– Maldita seas, quédate quieta. Sí, así es mejor. Y ahora, me parece justo examinar la mercancía.
¡Dios querido, estaba loco, totalmente loco! No existía otra explicación para que hiciera esto. Su padre debió de haber sabido si el hombre que había elegido para ella era un perverso, un loco que disfrutaba provocando dolor a las mujeres. No, eso era imposible.
Le gritó:
– ¡Detente, Justin, por favor! Esto es una locura, ¿me oyes? ¿Porqué haces esto? No lo permitiré. ¡Déjame ir, maldición!
Justin no dijo nada, se limitó a contemplarle los pechos. Arabella supo que estaba estudiándola, y tenía una expresión aburrida, si bien la rabia seguía ardiendo sin cesar en el fondo de sus ojos. Se asustó, de pronto, se sintió muy asustada.
13
– ¡Maldito seas, detente!
– Tienes el lenguaje propio de una moza de taberna. Debí haber adivinado que había en ti algo más cruel de lo que cualquiera puede ver. Algo cruel y profundo.
– ¿Cruel? ¿Qué diablos tengo yo de cruel? Sé que tengo un carácter fuerte. Tú también. Eso no tiene nada de cruel. ¿Estás loco?
– Cállate -bramó, sin mirarla siquiera a la cara.
Abrumada, intentó otra vez librarse de él, pero él se apresuró a sujetarle los tobillos con las manos.
– Si te mueves otra vez, te ataré -le dijo, en una voz tan helada que le congeló hasta el alma-. He pagado caro por mi herencia, y en ese precio está incluido el tenerte en mi cama, si bien dudo de que haya mucho placer para mí. Para ti, te aseguro que no habrá ninguno.
Tenía que intentarlo otra vez, tenía que intentarlo. Estiró la mano para tocarlo, pero él se la apartó de un golpe.
– ¿Por qué haces esto, Justin? ¿Qué te he hecho yo a ti? ¿Por qué me calificas de cruel? ¿Por qué me has llamado ramera? Por favor, dime qué es lo que pasa. Es imposible que ignores que debe de haber un error.
Justin le miraba los pechos, y dijo en voz baja, más para sí que para ella:
– Sabía que serías hermosa. Sabía que tu piel sería blanca como la nieve virgen. Te imaginé tantas veces tendida de espaldas, como ahora, con toda esa carne tuya, tan blanca, y ese increíble cabello negro cayéndote, enredado, sobre los hombros… Sabía que tu cuerpo no me decepcionaría, y así es. No quisiera desearte, en verdad, mi propia lujuria me repugna, pero te poseeré. Que Dios me perdone, quiero poseerte ya mismo. Hay que consumar este maldito matrimonio.
Otra vez, le miraba los pechos. Arabella era incapaz de detener el movimiento de ascenso y descenso. Dios querido, era imposible que esto estuviese sucediéndole a ella.
– Me preguntas por qué te he llamado ramera, por qué te trato así. ¿Quieres saber por qué no te trato como a mi dulce novia virgen? Detesto tus condenadas mentiras, tus protestas de inocencia. Maldita seas, Arabella, me traicionaste. Aceptaste como amante a ese condenado francés bastardo y pagarás caro por eso, perra. -Le tocó el pecho, y Arabella se inclinó fuera de la cama, gritando. Justin le tapó la boca con la mano-. No creo que esto te sorprenda o te escandalice. -Levantó la mano. No, no creo que pueda soportar verte hacer de prostituta. Si siguiera tocándote y acariciándote, empezarías a gemir y a gritar, ¿no es cierto? No, terminaré con esto. Te repito: habrá escaso placer para mí, y nada en absoluto para ti. Al menos conmigo, no obtendrás placer, maldita seas.
De repente, se levantó de la cama y se desató el cinturón de la bata. Se la quitó y permaneció desnudo, ante ella, observándole con atención el rostro. Tenía una desagradable mueca en la boca.
