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¿Rozar su vida? Dios, Justin le había desgarrado la vida, haciendo todo lo posible para destruirla. Como amarga prueba de que había violado su cuerpo, le quedaba esa molesta irritación entre los muslos. No permitiría que también asolara su mente y su espíritu.

Aunque las palabras de su esposo resonaran claras en su mente, eran tan absurdas que le costaba creerlas. Intentó recordarlas, conferirles algún significado que aún no hubiese comprendido, no para excusarlo por lo que había hecho sino para entender. Justin creía que el conde era su amante, qué absurdo. Y dijo que los había visto en el cobertizo. No tenía el menor sentido. No pudo deducir cómo había llegado Justin a semejante conclusión. Alguien debía de haberle mentido, convencido de que ella lo traicionó.

Pero, ¿quién pudo haberlo hecho y por qué, por el amor de Dios?

Ceñuda, miró entre las orejas de Lucifer. Era evidente que Justin había creído la mentira. Y entonces, ¿por qué siguió adelante con el casamiento? Ah, qué estúpida: si se hubiese negado a casarse, habría perdido la parte más grande de la herencia. Además, él mismo se lo dijo con toda claridad. Le dijo que, si bien ella lo traicionó, no podía matarla porque lo perdería todo. Pero estaba pensando en matar a Gervaise. Sin demasiado interés, se preguntó si mataría al conde francés. Descubrió que no le importaba demasiado, salvo por el hecho de que Gervaise era inocente de haberse acostado con la novia del conde.

Hizo frenar al caballo, que respiraba agitado. Miró alrededor, y se sobresaltó al ver que había pasado las ruinas romanas sin darse cuenta, siquiera. Se irguió y palmeó al animal en el cuello. De pronto, recordó una frase que le había oído pronunciar a su padre ante un amigo: "Cabalgué a la moza hasta tal punto que ella me hubiese arrojado de encima, de haber podido." Qué ironía pensar que ahora, al menos, comprendía con claridad el grosero comentario.

Casi sin quererlo, hizo volverse a Lucifer y enfiló otra vez, a trote lento, hacia Evesham Abbey. Debió de haber cabalgado durante horas, porque el sol había llegado al cenit en el cielo.

Sentía cómo iba desmoronándose esa amarga calma a medida que se acercaba al hogar de él. Justin debía de estar allí, esperando. No sólo ese día tendría que enfrentarse a él, sino al día siguiente, y al siguiente. Por un instante pensó en enfrentarse a él, en clamar otra vez su inocencia, en exigir que le revelase quién le había contado tan sucia mentira. Imaginó la escena, y se vio a sí misma suplicando, a él rechazando las súplicas, como la noche anterior. El instinto le indicó que, tras la ira de la noche pasada, seguiría sin creerle. Previó una furia renovada y una salvaje represalia. En ese instante, odió ser mujer y, por ende, débil, odió la fuerza superior de él que le permitía dominarla por medio del simple poderío físico.

Pese al sol ardiente que la castigaba a través del negro atuendo de montar, se estremeció. Seguramente, no pensaría obligarla a someterse otra vez. ¿Acaso no había dicho que no volvería a derramar en ella su simiente? ¿Que no quería un hijo de ella? La venganza había sido completa y sin piedad. Pero ya había acabado, al menos mientras él mantuviese su promesa.

Guió a Lucifer hacia el corral del establo, frenó delante del sudoroso mozo de cuadra, y se apeó. Odiaba la sensación de inquietud, de temor que la inundó mientras se encaminaba a la puerta principal de Evesham Abbey. Dios, si le quitaban su orgullo, no le quedaba nada. Justin no debía saber cuánto la había herido, decepcionado. No lo permitiría. Evocó otra vez las palabras de la noche anterior, dichas con tanta calma y, sin embargo, con tanta furia en la voz. Las había repasado una y otra vez en su mente, y quedaba una de las que le había dicho que no entendía. Era extraño que le pareciera tan vital conocer su significado.

