dijo al conde:

– Señor, me pregunto si será usted bondadoso conmigo. ¿O quizás aún no esté seguro? ¿Cree que debería estar preparada? ¿Tendré que limpiar mi pistola antes de la boda, para tenerla a mano por si sufre usted un desliz?

– Primero, deme una oportunidad, señora.

– Lo pensaré. Y ahora, quisiera ir a cabalgar. Ha salido el sol, y quisiera aprovecharlo plenamente.

Se abrieron las puertas de la biblioteca, y Crupper, con la espalda rígida por la dignidad y la vejez, entró en la habitación, se aclaró la voz, y anunció:

– Milord, lady Ann, acaba de llegar un joven caballero. Un joven muy extranjero. Pero es un caballero y no comerciante ni dueño de una tienda.

– Gracias a Dios -dijo el conde, dejando que la ironía flotara con suavidad hacia la vieja cabeza del mayordomo-. ¿Cuán extranjero es, Crupper?

– Es demasiado temprano para visitas -dijo lady Ann, frunciendo el entrecejo y dirigiendo la vista a la puerta.

– ¿Quién es ese joven, Crupper? -preguntó otra vez el conde, ya de pie y caminando hacia el sofá, apoyando, apenas, la mano en el hombro de Arabella.

– Me informó que se llama Gervaise de Trécassis, milord, primo de la señorita Elsbeth. Es francés, señor. Por cierto, es muy extranjero. Se denomina a sí mismo el Comte de Trécassis.

– Cielos -dijo lady Ann, levantándose de un salto-. Estaba convencida de que toda la familia de Magdalaine había muerto en la revolución. Elsbeth, este caballero podría ser sobrino de tu mamá.

– Con que un sobrino, ¿eh? -dijo el conde-. Entonces,

Crupper, por favor, haga pasar al comte.

Instantes después, precediendo a Crupper, un joven extraordinariamente apuesto entró en la biblioteca. No era alto sino de mediana estatura, y de cuerpo esbelto, elegante con sus pantalones de piel de búfalo y relucientes botas negras. Tenía el cabello negro como la noche, y los ojos casi del mismo color. El conde, sin saberlo, pasaba la vista del recién llegado a Arabella, para juzgar la reacción de esta.

Si bien la prometida del conde le sonreía al comte, lo consideraba un mequetrefe: ese dije incrustado de piedras preciosas que colgaba de la leontina era demasiado pretencioso, y las manos cargadas de anillos pesados tenían un aspecto casi femenino. En cuanto a las puntas vueltas del cuello de la camisa, casi le tocaban la barbilla. Luego, le miró los ojos negros, desbordantes de inteligencia y de humor, con un matiz de misterio y una pizca de perversidad, bajo unas cejas negras de delicado arco, y de mechones igualmente negros, desordenados con deliberación. Parecía atrevido y romántico a la vez. Se le ocurrió que, tal vez, lord Byron se asemejara al primo de Elsbeth: si así fuese, qué hombre tan afortunado.

– El comte de Trécassis -anunció, ya inútilmente, Crupper.

El joven, sin duda no mucho mayor que Elsbeth, miró a todos con sonrisa de disculpa, si bien Arabella pensó que, en realidad, no se disculpaba en absoluto, que tenía confianza en sí mismo, en ser aceptado, del mismo modo que la tenía el conde, ese hombre al que la semana anterior no conocía, y que, a la siguiente, sería su esposo.

Lady Ann se levantó con gracia, sacudió sus faldas, y le tendió la mano.

– Es una verdadera sorpresa, mi querido comte. No tenía idea de que aún viviese algún pariente de Magdalaine. Es innecesario agregar que me complace.

Para su sorpresa, el francés le tomó los dedos y rozó la palma con los labios, al estilo de su país, cosa que era de esperar, puesto que era francés.

– El placer es mío, milady, en verdad. Ruego que perdone mi intrusión en su período de duelo, pero acabo de recibir la noticia de la muerte del conde. He querido expresarle mis condolencias en persona, y espero que no le moleste.

Hablaba con un suave acento cantarín que predisponía a las tres damas presentes a perdonar cualquier supuesta intrusión.

– En absoluto -respondió al instante lady Ann.

– ¿Es usted el conde de Strafford, milord? -le preguntó el francés a Justin, después de que soltó la mano de lady Ann.

Durante unos instantes, los dos caballeros se evaluaron en silencio, hasta que el conde comentó, con indiferente cortesía:

– Sí, soy Strafford. Lady Ann nos dice que es usted el sobrino de la primera esposa del difunto conde.

El francés inclinó la cabeza.

– Oh, por Dios -exclamó la viuda-. ¿Qué se ha hecho de mis modales? Mi querido comte, permítame presentarle a su prima Elsbeth, la hija de Magdalaine, y a mi hija, Arabella.

A la dueña de casa no la sorprendió en absoluto que su hija, por lo general poco demostrativa, saludara a ese joven encantador con una sonrisa que haría palidecer a las rosas de su jardín. Elsbeth se limitó a inclinar la cabeza, sin hablar, y retrocedió un momento para dejar que hablase primero su hermana.

– Aunque no estamos emparentados, comte -dijo Arabella mirándolo con su característica franqueza, no me parece mal que haya venido. Me alegra conocerlo, señor.