Un abigarrado caleidoscopio de imágenes se arremolinó en la mente del conde. Vio con claridad al primer hombre que había matado en batalla: un joven soldado francés, cuya brillante chaqueta teñía de escarlata una bala de la pistola del conde. Vio el rostro curtido y crispado de un viejo sargento que corría con la espada, con la perplejidad de la muerte inminente inscrita en la mirada. Ahora, tuvo ganas de vomitar, como en aquel momento.
El conde no tenía una visión romántica del asesinato; había aprendido que la vida era una cosa demasiado preciosa y frágil para liquidarla al calor de una pasión.
Se dio la vuelta y se encaminó hacia su nuevo hogar. Sus hombros siguieron erguidos. El paso, firme, la expresión controlada. Pero su mirada estaba vacía.
12
– La que nos convoca hoy es una ceremonia dichosa y sagrada. En presencia de nuestro Señor, hemos venido a unir a sus hijos, su señoría, Justin Morley Deverili, décimo barón Lathe, noveno vizconde Silverbridge, séptimo conde de Strafford, y a lady Arabella Elaine Deverill, hija del difunto y apreciado conde de Strafford, con el más sagrado de los vínculos terrenales.
Había visto al conde francés enderezarse los pantalones cuando salió del cobertizo.
Pero el día anterior, ella lo había besado a él, le habló con toda audacia, se apretó contra él. Habló con la audacia de quien sabe lo que un hombre hace con una mujer. Jesús, no podía soportarlo.
Arabella alzó la mirada hacia el perfil bellamente cincelado del conde, y deseó, para sus adentros, que la mirase, pero no lo hizo. Los ojos grises se mantuvieron fijos en el rostro del sacerdote. La noche anterior, le había parecido retraído, hasta un poco frío con ella, y contuvo una sonrisa, suponiendo que esta cuestión del matrimonio lo ponía nervioso o que, quizá, tenía miedo de acercarse a ella por no poder resistir los deseos de seducirla. No le habrían molestado uno o dos besos más. Tampoco le habría molestado que repitiese cuánto quería sentir los pechos de ella contra sí. El recuerdo la estremeció. Sabía que esa noche tendría mucho más. Y si bien no estaba del todo segura de cómo era eso, estaba ansiosa por descubrirlo.
– Si hay algún hombre presente en este recinto que pueda manifestar alguna objeción a la unión de este hombre con esta mujer, que se levante y hable ahora.
Ella se había encontrado con el conde francés en el cobertizo, y le permitió poseerla. Lo había traicionado con toda frialdad y libertad. Tuvo ganas de matarlos a ambos, pero no lo hizo, pues sabía lo que estaba en juego.
Arabella había salido con briznas de paja en el cabello, el vestido torcido, y silbando. Era evidente que había disfrutado mucho. Quiso matarlos a los dos. Pero ese mismo día se había mostrado tan libre con él, tan entregada… Lo había deseado, ¿no era cierto?
Lady Ann sintió una breve opresión en la garganta, y se apresuró a tragar saliva. Siempre había desdeñado a las mujeres que lloraban abiertamente en los casamientos de las hijas, aunque antes hubiesen hecho todo lo posible para concertar esa boda, incluso comprar al novio, muchas veces. Sin embargo, no cabía duda de que era una ocasión para derramar un par de lágrimas. Además, no podía evitarlo. Arabella estaba tan hermosa, tan parecida a su padre, tan parecida a Justin… Ah, pero no era en absoluto como su padre, no. Ella era buena, bondadosa, de fuerte voluntad, y obstinada como una mula. Era lo máximo que una madre podía pedir de. una hija. Cayó otra lágrima.
El sacerdote dijo con voz queda:
– Naturalmente, no habrá nadie que se interponga entre ustedes. Y ahora, proseguiremos. Milord, repita después de mí: "Yo, Justin Morley Deverill, te tomo a ti, Arabella Elaine…
Quiso ahogarse. No, quería ahogarla a ella. Sin embargo, era raro: ni una sola vez Arabella había mirado en dirección del francés desde que entraron en la sala, ella tan hermosa con el suave vestido de novia de seda gris. Tenía el cabello trenzado, recogido en la coronilla con varias peinetas de diamantes que parecían chispear entre las gruesas trenzas, y varios gruesos mechones de cabello apoyados con delicadeza sobre el blanco hombro.
¿Por qué no había mirado a su amante? ¿Cuánto haría que lo había aceptado como amante? ¿El primer día que llegó? No, eso no era muy probable. Sin duda, habría esperado por lo menos tres días hasta dejar que la poseyera en el cobertizo. Eso significaba que hacía ya una semana que se había entregado a él. Una semana.
