Tenía la impresión de que la vida era una serie de episodios lamentables. Odió a su esposo más de lo que creyó posible odiar a otro ser humano. Aunque, al menos, le había dado a Arabella. Supuso que si el conde hubiese odiado a Arabella -otra hija mujer-, como le pasó con Elsbeth, la habría llevado a ella al punto de ruptura y lo hubiese matado. Pero el difunto adoraba a Arabella, más que a la vida misma. Cosa extraña en él, en ese déspota que había deseado un hijo varón más que cualquier otra cosa.
Lady Ann volvió al presente para ver que Justin, tras una breve y extraña vacilación, colocaba la sortija de oro en el tercer dedo de Arabella.
Arabella había estado canturreando. Oía su voz con claridad, suave, complacida consigo misma, canturreando mientras salía del cobertizo. Canturreando mientras se quitaba la paja del cabello, mientras se acomodaba la ropa. Vio con claridad cómo se inclinaba para quitarse uña brizna de la zapatilla. ¡Esa perra traidora!
– Por la autoridad que me confiere la Iglesia de Inglaterra, ahora los declaro marido y mujer.
El cura miró con expresión radiante a la joven pareja, y le susurró al conde:
– Es usted un hombre muy afortunado, milord. Lady Arabella es más que encantadora. Puede besar a la novia.
La mandíbula del conde se puso tensa. Tenía que mirarla: ahora era su esposa, para siempre. Con esfuerzo, se inclinó y rozó sus labios contra los de Arabella. Dios, qué suave, húmeda, ansiosa era la ramera. El resplandor de su rostro le revolvió el estómago. Intentó retener su boca en la de ella un instante más, y le sonrió, traviesa, cuando él se apartó con brusquedad. Justin se apresuró a apartar la vista y a fijarla con desesperada intensidad en el crucifijo de oro que se veía tras el hombro izquierdo del cura.
Lady Ann se sorprendió rezando en silencio por que Justin fuese tierno con Arabella, aunque el deseo le dibujó una sonrisa torcida en los labios. Esa misma tarde, mientras alborotaba alrededor de su hija mostrándole cada nueva prenda de vestir a la que Arabella prestaba poca o ninguna atención, regañándola por no hacer caso de la doncella que le secaba el cabello mojado, creyó llegado el momento de cumplir con sus deberes de madre. Nerviosa, hizo salir a la criada y se dirigió a su hija:
– Mi amor -empezó diciendo, con lentitud-, esta noche serás una señora casada. Creo que deberías saber que se producirán ciertos cambios. Es decir, Justin será tu esposo, y eso significa muchas cosas. Por ejemplo…
Arabella la interrumpió con carcajadas de deleite.
– Mamá, por casualidad ¿no estarás refiriéndote a la pérdida inminente de mi virginidad?
Oh, Dios:
– ¡Arabella!
– Mamá, siento haberte horrorizado, pero tienes que saber que mi padre me detalló todo el proceso, digamos, aunque, para serte sincera, papá lo llamaba apareamiento. No tengo miedo, mamá, en serio, no se me ocurre nada más placentero que hacer el amor con Justin. Creo que será muy bueno en eso. ¿No te parece? Un caballero necesita lograr experiencia y, bueno, destreza, antes de casarse. No creerás que yo voy a desilusionarlo, ¿verdad? Oh, caramba, en lo que se refiere a cómo hacer las cosas, en concreto, sé muy poco. Quizá tú sepas un par de cosas que puedas decirme, para convencerlo de que me parece hermoso, y de que no me da miedo.
Lady Ann no sabía una sola cosa. ¿Un hombre, hermoso? Quizá su esposo fue hermoso, pero ella estaba tan asustada, lo odiaba tanto, que había dejado los ojos cerrados siempre que le fue posible. ¿Un hombre, hermoso? Jamás se le había ocurrido tal cosa. Quizá… No pudo hacer otra cosa que mirar, impotente, a su hija, sin saber qué decir. ¿Su padre le había contado todo? ¿Le había dicho que los hombres eran salvajes, brutales, y que no les importaba en lo más mínimo el dolor de la mujer? No, era evidente que no. Sólo le había hablado del proceso. Ese miserable… Eso mismo ya era repugnante. No, tal vez tendría que pensar más en este asunto. Evocó la imagen del doctor Branyon y se sonrojó como un atardecer tormentoso.