Alzó la vista hacia el sol, supo que era casi hora del almuerzo, y entró sin hacer ruido por una entrada lateral. Su único propósito era evitar a Justin antes de que fuese imprescindible verlo. Recorrió la casa en dirección a la biblioteca, se escabulló por la puerta, y la cerró sin ruido tras de sí. Arabella no era una estudiosa, y desde luego no era entusiasta del uso de los diccionarios, y por eso le llevó varios minutos examinar los estantes cubiertos de libros para encontrarlo. Siempre había dado por cierto que ninguna palabra que no emplease su padre era digna de ser conocida. Pero, en la presente circunstancia, empezaba a pensar que estaba equivocada. Sacó del estante el volumen encuadernado en cuero, se humedeció las yemas con la lengua, y empezó a pasar las rígidas páginas.

Recorrió con un dedo las columnas, hasta que encontró la palabra que buscaba. "Sodomía", leyó. "Español antiguo, del francés, sodomía." Había referencias bíblicas, pero nada que le aclarase lo,que quería decir. "Maldición", pensó. "¿Qué habrá querido decir? ¿Qué?"

14

Arabella percibió un súbito movimiento tras ella, giró en redondo y estuvo a punto de caérsele el diccionario que, con lo grande y pesado que era, le hubiese roto un pie. Levantó la vista y vio al conde, en pose plena de gracia indiferente, la mano apoyada sobre el escritorio. Se le secó la boca. Aun sin motivo, se sintió culpable. Había estado hablando en voz alta. ¿La habría oído? Claro que sí.

– Bueno, mi querida esposa, ¿qué palabra puede interesarte tanto para que acudas al diccionario?

Su voz era más fría que la noche pasada. Alejado de ella. Despreciativo. ¿Volvería a hacerle daño? ¿A desgarrarle la ropa? Movió la cabeza mientras miraba la palabra, que era condenatoria por sí misma, y trató de cerrar de golpe el diccionario, pero Justin fue más rápido y se lo arrebató de las manos.

– No habrá secretos entre nosotros, ¿verdad? ¿Acaso no estamos casados? Vamos, Arabella, si quieres saber el significado de una palabra, no tienes más que preguntármelo.

Por un instante, quiso exigir que la llamara señora, pero no podía. Todo había cambiado, y ahora era demasiado grave, demasiado peligroso. No dijo nada. No había esperanzas. Encontraría la palabra. Ella no había hecho nada malo: que la condenaran si se comportaba como culpable. En un tono que esperaba fuese frío dijo:

– Estaba buscando la palabra que me gritaste anoche. Jamás la había oído antes, y quería saber qué significa.

– ¿Qué palabra te grité?

– Sodomía.

Las negras cejas se alzaron del todo. Esa ramera descarada no tenía vergüenza. Se lo pasaba por la cara, se lo frotaba por la nariz. No importaba. Con movimientos lentos, se dio la vuelta para dejar el diccionario sobre el escritorio. Luego, la miró. La vio allí de pie, alta, los hombros erguidos. La miró, desnudándola como la noche anterior, y de nuevo apareció todo en sus ojos: la condena, el desprecio, la ira.

– Pobre Arabella, ¿acaso el comte no te dio un término para describir lo qué hacíais? Sé que puede ser un modo doloroso en que un hombre posee a una mujer. Yo nunca lo he practicado. Pero quizás, ahora que él te ha abierto, lo haga. ¿Fue gentil contigo? Sin embargo, tú eres una mujer inteligente. No entiendo por qué no te dijo cómo se denomina lo que estaba haciéndote. Qué descuido de su parte.

– Yo no tengo ningún amante -repuso, con la voz más calma que había salido nunca de ella. Era una voz sin inflexiones, que no reflejaba emociones que pudiesen humillarla todavía más-. Gervaise no es mi amante. No tengo idea de lo que significa sodomía. O me lo dices, o te quitas del medio. Lo repito una vez más: el comte no es mi amante. No tengo ningún amante. Dímelo o muévete.