Arabella lo contempló. Hasta ese momento, jamás había visto a un hombre desnudo. Por Dios, qué hermoso era, todo hecho en planos duros, huecos y músculos acordonados. No había un gramo de grasa en él, sólo una esbelta dureza. Tomó conciencia de que estaba mirándolo, y contuvo el aliento. ¡La había llamado prostituta, la acusaba de aceptar al conde francés como amante! Eso era una locura, sencillamente, una locura. Dijo algo acerca de no tocarla, y que no lo haría. Arabella miró el espeso vello negro en la entrepierna, el sexo duro, dispuesto. Oh, sí, había visto cómo se apareaban los caballos, y sabía bien lo que eso significaba. Sin duda, él era demasiado grande para ella. Naturalmente, no la forzaría… Oh, Dios, cuánto se odiaba, cómo odiaba su debilidad, su miedo, y aun así, dijo:
– Justin, por favor, ¿qué tienes intención de hacer? Eres muy grande. No creo que esto resulte. -Por la expresión de Justin, creyó que la escupiría, y la rabia de la propia Arabella se encendió-. ¡Maldito seas, soy virgen! ¡No tengo ningún amante, ni siquiera ese miserable francés bastardo! ¿Quién te mintió? ¿Fue Gervaise? ¡Dímelo, maldito seas!, ¿quién te dijo eso?
Desesperada, apretó las piernas con fuerza, y se cubrió los pechos con las manos.
– Dios, qué gran actriz habrías resultado. -Se estiró, y la mujer lo contempló de nuevo. Luego, lanzó una carcajada, una desagradable carcajada áspera, que la hizo estremecerse de miedo-. Puedes creer que tu cuerpo recibirá mi sexo con toda facilidad. Oh, sí, ojalá dejaras de fulgir, de pronunciar tus condenadas mentiras. ¿Quieres saber quién me mintió? Te lo diré: nadie me mintió con respecto a ti. Yo lo vi a él, te vi a ti, os vi a los dos salir del cobertizo, con instantes de diferencia. Era evidente lo que habíais estado haciendo.
La respiración de Justin era tan entrecortada, que Arabella apenas comprendía lo que decía.
– Quizá debería darte placer. Sólo que no deberías gritar mi nombre cuando alcanzaras tu alivio. Eso sería un golpe para mí, ¿no crees? No, sencillamente lo haré y terminaré. Vocifera, grita y jura todo lo que quieras. Dará lo mismo.
Arabella sólo atinó a mirarlo y a sacudir la cabeza atrás y adelante, en silencio. ¿La había visto con el conde francés? ¿Saliendo del establo? Pero eso era imposible.
Justin se inclinó sobre ella, le apartó las piernas por la fuerza, y la montó. La muchacha inició una lucha silenciosa, arañándole la cara, pateándole la entrepierna con las rodillas, pero él se limitó a aplastarle las manos sobre la barriga, y sujetarle las piernas con las suyas. Sintió que la mano de él se movía entre sus muslos, y se paralizó.
En ese momento, Justin supo que no podría forzarla, no podría violarla, y eso sería: una violación. A grandes pasos, fue hasta el tocador, hundió los dedos en un pote de crema, y volvió junto a ella. La esposa estaba acostada de espaldas, la mirada incrédula y horrorizada.
– No te muevas.
Para asegurarse, le apoyó la palma sobre el vientre. Arabella se debatió un instante, y luego se aquietó.
Vio cómo el dedo de él, cubierto de crema, iba hacia ella. Luego, sintió que ese dedo cubierto de crema empujaba contra ella. Y aunque se debatió, intentando soltarse las manos que él sujetaba, sintió que el dedo se metía en ella, metiéndose más y más adentro. Dios, qué repugnante. El era un extraño, el dedo, un castigo. ¿El cobertizo? ¿Qué era eso del cobertizo?
– Justin, por favor, termina con esto, por favor. No me hagas daño. Nada de lo que crees es cierto. No hay nada con el cobertizo. Casi no soporto al comte. ¿Por qué…?
Lanzó un grito desgarrador, alto y agudo. El dedo ya no estaba. Ahora, dentro de ella estaba el sexo de Justin, hundiéndose más y más. El hombre se detuvo un instante, le aferró las manos, y se las colocó encima de la cabeza. Con un gesto casi tierno, le apartó de los ojos mechones de cabello enredado.
– Dios, no puedo creer que me hayas hecho esto.
Justin empujó más, y la crema le facilitó el acceso, pero no fue suficiente. El dolor la desgarró. Arabella sollozó, sintió que se ahogaba con las lágrimas, y cuando él interrumpió un momento sus locas embestidas, arrebatado por su virginidad, de pronto la miró, con repentina alarma e incertidumbre en la mirada.