Empezó después de haber aceptado que sería su esposa. La traición de la novia era como bilis en la garganta de Justin. Tendría que haberla denunciado allí mismo, contarles a todos los presentes que era una ramera, sin más sentido de la lealtad que una víbora. Abrió la boca. No, no podía hacerlo. No podía ni quería mirarle el colmillo al caballo regalado de Evesham Abbey, ni a la descendencia Deverill.
– Yo, Justin Morley Deverill, te tomo a ti, Arabella Elaine, por mi legítima esposa…
Aunque hablaba en voz baja, para el agudo oído de Arabella sonó muy áspera. Lo observó mientras pronunciaba los votos, deseando que se los dijese a ella, pero no lo hizo. Miraba más allá de ella, nunca a ella directamente. Qué extraño. Creyó oír un suspiro de Elsbeth. Le sonrió al novio, pero él seguía sin mirarla. Era más alto de lo que había sido su padre. La complacía. ¿Por qué no la miraba?
Lady Ann sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. No las quería, y de todos modos, ahí estaban. Se casaba su única hija. Ahora, sería una mujer independiente. Estaba más que bella. Era tan semejante a su padre, tan semejante a su futuro esposo… Esos ojos grises, ese grueso y reluciente cabello negro. No creía posible ser abuela de una niña o de un niño rubio, de ojos azules, más parecido a ella misma.
Justin era un hombre admirable, un hombre fuerte y bien formado, al que, seguramente, Arabella llegaría a amar. Estaba muy erguido, muy controlado, mientras repetía los votos. Durante los últimos cinco años, supo que se casaría con Arabella. Nunca vaciló, nunca retrocedió, hasta donde lady Ann sabía. Si Justin había cuestionado la decisión de su difunto marido, este nunca le dijo nada. Se preguntó si Justin tendría alguna duda, ahora que había llegado el día. No, no creía que las tuviese. Había demasiado en juego. Además, había visto como se miraban esos dos. Eran más afortunados que la mayoría de las parejas. No, era más que eso. Lady Ann ocultó la sonrisa tras la mano enguantada. Aquella noche en que ella y Elsbeth regresaron inesperadamente de Talgarth Hall, lo que había en los ojos de Justin era deseo. Todo iría bien.
– En presencia de Dios, y por sus leyes y comandos, ahora te pido, Arabella Elaine Deverili, que repitas después de mí.
Por más que Elsbeth aguzó el oído para escuchar cómo el conde pronunciaba los votos, su voz profunda le sonó extrañamente dura. Vio que Arabella lo contemplaba mientras hablaba, con una sonrisa fascinada en los labios. Una sonrisa ansiosa. Elsbeth respondió con la suya.
Ella lo había traicionado. Lo había engañado, a sabiendas, con ese canalla bastardo francés. A él le había hablado con atrevimiento, y él creyó en la inocencia, en el candor de ella, en su sinceridad. Pero no fue nada de eso. El dolor era tan insoportable, que sintió deseos de aullar.
Arabella pronunció los votos con voz fuerte y clara.
– Yo, Arabella Elaine, te tomo a ti, Justin Morley Deverili, como mi legítimo esposo, para amarte, honrarte y obedecerte…
Obedecer… la mente de lady Ann atrapó la simple palabra. "Esa sí que es una concesión por parte de la cabeza dura de mi hija", pensó. Creyó oírse repetir el mismo juramente a otro conde de Strafford, como si hubiese sucedido hacía un instante, con una voz insegura, apenas audible en la inmensa catedral. Sabía que su poderoso padre, el marqués de Otherton, la mataría si no se casaba con el hombre que él le había elegido.
Obedecer.
Le había arrojado la palabra la noche de bodas, cuando ella se crispó ante el ataque de sus manos invasoras. Había obedecido, se había sometido, y las ásperas exigencias de su flamante esposo no hicieron otra cosa que aumentar su miedo y su dolor. Siempre se sometió, pues supo que no tenía otra alternativa, y cuando el conde no la maldecía por yacer pasiva debajo de él, se vengaba en su cuerpo de otros modos, por medio de crueles exigencias que convertían las noches de Ann en pesadillas de la vigilia. Era una pena que su padre no hubiese muerto antes de la boda que la obligó a contraer, en lugar de ser expulsado de su coto de caza sólo dos semanas después de que ella se hubiese convertido en la condesa de Strafford.