– Mamá, ¿estás bien? Ah, ya veo, piensas que yo debería ignorar todo lo que sé. Te juro que no soy una mujer caída, pero me parece completamente ridículo que las mujeres no disfruten de hacer el amor. Y cuando pienso que a tantas chicas les enseñan a considerarlo como el más desagradable de los deberes…, bueno, creo que se merecen a cualquier monstruo aburrido que tengan junto a sí en la cama. Sé que con papá y contigo fue diferente. Entre Justin y yo también será diferente. Estaremos bien, juntos. No te preocupes. Te quiero. No te preocupes por mí, mamá.
– ¿Estás segura de que no hay nada que pueda decirte?
Lady Ann se sintió a punto de desmayarse. Sin embargo, tenía que actuar con normalidad, proseguir con el engaño. Por Dios, lo había odiado con todo el corazón, con el alma. ¿En verdad, Arabella estaba convencida de que su padre había amado a su madre? ¿Qué la había complacido en la cama? ¡Dios querido, qué farsa había sido ese matrimonio! Detestaba ser víctima.
– No, mamá. Estás muy pálida. Por lo menos ya no te ruborizas. No te preocupes más por ello. Te adoro por tu preocupación, ¿sabes?
Arabella atrajo otra vez a su madre a sus brazos y le dio un cariñoso abrazo tranquilizador, y lady Ann tuvo el inevitable pensamiento de que ella debería ser la hija.
Esa noche, mientras lady Ann ataba las cintas de la encantadora bata de noche de satén blanco de Arabella, se sintió casi abrumada por la excitación de su hija, su expectativa, la lujuria que adivinaba en la mirada de la muchacha. Le chispeaban los ojos, y no veía temor en ellos. Era lujuria, no había otro modo de describirlo.
Obligó a Arabella a sentarse, y empezó a cepillarle el cabello.
– Basta, mamá, por favor -dijo Arabella, levantándose de un salto-. ¿Vendrá pronto él? Oh, mamá, no quiero que estés cuando él venga a mí.
– Muy bien.
Lady Ann retrocedió y dejó el cepillo sobre el tocador.
– Justin estará encantado. Estás bellísima. Creo que nunca te ha visto con el cabello suelto por la espalda. Oh, sí, ahora recuerdo que te vio, aquella noche que os pusisteis de acuerdo para casaros. Arabella, deja en paz los botones de la bata.
– Lo sé -respondió, ejecutando una pequeña danza por todo el dormitorio-. Debo dejarme esta estúpida prenda un rato más.
Lady Ann tragó saliva.
– Pronto vendrá Justin. Ahora te dejaré. -Se dio la vuelta, y luego giró otra vez para abrazar a su hija-. Sé feliz, Arabella. Sé feliz. Si algo sale mal, bueno, no creo que suceda, pero… no, no te preocupes.
Oh, Dios, ¿qué podía decir? ¿Cómo advertirla? ¿Y si Justin se comportaba como lo había hecho su esposo?
En voz muy queda, muy tierna, Arabella dijo:
– En asuntos relacionados conmigo, papá nunca erró su juicio, jamás, mamá.
Estas palabras hicieron alzar rápidamente la vista a lady Ann. Tal vez lo imaginara, pero creyó detectar cierta triste conciencia de sí en la voz de la hija. No, eso era imposible. Hizo un mínimo gesto negativo con la cabeza y se dio la vuelta con brusquedad.
– Espero que tengas razón, Arabella. Buenas noches, mi amor. Por la mañana espero ver una sonrisa en tu rostro.
– Una sonrisa muy grande, mamá.
Cuando su madre se marchó, Arabella se paseó por el dormitorio con la ansiedad de la expectativa gozosa. Le encantaban los descubrimientos y, esa noche, bueno, esa noche… Se abrazó a sí misma con excitada impaciencia. Echó una mirada azarosa al cuadro de La Danza de la Muerte, le sacó la lengua porque detestaba la incertidumbre, el temor a lo desconocido, y dejó vagar la mirada por la enorme cama. Con una sonrisa pícara en los labios, empezaba a preguntarse si su madre no habría atrapado a Justin y le impedía seguir su camino, cuando, de repente, se abrió la puerta y apareció su esposo. Qué magnífico estaba con la bata de brocado azul oscuro. Al verlo, se le aceleraron los latidos. Estaba descalzo: La muchacha no creía que tuviese algo puesto debajo de la bata. Esperaba estar en lo cierto. Estaba impaciente por quitarle esa bata. Quería verlo desnudo, por fin. Era de ella.